A diferencia de la mayor parte de los países latinoamericanos, Colombia nunca ha experimentado la modernización de su sistema político. Desde el siglo XIX, los partidos liberal y conservador, dirigidos por las oligarquías urbana y rural, han controlado el proceso político por medio de la violencia y del clientelismo.
En Colombia, la clase media y la clase trabajadora, los partidos revolucionarios y los reformistas de izquierda han sido reprimidos y marginados violentamente, en contraste con la diferenciación política que tuvo lugar en Chile o Argentina a principios del siglo XX. No se permitió que ningún partido laborista, socialdemócrata o marxista tuviera representación y legitimidad, a diferencia de las experiencias en Brasil, Venezuela, Perú, Bolivia y otros lugares de América del Sur. El sistema bipartidista basado en las élites familiares oligárquicas no se instauró para acomodar y aceptar los desafíos de la clase trabajadora urbana y los movimientos rurales de campesinos que surgen en el período posterior a la II Guerra Mundial. En Colombia la resistencia a la representación social plural y a un sistema pluripartidista capaz de recoger los intereses de las clases más bajas tomó la forma de violencia y guerra civil a medida que los partidos liberal y conservador recurrieron al derramamiento masivo de sangre en los años 50 para resolver cuál de las dos facciones de la clase dominante gobernaría. El resultado fue un pacto entre los dos partidos para alternarse en la presidencia. El punto teórico clave en todo esto es que la unidad en el seno las élites colombianas se basó en el gobierno por medio de la violencia masiva, la exclusión social y el monopolio del poder político.
La transición fallida de Colombia a la modernidad se basó exclusivamente en la introducción selectiva de instituciones occidentales de contrainsurgencia por parte de una oligarquía tradicional con vocación política de exclusión de las masas populares. Esta herencia histórica de continuidad de los partidos oligárquicos y la violencia generalizada proporciona el marco en que se llevan a cabo actualmente las elecciones y en que operan los escuadrones de la muerte.
El estudio de Calvo Ospina proporciona los datos que explican la influencia generalizada del Gobierno de EE UU en la política colombiana. Todo el alto mando militar con mando de tropa y control de los servicios secretos estratégicos ha pasado por programas militares y de adoctrinamiento estadounidenses. De hecho, la asistencia a dichos programas y la certificación que otorga EE UU son elementos necesarios para ascender en la carrera militar. Un elemento básico de estos programas de formación es la contrainsurgencia, es decir la formación de los oficiales colombianos en la represión violenta de cualquier movimiento de masas que desafíe a la oligarquía nacional aliada de Washington. Las estrategias que enseñan los instructores militares de EE UU incluyen el reclutamiento y el encuadramiento militar de los escuadrones de la muerte paramilitares, y los oficiales jóvenes de menor graduación son preseleccionados por los militares estadounidenses en función de su lealtad política a EE UU y su buena disposición hacia la guerra contra la izquierda y los movimientos de masas que desarrollan sus propios compatriotas. Calvo Ospina proporciona numerosos ejemplos de generales colombianos que siguen esta senda en su carrera: primero, la selección y la formación en las altas escuelas militares de EE UU; más tarde, el mando de tropas y la protección y formación de escuadrones de la muerte; luego, la autoría de matanzas múltiples contra civiles, la recepción de numerosas condecoraciones por parte de los presidentes colombianos y de los dignatarios políticos y militares estadounidenses (pág. 213).
El estudio de Calvo Ospina es rico en testimonios, documentos, artículos periodísticos, informes de testigos oculares e investigaciones de violaciones de derechos humanos que detallan los vínculos orgánicos entre el Gobierno colombiano (incluido el propio gabinete de Uribe), los más de 60 miembros del Congreso colombiano (aliados de Uribe), los gobernadores y alcaldes de derechas, y los escuadrones de la muerte, que cuentan con más de 30.000 miembros y cuya agrupación principal son las denominadas Autodefensas Unidas de Colombia. De hecho, el ascenso de Uribe de gobernador de Antioquia a la Presidencia estuvo vinculado a sus relaciones con los escuadrones de la muerte (pág. 235). El estudio de Calvo Ospina desmiente la pretensión de que los escuadrones de la muerte funcionen con independencia del Estado. No solamente son los escuadrones de la muerte un brazo del Estado, sino que también desempeñan un papel importante como vínculo de la oligarquía y la élite política con el multimillonario negocio del narcotráfico. El libro proporciona un claro relato de la compleja red de elites, compuesta por la clase gobernante colombiana, el aparato imperial de EE UU y el ejército colombiano. Mientras que los escuadrones de la muerte desempeñaban un papel importante en la matanza de miles de líderes populares y en la expropiación de tres millones de campesinos, recibieron el apoyo de la oligarquía colombiana. Una vez que los militares y el gobierno, gracias a los 5.000 millones de dólares de ayuda militar de EE UU, conquistaron las regiones disputadas a la guerrilla, se desmovilizó en parte a los escuadrones de la muerte. El auge y el declive de los escuadrones de la muerte fueron claramente resultado de la política de EE UU y del gobierno colombiano: eran instrumentos tácticos diseñados para llevar a cabo las tareas más sangrientas de purga de la sociedad civil de la oposición popular y de masas. El detallado análisis de Calvo Ospina de la horrorosa violación de los derechos humanos en los primeros cinco años de gobierno de Uribe proporciona un claro contraste al aluvión de propaganda favorable que recibe esa macabra figura por parte de Bush, Sarkozy, Zapatero, Chávez y Castro, entre otros, desde la liberación de la rehén franco-colombiana Ingrid Betancourt. Durante los primeros tres años de gobierno de Uribe (agosto 2002–diciembre 2005) más de un millón de colombianos fueron desplazados por la fuerza, en su mayor parte campesinos que fueron desarraigados violentamente y expropiados de sus tierras y hogares por los escuadrones de la muerte y los militares, que se apoderaron luego de sus tierras con el pretexto de eliminar a partidarios potenciales de las FARC y otros movimientos sociales. Los campesinos –ahora convertidos en precaristas urbanos– que se convirtieron en líderes locales, fueron asesinados posteriormente por la policía política secreta del régimen (DAS) o por los escuadrones de la muerte. El régimen de Uribe ha asesinado a más de 500 activistas y líderes sindicales desde su llegada al poder en 2003. Uno de éstos resume de forma sucinta las tenebrosas opciones políticas para los activistas colombianos: "En Colombia es más fácil organizar una guerrilla que un sindicato. Cualquier persona que ponga en duda esto debería intentar organizar uno en su lugar de trabajo." (pág. 348). Según la Unión Europea, más de 300 activistas de los derechos humanos fueron asesinados por el régimen de Uribe en su primer mandato (pág. 349). En los primeros dos años de su régimen, Uribe era responsable del asesinato o de la desaparición de 6.148 civiles desarmados en circunstancias de no combate.
La utilización de escuadrones paramilitares de muerte promovidos, financiados y protegidos por el gobierno de Uribe para asesinar y desaparecer a los líderes populares sirve a varios objetivos políticos estratégicos: por una parte, permite que el gobierno rebaje el número de violaciones de los derechos humanos atribuidos a las fuerzas armadas colombianas; por otra parte, facilita el uso generalizado de tácticas terroristas extremas –como amputaciones y visualización pública de cadáveres desmembrados– con el fin de intimidar a comunidades enteras (guerra psicológica); y por último, crea el mito de que el régimen es centrista: opuesto a la extrema izquierda, las FARC en este caso; y a la extrema derecha, los escuadrones de la muerte, especialmente las AUC. Esta pretensión es particularmente efectiva en el fomento de las relaciones diplomáticas del régimen con EE UU y Europa, y proporciona una coartada conveniente para los liberales y los socialdemócratas que facilitan a Colombia la ayuda militar y económica.
El estudio de Calvo Ospina de las relaciones entre EE UU y Colombia proporciona una útil perspectiva de los beneficios mutuos para las clases altas de Colombia y para el Imperio. Los escuadrones de la muerte fueron organizados originalmente por las elites colombianas para destruir los movimientos campesinos que exigían la reforma agraria. Con la entrada masiva de 6.000 millones de dólares en ayuda militar y algunos miles de miembros de las fuerzas especiales de EE UU, los escuadrones de la muerte pasaron de ser pequeñas bandas dispersas de asesinos locales a ser una extensión centralizada, compuesta por 30.000 miembros, de las fuerzas de contrainsurgencia estadounidenses y colombianas, orientada exclusivamente al exterminio de pueblos y organizaciones sociales en las regiones de influencia guerrillera. El estudio de Calvo Ospina resalta el papel central de la clase dominante colombiana así como de los militares estadounidenses en el crecimiento del estado terrorista totalitario. Su estudio rechaza claramente la opinión simplista de muchas personas de izquierdas que consideran la opresión, la explotación y el terror simplemente como elementos impuestos por fuerzas exteriores imperialistas. El punto teórico es que la entrada, la expansión y el influyente papel de las fuerzas militares estadounidenses fueron posibles porque coincidían con los intereses y las necesidades a largo plazo y a gran escala de la clase dirigente colombiana.
La contribución más importante del estudio que realiza Calvo Ospina de la política colombiana es su explicación de la construcción y elaboración de un régimen terrorista totalitario, con la colaboración y el apoyo abiertos de las democracias capitalistas de EE UU, Europa y América Latina.
La infraestructura del terror totalitario define los límites, el contenido y los participantes de la política electoral. Incluye, entre otros, el gobierno por decreto presidencial que suspende todas las garantías constitucionales (pág. 295), una red de policía secreta a escala nacional 1,6 millones de confidentes (pág. 296), campesinos reclutados a la fuerza y obligados a actuar como colaboradores militares locales (Programa Soldados de Mi Pueblo) en 500 de los 1.096 municipios de Colombia, 30.000 miembros de los escuadrones de la muerte formados y armados por el ejército, 300.000 miembros activos del ejército, el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad), y decenas de miles de policías secretos. Las milicias privadas de terratenientes, banqueros y directivos empresariales que incluyen agencias privadas de seguridad superan el número de 150.000 pistoleros.
Colombia es el país más militarizado de América Latina. El Congreso, el electorado, la judicatura y la función pública no efectúan ningún control efectivo. Las protecciones constitucionales son totalmente inexistentes. El alcance y la profundidad de las violaciones de los derechos humanos exceden las de cualquier otra dictadura militar latinoamericana reciente, incluidas las de Argentina, Brasil, Chile, Uruguay y Bolivia.
La infraestructura terrorista totalitaria del Estado define el carácter político del sistema de poder. El proceso electoral sirve exclusivamente como fachada que permite mantener relaciones normales con los gobiernos democráticos liberales, conservadores y socialdemócratas de Europa y América. En efecto, los elogios de éstos y su apoyo a Uribe tras la resolución del asunto Betancourt han servido para legitimar el régimen terrorista. Su condena de las FARC ha sido también un rechazo de la izquierda antitotalitaria y antiterrorista.
Mientras que el estudio de Calvo Ospina permite nuestra comprensión de la estructura y la práctica de los regímenes terroristas totalitarios contemporáneos, es preciso ir más allá para examinar la nueva base de masas que apoya al régimen. Uribe movilizó a más de un millón colombianos contra las FARC en la primavera de 2008 en apoyo de su régimen totalitario, en un momento en que los medios de masas, los jueces y ex jefes de los escuadrones de la muerte revelaban que docenas de congresistas pro gubernamentales, ministros del Gobierno y generales mantienen vinculación con las AUC. Es decir, cientos de miles de ciudadanos colombianos de clase media apoyan, con conocimiento de causa, a un líder totalitario.
La aparición de un totalitarismo de base popular que sustituye a la oligarquía autoritaria tradicional forma parte de la aparición de una nueva política de derechas virulenta en América Latina. En Bolivia, la clase gobernante de extrema derecha de Santa Cruz ha organizado una combinación de base popular de clase media con sus propias fuerzas de choque paramilitares en demanda de la autonomía, o secesión, y del control sobre los ingresos masivos de petróleo y gas que producen las empresas mixtas establecidas con transnacionales extranjeras. En Argentina, la derecha dura de las provincias ha construido una base popular de cientos de miles de personas en defensa de los enormes beneficios que proporcionan las materias primas. En Venezuela, la derecha dura puede sacar a centenares de miles de persona a la calle y organiza sus propias tropas paramilitares de choque.
La aparición de la derecha totalitaria coincide con la incapacidad del centro-izquierda y de la izquierda para capitalizar el auge de los productos básicos a fin de financiar cambios estructurales y organizar a los trabajadores y los pobres rurales como fuerzas combativas.
En Colombia, la agrupación de centro-izquierda Polo Democrático acostumbra a apoyar a Uribe contra las FARC, con lo que ha conseguido proporcionar un importante impulso a la atracción del gobierno en el seno de las clases medias urbanas. La política adoptada por otros gobiernos de centro-izquierda en América Latina de apoyar las estrategias de exportación de productos agropecuarios y minerales han inmovilizado a las masas y han incrementado en gran medida el poder de la nueva derecha totalitaria, y fomentado su uso de tácticas de acción directa . La Colombia de Uribe esta lejos de ser la excepción a una onda progresista en América Latina, es más realista contemplarla como emblemática de los nuevos líderes totalitarios que combinan elecciones y terrorismo político.
Colombia, tal como la describe Calvo Ospina, es efectivamente el laboratorio de la extrema derecha. El éxito de Uribe anuncia peligro para los trabajadores, los campesinos y los movimientos populares de América Latina.