Dos grandes fenómenos mundiales han puesto en evidencia -sin solución a un corto plazo- la fragilidad de la vida humana: la pandemia del Covid-19 y la crisis climática. Alrededor de todo nuestro planeta sus efectos letales se han hecho sentir en un mayor o un menor grado, sin muchas distinciones en cuanto a condición socio-económica, color de piel, creencias religiosas, latitudes, naciones e ideologías. Ahora la humanidad (uniformizada en muchos aspectos gracias a la globocolonización económica neoliberal) se ve a sí misma como una sola o, al menos, así lo buscan demostrar las diferentes cumbres celebradas en años recientes donde fueron abordados estos temas, sin muchos avances aparentes.
No está de más recordar que con el neoliberalismo capitalista en auge, en muchas naciones se gestó la privatización de las empresas públicas que eran rentables, la reducción de la fiscalidad para los tramos de cotización más altos y el aumento de impuestos indirectos, la contención del gasto social y los recortes de los servicios y planes de bienestar social, la flexibilización laboral (con sindicatos apenas activos y autónomos), la financiarización de la economía, la liberalización de los mercados de capitales, la apertura de los mercados nacionales a la inversión extranjera y la reducción del déficit público; todo lo cual se anunciaba como la fórmula única y perfecta para acceder a un estado de bonanza «igualitaria» e infinita. Frente a la realidad impuesta por la propagación del Covid-19 se vio que tal bonanza estaba reservada solo a unos cuantos, los dueños del capital, mientras una gran mayoría quedó a la intemperie (literalmente) frente a los estragos del virus al no disponer de un sistema de seguridad social que la amparara. Otra consecuencia es que muchas personas, especialmente de los niveles más bajos de la sociedad, tuvieron que exponer su salud al verse obligados a laborar para mantener a sus familias día a día. No obstante, la industria farmacéutica se afanó en la producción masiva de una vacuna efectiva que aminorara la enfermedad aunque no por razones filantrópicas como se pudiera creer. Así, el sistema capitalista -condenado a un colapso general desde la década de los 70 del siglo pasado- abrió una brecha que le permitiera al mundo volver a la «normalidad», con el agregado de guerras localizadas en varios continentes y una mayor distribución inequitativa de la riqueza.
La lógica darwinista del mercado capitalista neoliberal no solo tiene sus efectos en el área de la salud y en la ruptura del delicado equilibrio de la naturaleza. Ella ha propiciado asimetrías sociales que se manifiestan con más intensidad justamente en aquellos países donde se asienta la mayor explotación de recursos minerales (como en la mayoría de los países africanos), sin que exista un marco legal apropiado que permita una distribución equitativa de la riqueza generada entre todos. No es casualidad, entonces, que en éstos se propaguen enfermedades con más facilidad y tengan, simultáneamente, altos grados de contaminación ambiental, todo en un círculo vicioso que no parece tener, todavía, algún final satisfactorio.
El capitalismo neoliberal, como ya lo han comprobado millones de personas alrededor del mundo, es una esperanza fraudulenta. En todas sus modalidades o mutaciones, el funcionamiento y los efectos del capitalismo han sido altamente nocivos para la existencia humana y la naturaleza, a pesar de los múltiples avances científicos y tecnológicos con que se ha hecho más llevadera la vida, de un modo general, mejor que la vivida en siglos anteriores. Esto último no sería lo cuestionable. Es el hecho que éste engendra, para su propia existencia, una situación de dominación, de explotación y de desigualdad que contradice ampliamente la garantía universalizada de los derechos humanos y de la democracia, lo que explica a grandes rasgos los cuestionamientos y las protestas callejeras que sacuden de vez en cuando la aparente armonía social de muchas naciones (algunas desarrolladas, como Francia); obteniendo como conclusión que el sistema capitalista es la raíz principal de todos los problemas confrontados.
El desmantelamiento del Estado de bienestar -tal como ha sido la aspiración del gran capital en su versión neoliberal desde hace más de treinta años- supone exponer a los sectores populares excluidos y subordinados a toda una serie de privaciones, cuya satisfacción estaría ahora en manos privadas, más interesadas en obtener grandes ganancias que en resolver necesidades. Resalta la importancia de la producción y el consumo como elementos determinantes de la felicidad, la autorrealización y el progreso humano, al mismo tiempo que promueve un inmovilismo social, centrando estos logros en la acción individual.
Por eso, Nancy Fraser, en su libro "Capitalismo caníbal. Cómo nuestro sistema está devorando la democracia, el cuidado y el planeta -y qué podemos hacer al respecto", expone que "el capitalismo es un sistema social caníbal. Devora ritualmente sus propias fuentes de sustento, se alimenta de seres y recursos que están en su periferia (como un agujero negro canibaliza a otros cuerpos celestes) y se come a sí mismo como el Uróboro" (serpiente o dragón engullendo su propia cola). La codicia implícita en todas sus actividades le impulsa a explotar, de ser posible, hasta la extenuación a todos los trabajadores, apenas recompensando su esfuerzo diario, exprimiendo sus energías físicas y mentales hasta dejarlos a su suerte como si fueran objetos desechables, sin dignidad. Pero esto exige un mayor entendimiento por parte de aquellos que sufren sus embates (sean personas o pueblos enteros) más que una mera queja. Solo un cuestionamiento profundo del sistema capitalista -desde sus albores hasta nuestros días- podrá motivar su erradicación, para bien del planeta y de la humanidad. Así, la lógica darwinista que le da existencia al capitalismo podría reemplazarse por una más a favor del desarrollo armonioso y en igualdad de la civilización humana, de manera simultánea con la garantía de preservación de toda vida existente en la naturaleza.