Los atentados aéreos del 11 de septiembre en Nueva York, fueron la "oportunidad de oro" del gobierno de George W. Bush, para refundar el sistema de dominación mundial estadounidense. Hoy, todo indica, que Bush no supo aprovechar la coyuntura y que, con los atentados de Bagdad y Jerusalén la hegemonía unilateral de Washington llegó a su fin.
Las implicaciones estratégicas de la destrucción del cuartel de las Naciones Unidas (ONU) en Bagdad y de dos autobuses en Jerusalén, con bombas, son trascendentales: significan, entre otras, el fracaso regional de la metodología del proyecto neofascista global de Bush-Blair-Aznar-Berlusconi-Sharon.
La selección de la ONU como blanco del ataque es el resultado directo del naufragio de esa metodología y su indicador más espectacular, la patente incapacidad de Washington y Londres, de proteger a sus propias tropas.
Ese nivel de vulnerabilidad se ha extendido durante los últimos días a la misma razón de la guerra: el petróleo y el gas. Los recurrentes atentados a los pipelines de ambos energéticos han generado un triple obstáculo a los intereses económicos de las fuerzas de ocupación.
1. La inseguridad del suministro iraquí ha contribuido a mantener los precios respectivos en el mercado mundial a la alza. 2. La falta de exportación ha sido un impedimento al ingreso de divisas a Irak. El pago del aparato de ocupación y del nuevo-viejo Estado iraquí ha sido financiado, en gran parte, con el dinero confiscado al exgobierno de Saddam y con fondos estadounidenses. Sin embargo, estos fondos se están acabando y la carga fiscal para Washington se vuelve insostenible. 3. La inversión privada externa no se concretizará, mientras no existan condiciones mínimas de seguridad.
La voladura de un acueducto en el mismo corazón de Bagdad, la semana pasada, los sabotajes a la infraestructura de electricidad, el atentado contra la embajada de Jordania y los asesinatos de funcionarios y hombres de negocio internacionales, habían enviado el mismo mensaje al mundo: que las fuerzas de ocupación, incapaces de protegerse a sí mismas y a agencias civiles, al petróleo, al agua y a la electricidad, estaban perdiendo la batalla contra la resistencia.
Ante este panorama de una derrota estratégica, el gobierno de Bush tiene tres salidas posibles: a) la movilización general de sus Fuerzas Armadas, b) la retirada incondicional, como la de Ronald Reagan en Beirut, en 1982, y, c) la recomposición de sus maltrechas fuerzas mediante la internacionalización del conflicto, es decir, de la carne de cañón que debe guardar sus intereses energéticos y de reestructuración en Medio Oriente.
La primera y segunda opción son políticamente inviables y la tercera sufre, en términos bíblicos, del pecado original del gobierno Bush: un colectivo conductor, dominado por la mediocridad intelectual, el chovinismo y la falta de ética, que no quiere aceptar, que su única salida posible, la internacionalización, solo es viable si comparte el botín con los Estados más poderosos de la coalición antiestadounidense de preguerra: Alemania, Francia y Rusia.
Indispuesta a hacer concesiones sustanciales a sus rivales europeos, la Casa Blanca trata de conseguir la carne de cañón necesaria, torciéndole el brazo a los gobiernos de las repúblicas bananeras. Algunos gobiernos centroamericanos enviaron contingentes simbólicos, al igual que Italia, España, Dinamarca, Australia y algunos Estados exsocialistas de Europa oriental.
Sin embargo, esas tropas no tienen importancia militar alguna y, por lo tanto, Washington pidió a la dictadura militar del general Pervez Musharraf en Pakistán, el envío de doce mil soldados, al régimen turco treinta mil y a la India y Bangladesh otras tantas.
Esa desesperada maniobra de movilización de refuerzos estratégicos, conceptualizada sobre un mínimo de alrededor de cien mil soldados, a fin de devolverle a las fuerzas de ocupación la iniciativa estratégica y generar una semblanza de seguridad y estabilidad que permita la explotación económica del país, viene a destiempo.
Tal coalición tenía que haberse construido antes de la invasión, en un momento de protagonismo y fuerza de Washington; pero las quimeras de las irresistibles tecnologías militares estadounidenses y la creencia en las mentiras autogeneradas, no permitían estratagemas racionales en un gabinete caracterizado por su unidimensionalidad intelectual y deplorable estado de software cultural.
Hoy, el Save our Souls (S.O.S.) de los invasores tiene que negociarse desde una posición de debilidad, y los gobiernos alemán y francés no están dispuestos a desaprovechar la gran coyuntura, para emanciparse del hermano mayor en la Casa Blanca y cimentar su liderazgo en Europa, frente al debilitado eje Blair-Aznar- Berlusconi.
La planificación de la posición franco-alemana frente a su "oportunidad de oro" se lleva a cabo actualmente entre el Quai d´Orsai en Paris y el Auswaertiges Amt (Relaciones Exteriores) en Berlín. Cinco puntos esenciales forman la espina dorsal de la posición compartida que se resume en la frase, "ninguna participación, sin representación" ("no participation, without representation").
En el encuentro entre el canciller alemán Schroeder, y el presidente Bush, en la reunión de la ONU en septiembre, y en la conferencia internacional de financiamiento de la reconstrucción de Irak, en octubre, esta posición será la base de negociación entre ambos bloques imperiales: ayuda a Washington sólo bajo la entrega de la hegemonía del proceso a la ONU, es decir, a las potencias dominantes del capitalismo global, representadas en el Consejo de Seguridad y el grupo G-8.
El fin del unilateralismo estadounidense lleva, por supuesto, a la configuración definitiva del nuevo orden mundial, posterior a la caída de la Unión Soviética. Washington puede vanagloriarse de haber ganado la "guerra fría"; pero si ganó esa guerra, perdió definitivamente la paz.
El mundo tripolar es ya un hecho irreversible y la derrota de la comparsería europea que acompañó a Washington en su anacrónico intento neofascista, de reestructurar militarmente regiones enteras del planeta conforme a sus intereses geoestratégicos, establece el eje Paris-Berlín como centro del nuevo imperialismo europeo, que pronto estará a la par con Washington.
Otra gran víctima del fracaso en Irak, es la estrategia de "terror y pavor" (shock and awe) que aplicó el Pentágono en Afganistán e Irak y el Primero Ministro israelí, Ariel Sharon, en Palestina. La estrategia de shock and awe nació del escenario de la resistencia militar japonesa a finales de la Segunda Guerra Mundial. Ante la interrogante, de ¿cómo convertir una resistencia de inmolación en una capitulación incondicional?, la respuesta fue dada con las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki.
Esa doctrina política-militar ha fracasado en los tres países mencionados. Y, al fracasar, ha demostrado una vez más las limitaciones del poder militar para resolver determinados tipos de conflictos sociales. Esa lección se ha repetido innumerables veces en la historia, pero los neófitos del poder vuelven, una y otra vez, a la equivocada lectura militarista ("terror y pavor") de la doctrina del estratega Sun Tzu, de que "la mejor batalla es la que no tiene que hacerse".
La capacidad de Washington, de imponer por la vía unilateral y militar, su voluntad a otro país, es otro costo del naufragio. Tal política respondía adecuadamente a la era, cuando los Estados nacionales fueron los sujetos determinantes de la política internacional. Hoy día, ese papel ha sido ocupado por los Estados regionales. Por eso, la negación del Consejo de Seguridad de la ONU por Washington, en la fase prebélica del conflicto, muestra el anacronismo imperante en las cabezas de la Casa Blanca que se resisten a reconocer a un mundo multipolar, en el cual la fuerza del Estado nacional es insuficiente para determinar la historia global.
Otra implicación estratégica de los últimos acontecimientos, es la conceptualización de Irak y Afganistán como escenarios idóneos para desgastar a Estados Unidos en una guerra de atrición. Las fuerzas integristas islámicas y, también, anticoloniales, definirán de manera creciente a toda la región como campo de batalla sustitutivo (surrogate battleground) del conflicto entre el mundo islámico y Occidente.
La noción de desgastar a un rival en una guerra "sustitutiva" ha sido, por supuesto, una constante en la política mundial. Stalin nunca abandonó la sospecha, de que Washington y Londres pospusieron deliberadamente la apertura del frente occidental, para que las fuerzas de la Unión Soviética y de Alemania se destruyeran entre sí, para facilitar el dominio angloestadounidense de posguerra.
Washington usó la misma estrategia para debilitar a Irán e Irak después de la revolución de los ayatollas, usando a su pelele Saddam Hussein en una prolongada agresión bélica contra Irán y Ronald Reagan aplicó el mismo estratagema contra la URSS.
Cuando a mediados de los años ochenta la URSS buscaba una salida negociada a su ocupación de Afganistán, Reagan dio ordenes de impedir cualquier solución pactada, para destruir la URSS a través de la sangría económica que significaba la guerra.
Debido a la política de Bush, el futuro de Medio Oriente y Asia Central es incierto y se dirime entre cuatro intereses y paradigmas estratégicos: 1. el imperialismo sionista con su visión integrista-totalitaria; 2. el integrismo anti-colonial y, por lo tanto, anti- occidental, de tipo Al Quaida que sueña, en sus deliberaciones más visionarias con un bloque islámico, basado en el poder monetario de los petrodólares de Arabia Saudita e Irak, el poder demográfico de un mundo islámico unido y el poder de las armas nucleares de Pakistán; 3. el neocolonialismo estadounidense con métodos neofascistas y, 4. la modernización capitalista nacionalista y formaldemocrática, tal como profesan determinados sectores de la revolución iraní.
La política de Bush y sus aliados internacionales está produciendo el mundo que su propaganda pretende combatir. En Irak, la dictadura secular del partido Baath ha sido remplazada por la anarquía de la ocupación, con múltiples focos armados que buscan establecer los derechos de gobierno de la mayoría (shiitas), mantener la dominación de la minoría (sunnis), institucionalizar los derechos a la soberanía nacional (kurdos) o establecer una dictadura teocrática (integristas).
Lo que aparece en status nascendi en Irak ya es realidad en Afganistán. El país se encuentra repartido entre los señores regionales (warlords) que disfrutan la única rama de la economía que florece: el narcotráfico. Prácticamente erradicada bajo el terrorismo de Estado de los Talibanes, la producción de heroína ha vuelto a dominar el mercado mundial, con ganancias estimadas de 1.2 mil millones de dólares.
El negocio se desarrolla sin interferencia de Washington, porque según la revista Newsweek, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld no quiere, que las tropas estadounidenses se ocupen de los narcoproductores y traficantes, para no distraerse de su tarea principal: capturar y matar a terroristas.
En Palestina, la política de Washington y de Tel Aviv tiende, igualmente, hacia la creación de un escenario de guerra civil (road map), concebido para la destrucción mutua de las diversas fracciones de la resistencia palestina.
En Colombia, la situación es semejante: guerra de exterminio contra las organizaciones populares; militarización de todas las facetas de la vida social; legalización de los escuadrones de la muerte, las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que controlan alrededor del cincuenta por ciento del tráfico de drogas y mantenimiento de los niveles de producción de coca que se ha sostenido virtualmente en el nivel que imperaba antes de las fumigaciones estadounidenses en el año de 2000.
La política de "terror y pavor", vista por los arquitectos del proyecto neofascista como la panacea de su realización, pone al mundo entero ante la alternativa, de enfrentarse o hacerse cómplice.
En esta situación, la resistencia de los pueblos, la posición de los ciudadanos estadounidenses y las decisiones de Europa serán decisivas para el futuro de la humanidad.