La Declaración Balfour vino a constituir una realidad impuesta a los pueblos del Medio Oriente, basada más en un deseo por complacer a los judíos (o, supuestamente judíos, dada la dificultad histórica de establecer su verdadero origen judío, tras el genocidio cometido por las huestes romanas comandadas por Tito en el año 70 de la era común), quienes comenzaron a darle forma a las ideas nacionalistas expuestas por Theodore Herzl en su pretensión de crear el Estado judío en tierras de Palestina. En un primer momento, la declaración del gobierno inglés estuvo dirigida a obtener de los poderosos empresarios judíos su oportuna contribución financiera al esfuerzo bélico durante la Primera Guerra Mundial. Con ello en mente, nació el imperativo moral de las potencias aliadas de concretar la vieja aspiración de la Organización Mundial Sionista, reunida en 1897, de “readquirir” las tierras bíblicas que pertenecieran a sus antepasados, aun cuando habrían pasado unos dos mil años de una ausencia bastante notoria y documentada, por cierto.
En la carta dirigida por Arthur James Balfour, Secretario de Relaciones Exteriores del imperio británico, el 2 de noviembre de 1917 a Lord Edmond James Rothschild, a la sazón presidente de la Federación Sionista de Gran Bretaña, se enunciaba que quedaba “claramente entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no-judías existentes en Palestina, o los derechos y status político de que gozan los judíos en cualquier otro país”, representando desde entonces el soporte legalizado con que se le dio nacimiento al actual Estado de Israel, no obstante ser la población judía apenas un 9% en un territorio de un 3,5 % de Palestina. Sin embargo, otros antecedentes, de muchos años atrás, dan cuenta del empeño de ciertos milenaristas que, creyendo adelantar las condiciones bíblicas acerca del fin de los tiempos profetizado en el libro de Apocalipsis (como ahora con George W. Bush y sus inmediatos colaboradores de la Casa Blanca ), vieron la conveniencia de facilitar el retorno de los judíos a la tierra prometida. Una cuestión que fue repitiéndose con cierta regularidad, al igual que los progroms o persecuciones y deportaciones de judíos ordenadas por los diferentes gobiernos europeos, ligándose en ella elementos religiosos y otros de abierta utilidad política, bajo la convicción de ser los judíos un pueblo sin país para un país (Palestina) sin pueblo. Entre éstos, se cuenta el Memorando Blackstone, en el cual se le propone en 1891 al Presidente de Estados Unidos convoque una conferencia internacional donde se aborde la restauración de Palestina al “pueblo elegido de Dios”, siendo base del patrocinio estadounidense a tal idea desde esa época. Estos factores -unidos al escandaloso genocidio del cual fueran víctimas algunos miles de judíos a manos de las hordas hitlerianas (sin ser ellos sus únicas víctimas)- facilitaron que éstos pudieran establecerse como colonos en aquellas tierras, generando desde entonces una situación de violencia permanente, donde la población árabe ha sido víctima constante del terrorismo sionista.
Esta situación de violencia permanente, donde un pueblo es atropellado vil e impunemente, sin que haya una acción decidida de la comunidad internacional para impedirlo, tiene el claro propósito de desalojar definitivamente a quienes vivieron secularmente en estas tierras, en este caso, a los palestinos, haciendo gala de un nacionalismo fascista innegable de parte de quienes dirigen el Estado de Israel. Las denuncias y advertencias vertidas al respecto han motivado como respuesta la acusación de antisemitismo, lo cual les ha servido como excusa a los sionistas (no los judíos o hebreos, como se quiere hacer creer) y como chantaje emocional al rememorar lo del Holocausto, restándole a los árabes su condición de pueblo semita que les corresponde por ser descendientes del patriarca Abraham, resultando que la mayoría de los judíos asentados en Palestina proviene de Europa. Esta línea de conducta la marcó el mismo Herzl al decir que era esencial que los sufrimientos de los judíos empeorasen, induciendo el antisemitismo. “El antisemitismo -diría- nos ayudará a fortalecer la persecución y opresión de los judíos. El antisemitismo será nuestro mayor apoyo”. A ello se uniría la decisión de expulsar a los pobladores seculares de Palestina, expuesta por David Ben Gurión en mayo de 1948: “Debemos utilizar el terror, el asesinato, la intimidación, la confiscación de tierras y el corte de todos los servicios sociales para deshacernos de la población árabe de Galilea”. Otro tanto afirmaría Golda Meir, para quien la cosa parecía más simple: “No es que había un pueblo palestino en Palestina, que se consideraba como pueblo palestino, y entonces llegamos nosotros y los expulsamos y les quitamos su país. Ellos no existen”. Así que el sionismo es nada más y nada menos que un nacionalismo racista, deleznable y condenable desde todo punto de vista, como lo determinara una de las resoluciones de la ONU ; un antisemitismo aplicado, precisamente, contra los pueblos semitas originarios, esto es, los árabes de Medio Oriente.
En la actualidad, este mismo antisemitismo se utiliza para reforzar la política expansionista israelita, secundada por Washington, logrando -incluso- que se juzgue a árabes y musulmanes como equivalentes de terroristas, aprovechando el control de los medios industriales de información que sesgan todo lo referente a la grave situación de violación sistemática de los derechos humanos de los palestinos al defender las tierras de sus ancestros. Esto también vale para descalificar el apoyo a los árabes reprimidos a diario por los soldados sionistas, sin importar si en la misma mueren niños y adultos desarmados; lo cual sería respaldar, en consecuencia, al terrorismo, argumento muy de moda que pretende ignorar, a su vez, el terrorismo de Estado también implementado por Estados Unidos y sus socios europeos.-
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