El triunfo del diablo, o como EEUU impone su fe al mundo

En su libro «El Monstruo y sus Entrañas», Vladimir Acosta nos hace ver que «los Estados Unidos son una sociedad profundamente religiosa en la que la religión se manifiesta en todas partes y a cada paso; una sociedad atada al cristianismo y a la Biblia, tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento (y en buena medida, como sociedad dominada por el protestantismo, puede decirse que en ella el peso del Antiguo Testamento es incluso mayor que el del Nuevo, que, por supuesto, no es pequeño). Además, ese protestantismo, activo y creativo, se ha reproducido sin parar y también se ha diversificado en una multitud de iglesias y grupos religiosos, de modo que esa presencia y esa dominación se ejercen por medio de una serie de grandes corrientes y una infinidad de sectas medianas y pequeñas de todo tipo y de variados y curiosos nombres; sectas y corrientes que penetran toda la vida cotidiana de los estadounidenses». Gracias a este fundamentalismo cristiano, Estados Unidos se autoglorifica como el garante del equilibrio internacional, en un combate universal del bien (representado por ellos) contra el mal (representado por el resto del mundo en oposición a sus dictados imperiales); lo que algunos, siguiendo lo expuesto en 1996 por Samuel Huntington, han llegado a calificar como un choque de civilizaciones.

Aquí cabe una reflexión, si se quiere, estúpida, dependiendo de quien así la vea: Si «Dios» (en el caso de la cristiandad, Jesucristo; en el de los judíos, Yahvéh; y en el de los musulmanes, Alá, por no incluir los cientos de dioses esparcidos por Asia, África y América) es uno solo y ama a toda la humanidad, ¿por qué debe morir un pueblo a manos de otro para que se crea que su dios es el único y verdadero y quien sí bendice a sus creyentes? Ésta es, en cierta forma, la justificación filosófico-religiosa del destino manifiesto con la cual ha actuado la clase gobernante estadounidense, presentando a Estados Unidos como el segundo pueblo elegido de «Dios», por lo que le es permitido atacar, someter y/o exterminar a cualquier otro pueblo del mundo que no comulgue con sus valores fundamentales. Para lograr implantar esta convicción excepcionalista en el resto de la gente alrededor del planeta, el imperialismo gringo se ha valido, entre otros instrumentos de penetración cultural, de su sofisticada industria cinematográfica, cuyos íconos definen el denominado american way of life, lo que incide en la aculturación presente, en grado creciente, en muchas de nuestras naciones.

Por eso, en «El libro de los abrazos», Eduardo Galeano advirtió que «el sistema nos vacía la memoria, o nos llena de basura la memoria, y así nos enseña a repetir la historia en lugar de hacerla». De ese modo, se crea e impone una historia alternativa donde se invierten los roles, haciendo de los defensores del sistema seres imbuidos siempre de justicia y buenas intenciones frente a sus enemigos, rebeldes y revolucionarios, que encarnan el mal, por lo que es legítimo plantearse y llevar a cabo su eliminación. Sin nada de remordimiento. Esta simpleza ha servido de base para atacar y destruir cualquier tentativa de reclamar los derechos que le asisten a naciones, pueblos, sectores populares y grupos sociales diversos, a pesar de estar plasmados en constituciones y leyes específicas. Tal excepcionalismo lo resumió Jhon Foster Dulles, Secretario de Estado de 1953 a 1959, al expresar: «Para nosotros hay dos clases de personas: los que son cristianos y apoyan la libertad de empresa… y los demás». Para el imperialismo gringo, paladin del sistema capitalista mundial, lo que verdaderamente importa es el funcionamiento y control del mercado y la extracción de plusvalía. Bajo tal esquema, los dictadores tipo Augusto Pinochet serían los de mayor aceptación y respaldo, sin importar mucho los crímenes de lesa humanidad que cometan, en tanto éstos garanticen la protección de los capitales invertidos por sus grandes corporaciones transnacionales.

La horizontalidad desorganizada que pudo generar la globalización económica auspiciada por Estados Unidos y las grandes corporaciones transnacionales, especialmente en las áreas financieras y tecnológicas, hizo que surgieran distintos polos de desarrollo capitalista, siendo Rusia y China los más descollantes, seguidos por Bharat (antigüamente, India), Brasil Sudáfrica, conformando el grupo BRICS y haciendo factible una multipolaridad y un multicentrismo que los capitalistas estadounidenses y europeos, al parecer, no habían anticipado dentro de sus planes hegemónicos. Vale la pena recalcar, esta vez con Claudio Katz, quien en su libro «La crisis del sistema imperial» expone que «la primera potencia ha perdido autoridad y capacidad de intervención. Busca contrarrestar la diseminación del poder mundial y la sistemática erosión de su liderazgo. En las últimas décadas ensayó varios cursos infructuosos para revertir su declive y continúa tanteando esa resurrección. Todas sus acciones se cimentan en el uso de la fuerza. Estados Unidos perdió el control de la política internacional que exhibía en el pasado, pero mantiene un gran poder de fuego. Expande un destructivo arsenal para forzar su propia recomposición. Esa conducta confirma la aterradora dinámica del imperialismo como mecanismo de dominación». Del mismo modo que se nos impone vencer la actitud autodegradante que, de una u otra forma, hemos arrastrado a través de toda nuestra historia común y que ha permitido y legitimado el papel tutelar asumido por Estados Unidos respecto a los países de nuestra América, pisoteando su soberanía y subordinándola a sus intereses geopolíticos y económicos; se impone vencer también la exaltación ultranacionalista (o chovinismo) con que se pretende mantener y profundizar la división de nuestros pueblos, expresada en la xenofobia alimentada por las clases dominantes. Es una lucha que debe abarcar, por igual, los factores políticos, económicos, sociales, culturales y religiosos que han dado fundamento, por más de un siglo, al dominio imperialista de Estados Unidos sobre nuestras naciones, descubriendo sus raíces y sus efectos en nuestro devenir y nuestras psiques.



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Homar Garcés


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