La brutalidad policial y la violencia estructural son acciones legitimadas por el Estado yanqui. Ellas develan los antagonismos de clase y el discurso liberal autoritario que ha privado desde hace más de dos siglos en Estados Unidos. Esto ha tenido su reflejo en la marginalización y la violencia racial histórica aplicadas respecto a los descendientes de los pueblos indígenas, afros, latinos y asiáticos que residen en su suelo, cuya condición de ciudadanos es desconocida por los llamados supremacistas blancos, aun cuando hayan nacido en el mismo territorio que ellos. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, instigado por el presidente Donald Trump, terminó por revelar que el paradigma del cual se jacta Estados Unidos como la más antigua y única democracia existente en el mundo, sólo está orientada a velar por la hegemonía y los intereses de la clase plutocrática que domina dicho país, al mismo tiempo que devela la polarización social, con la tendencia de incrementarse con el tiempo, en un ambiente donde destacan el extremismo, el autoritarismo, la vigilancia gubernamental y la más desvergonzada desinformación.
En resumen hecho por el periodista y comunicólogo uruguayo Aram Aharonian, "la realidad del modelo estadounidense es el enorme poder de los grandes capitales y de sus medios de información dominantes para influir sobre las decisiones políticas e imponer su agenda por encima de la voluntad popular, que en la práctica anula la pretendida igualdad de derechos de los ciudadanos. Y a ello se suma un racismo estructural que mantiene a millones de personas fuera del cuerpo político, condenados a ser carne de cañón para las aventuras imperiales y el negocio de las transnacionales de la guerra y los armamentos". Estados Unidos le ha presentado al mundo, así, una historia falsamente democrática e igualitaria que busca esconder la realidad de ese racismo estructural que sobresale en su superficie cuando la policía hace uso de una violencia extrema contra aquellas personas que no encajan con el fenotipo del wasp (white, anglo-saxon y protestant — 'blanco, anglosajón y protestante'); lo que, gracias a su gran industria ideológica, repercute en la percepción de muchas personas en relación con su propia realidad y la de su país, ilusionados con disfrutar del bienestar material que allí, en igualdad de condiciones y oportunidades, pareciera existir para todos.
La autoglorificación de Estados Unidos como el garante del equilibrio internacional ha repercutido, además, de una manera negativa en los destinos de muchas naciones alrededor del mundo. Esto se expresa en lo que Claudio Katz define como «sistema imperial» que «es la principal estructura de expropiación, coerción y competencia, que apuntalan los grandes capitalistas para preservar sus privilegios». El aparato de coerción internacional que lidera Estados Unidos se basa, más que todo, en la supremacía militar que aún mantiene, sólo que ya no al mismo nivel que antes cuando desembarcaba sus tropas en cualquier región del mundo y hacía alarde de sus ataques con misiles de un modo impune; no como ahora que requiere de la participación de sus socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte o de algún Estado vasallo como Ucrania para confrontar a las potencias que califica de rivales y enemigas.
A partir del 11 de septiembre de 2001, la clase dominante de Estados Unidos logró hacer desaparecer -de un modo casi por completo- la ruptura del consenso interno adverso que ocasionó en su momento la guerra emprendida contra Vietnam. Desde entonces, los jerarcas del Pentágono -como factor imprescindible del imperialismo gringo - asumieron la tarea del reposicionamiento de sus fuerzas militares en todo el espectro mundial. En un primer lugar, en el amplio territorio de nuestra América, y, en un segundo lugar, pero no menos importante, la puesta en marcha de un vasto plan de dominación geopolítica caracterizado por el rediseño de las fronteras existentes, con un énfasis especial en aquellas regiones que contengan en abundancia los recursos naturales necesarios para el sostenimiento del «american way of life». Como una mejor justificación para su implementación, se esgrimió la lucha contra el tráfico internacional de estupefacientes y el terrorismo, en lo que otros, siguiendo lo expuesto en 1996 por Samuel Huntington, han terminado por calificar como choque de civilizaciones.
Como aliciente de su política imperial, las acciones de un terrorismo marginal, generalmente atribuido a grupos de inspiración, aparentemente, islámica, pero que son armados y financiados por sus propios órganos militares y de inteligencia, han contribuido a mantener viva la paranoia desatada a raíz del derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York. Es lo que explica la razón por la cual Israel (una subpotencia imperialista en la región de Oriente Medio) ataca inmisericordemente a las poblaciones palestinas ante la mirada impávida (y cómplice) del resto de naciones. Esto también le sirve para mantener a raya a individuos y agrupaciones que tiendan a desestabilizar el orden constituido, cuyos historiales suelen compartirse en una serie de agencias de seguridad e inteligencia de carácter interno, de una manera más detallados que los elaborados por el Buró Federal de Investigaciones (o FBI) cuando personajes como Charles Chaplin, Malcolm X y Martin Luther King ocupaban la primera plana de las preocupaciones de los gobiernos estadounidenses.
No resulta nada inédito que, como lo afirmó el poeta Rafael Alberti, «Estados Unidos planta por la paz sus pabellones y pide por la paz la Tierra entera» La agenda militarista estadounidense -ahora compartida y ejecutada por la OTAN- está dirigida a este propósito, por lo que le es altamente necesario deshacerse de todo otro poder que pueda entrar en competencia con su hegemonía. Así ello cause una hecatombe de proporciones mundiales, tal como se desprende de las conclusiones de algunos analistas que entreven en la conflictividad y las tensiones generadas en la península de Crimea, el mar de China y, más cercana, geográficamente hablando, en el territorio del Esequibo, donde confluirían las tres potencias principales del planeta junto con sus aliados militares; en un escenario semejante al presentado en los días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial.