Difícil hablar de un muerto y más aún si éste asesinó a sangre fría a 32 compañeros antes de suicidarse. Un tema duro y conmovedor como este puede hacernos derivar fácilmente en la especulación, o conducirnos a hacer un juicio ligero sobre un hecho tal vez mucho más catastrófico de lo que parece.
Cho Seung-hui tenía veintitrés años y suficiente resentimiento en su interior como para planificar y ejecutar el sangriento episodio que lo llevó a ser noticia esta semana. Dejó testimonio escrito y fotografiado de su rabia, de su premeditado interés porque el mundo conociera su razón: "ustedes han tenido cien mil millones de oportunidades y maneras de evitar lo de hoy, pero han decidido derramar mi sangre. Me han acorralado en una esquina y me han dejado sólo una opción. La decisión fue de ustedes. Ahora tienen sangre en sus manos que nunca podrán lavar", le escribió a la NBC.
Se ha hablado mucho en estos días del carácter reservado y hasta huraño de Cho Seunghui; sobre su comportamiento errático y sus perturbadores poemas; sobre su aislamiento social y su poca capacidad para mantener relaciones armónicas. A la masacre de la universidad de Virginia se le ha pretendido presentar como el producto de la mente perturbada de un inmigrante asiático, exclusivamente.
Poco se menciona qué provocó el aislamiento de Cho ni las razones de su ira y su locura. Más allá de que esta nueva tragedia ocurrió en el país donde se suceden con más frecuencia este tipo de episodios de violencia juvenil, que cobran cada vez mayor número de víctimas, el suceso tiene que conmover los cimientos, no sólo de esa sociedad capaz de convertir en un engendro diabólico a un muchacho, sino de todas las colectividades que, como la nuestra, le rinden culto a la violencia.
Todavía los psicólogos y los sociólogos no se han sentado a analizar en profundidad sobre el futuro de estas generaciones jóvenes, altamente tecnificadas y permanentemente alienadas por el uso constante de toda clase de aparatos que sólo sirven para profundizar su aislamiento: los jóvenes de hoy no conversan, se mandan mensajes de textos; no socializan en ninguna parte porque tienen constantemente pegado al oído el audífono de su MP3 o su Ipod; no leen porque Internet les da los libros resumidos; no juegan perinola ni montan bicicleta porque los videojuegos los mantienen todo el día pegados a una cónsola, con su tremenda carga de violencia y agresión; no ven películas sino bodrios llenos de sangre capaces de quitarle el sueño a cualquiera; no son solidarios porque la competitividad los convierte en individuos egoístas.
Yo no sé si Seung-hui era sólo un perturbado mental sin remedio, como tantos que debe haber por ahí, pero de lo que sí estoy segura es que estas sociedades podridas en que vivimos gestan a cada hora un desadaptado. Esos a quienes se les desorbitan los ojos soñando con ver pasar el cadáver de su enemigo político frente a su puerta; aquellos que son capaces de matar por un rayón en el carro o los otros que planifican muertos en manifestaciones. La diferencia entre unos y otros no es muy grande. Es nuestra la responsabilidad de drenar esa locura antes de que sea tan tarde como lo fue para Cho.