Brígida y el Padre de la Patria

"–Hija, yo no soy tu amo, sino tu amigo, tu hermano"

Carlos Manuel de Céspedes

Carlos Manuel de Céspedes es quizás el patriota cubano menos conocido y citado por los extranjeros a la hora de referirse a la historia de la independencia cubana. Sin embargo, él lleva en sí el honor y la gloria que representa el reconocimiento temprano como Padre de la Patria.

Su rebeldía jalonó su trayectoria revolucionaria y fue un iluminado cuando proclamó en reunión de conspiradores el 4 de agosto de 1868 las frases lapidarias sobre el coloniaje español: "Señores: La hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!"

Y su grandeza de espíritu rebelde le llevó a proclamar el grito de independencia de Cuba, desde su ingenio La Demajagua, el 10 de octubre de 1868, con este manifiesto: "Ciudadanos, hasta este momento habéis sido esclavos míos. Desde ahora, sois tan libres como yo. Cuba necesita de todos sus hijos para conquistar la independencia. Los que me quieran seguir que me sigan, los que se quieran quedar que se queden, todos seguirán tan libres como los demás".

En aquel memorable día convocaba sólo a un pequeño contingente de hombres revolucionarios libres y a su dotación de esclavos, apenas una gota frente al océano poderoso español. Y así se dio inicio a la primera guerra de independencia cubana que duraría diez años.

José Martí lo caracterizó certeramente cuando expresó el 10 de octubre de 1883: "Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros, para saber cuál fue la fortaleza del que, sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a un tigre su último cachorro".

Los días y años siguientes a aquel acto libertario fueron jalonados de derrotas y victorias, de una epopeya heroica frente al descomunal poderío español, de falta de una solidaridad efectiva sustentada en la beligerancia material de los gobiernos de los países latinoamericanos y, por supuesto, de los gobiernos de los Estados Unidos.

En abril de 1869 se proclamó la República de Cuba en armas y fue electo como el primer presidente de la misma, según lo establecido en la primera Constitución aprobada por la Asamblea de Representantes reunida en el poblado de Guáimaro, Camagüey.

Desde esa fecha Céspedes tuvo que librar una lucha interior para poder cumplir su misión, así como una lucha mayor para conducir el proceso revolucionario complejo matizado por la falta de recursos materiales de todo tipo, las disensiones en el seno revolucionario en el interior y en el exterior, y las ambiciones y cegueras políticas de connotados personajes dentro de las filas de la revolución.

Así pasó el tiempo hasta que en octubre de 1873 fue destituido del cargo en una conjura político-militar. A partir de entonces comenzó su peregrinaje por parajes de la Sierra Maestra, con escasa protección armada.

Sin embargo, todos esos acontecimientos son de los más hermosos y aleccionadores de la historia de una guerra que en sus cinco años mostró la grandeza y heroicidad del pueblo cubano.

Hoy como homenaje al día del levantamiento armado del 10 de octubre, sólo expondré un pequeño relato de la vida del patriota que pocos días después, el 27 de febrero de 1874 moriría peleando solo, sin rendirse como le conminaban, y disparando al enemigo español. Era un lugar intrincado conocido como San Lorenzo en la Sierra Maestra del oriente cubano.

El hecho ocurrió el jueves 19 de febrero de 1874, es decir, 9 días antes de su caída en combate.

Aquella noche el ex presidente Céspedes se preparaba para presenciar el baile que se celebraría en el campamento, después de la comida. Estaba aquejado de una atormentadora jaqueca, que era un viejo padecimiento.

El baile se efectuó en la enramada construida por los libertos. Se agrandó algo y mejoró en su construcción el bohío. Sendas varas largas y gruesas, sin descortezar, colocadas sobre travesaños puestos en estacas clavadas en el suelo, hacían funciones de asientos. El alumbrado, de velas de cera pegadas a las horquetas de la enramada, se apagó varias veces a causa del viento y dejó a oscuras a los danzantes.

La orquesta quedó completa con una bandola y con una botella rascada con un cuchillo.

Entre los asistentes escaseaban los hombres. Era notable lo abigarrado de la concurrencia femenina: en lo de colores había para todos los gustos, desde el más puro caucásico hasta el más retinto africano. En las modas ninguna podía quejarse: todas estaban debida y legítimamente representadas, sin distinción de épocas, merced a los saqueos de los mambises en las poblaciones atacadas.

El baile empezó y se sostuvo con cinco parejas en que alternaban las damas con parsimonia.

Carlos Manuel entró en el salón antes de empezar la danza y saludó a todos, quitándose la gorra con cortés respetuosidad. Luego recorrió la fila de señoras, que le recibieron sentadas con mucho aplomo. A todas, una por una, le estrechó la mano, y se informó de la salud y la de su familia. La gente se sintió halagada por la cortesía del presidente. Por último, se sentó entre dos etíopes y entabló con ellas una amena conversación. Lo mismo hizo, por turno, con todas las demás concurrentes. Se bailó con mucha animación danzas, valses y fandangos.

Los libertos tenían otro baile en un rancho lejano. Con este motivo pasó una escena chistosa. Carlos Manuel estaba sentado junto a una de las niñas más bellas, cuando la liberta Brígida, negra francesa de gran jeta y formas nada femeninas, se asomó por una de las aberturas que hacían las pencas de la glorieta y le dijo en su jerga con voz un tanto doliente.

–Presidente, hágame el favor de salir a oírme una palabra.

Carlos Manuel salió muy risueño con la ocurrencia. Brígida le tomó la mano y dijo:

–Mi Presidente, mi amo, nosotros venimos aquí a bailar siempre para divertirlo a usted, con quien únicamente queremos tener que hacer, y esta noche, porque están aquí estas gentes, nos manda el Prefecto a bailar lejos, donde estamos con mucha molestia. Yo sé bailar danza y vals. Pero nosotros nos conformamos con que nos dejen poner nuestro baile en la cocina.

–Hija, –le contestó Céspedes– yo no soy tu amo, sino tu amigo, tu hermano, y veré con el Prefecto qué es lo que pasa; porque él es el que gobierna.

Más tarde Carlos Manuel habló con el Prefecto. Éste le manifestó que las había hecho retirar a alguna distancia, porque la música era muy ruidosa y las tumbas ahogaban el sonido de la bandola. Le prometió que él arreglaría eso y así lo hizo.

Carlos Manuel se retiró temprano, pues la jaqueca lo obligó a ello, con sus dolores y náuseas.

El tango siguió. Con el ruido, como es de suponer, nadie podía dormir, a menos que estuviera muerto de sueño.



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Wilkie Delgado Correa


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