Ante el desconcierto presente, aquí mismo, casi en la punta del continente europeo, para tener una mínima idea sobre lo que está pasando, hay que tener en cuenta ese fenómeno que se ha llamado la globalización. Esta última, dicho brevemente, es el último acto del despliegue del capitalismo, representado por la corte del gran capital, en términos imperialista y totalitarios a nivel mundial. Lo que quiere decir que, con la implantación de este instrumento, ha pasado a ser el amo del mundo. Partiendo de este axioma, se puede encontrar explicación, a poco que se entreabran los ojos, a la situación política en general y, por ende, a la más cercana.
Hasta su pleno desarrollo, el capitalismo tradicional venia mostrando entendimiento con el conservadurismo político para asentar sus posiciones en los distintos países, pero con la nueva política de la globalización, de proyección mundial, apenas tiene sentido semejante entendimiento, puesto que el actual sistema no es compatible con la fortaleza de los Estados. El modelo conservador, al menos de momento, ya no le sirve para la defensa de sus intereses, ya que es conveniente a tal fin cambiar todo para que nada cambie y fragmentar esa idea de unidad del modelo estatal, retornando en lo posible a los modelos de antaño, con sus numerosos señores locales, puesto que así la corte mundial, dado su gran poder, lo tiene mucho más sencillo para fijar su doctrina y asegurarse pleno acatamiento.
El nuevo capitalismo, el de la globalización, astutamente ha promovido el entendimiento con el llamado progresismo político, porque vende más y entretiene a las gentes, por aquello de las ocurrencias de los que mandan, la parafernalia con la que se acompañan, es decir, dar aire a la llamada democracia y a los derechos, temas que ilusionan a la ciudadanía, en tanto que sus empresas incrementan las ventas.
Volviendo al punto inicial y con referencia al reciente proceso electoral, pese a quedar desplazados de la primera posición, los progresistas de ocasión daban saltos mostrando su alegría tan pronto se conocían los resultados, lo que ya daba una pista clara de por donde iba el asunto de mandar. Más tarde, abiertamente declaran con absoluta certeza que van a gobernar, aunque siempre quepa esperar al resultado final. Ambos detalles vienen a enlazar con lo de mantenerse en sintonía con el nuevo capitalismo global, que realmente no conoce de democracia, pero sí de componendas de partido, y mucho menos de derechos. Lo que queda flotando en el ambiente es el malestar social y la desunión, el dominio de los distintos grupos y colectivos sobre el resto de los ciudadanos y el menosprecio hacia la persona no agremiada –el que camina libremente en el marco de la existencia que toca—, todo ello viene muy bien al amo del mundo y mucho más que el Estado se rompa en pedazos territoriales y cada uno marche al aire de sus respectivos caciques, sumisos al mandatario superior.
Se diga lo que se diga, porque para eso está la supuesta libertad de expresión, aunque no afecte a la convicción, el asunto es así de sencillo, no hay que darle vueltas. La ciudadanía queda a la espera del nuevo periodo progresista, continuación del precedente —porque, visto el panorama, apenas queda espacio para entender lo contrario—, respaldado por esas remesas de la generosidad europea, el auge del turismo, las inversiones de los grandes especuladores para barrer los restos del ahorro, las ocurrencias que se venden como progreso —que no son progreso, sino simplemente lo que se entiende como progreso-moda—, las aportaciones mediáticas para pasar el tiempo y poco más. Al final, con el solar vacío de existencia patria, alguien construirá sobre las ruinas y se hará más poderoso. Es el eterno retorno que acecha disfrazado de progreso.