Justo cuando se cumple apenas un año del estallido de la “gran crisis”
en septiembre pasado, el G20 afronta su nueva cumbre en Pittsburgh.
Este tercer round, después de los encuentros de Washington y Londres,
llega en medio de una intensa cháchara desplegada por los principales
gobiernos acerca del fin de la crisis. El coro de voces es claro: lo
peor ya pasó, la recuperación se aproxima y enfilamos la recta final.
Asunto concluido. Y dentro de poco tiempo, business as usual. Quizá, en
el fondo, la cosa no era tan grave.
La realidad, sin embargo, es bien distinta. Como señala el economista
francés Michel Husson: “Suponer que la recesión pueda ser borrada por
una mini-recuperación, es no ver más allá de la punta de la nariz (…).
Los próximos meses verán pues ponerse en marcha un nuevo bucle recesivo
alimentado por dos mecanismos que no actúan aún. En primer lugar, la
demanda salarial va a acabar por estancarse debido a la bajada del
empleo y el bloqueo de los salarios. A la vez, las medidas destinadas a
reabsorber los déficits presupuestarios van a anular progresivamente el
efecto de arrastre de los gastos públicos y sociales sobre la actividad
económica. Tenemos, al contrario, ante nosotros varios años de
crecimiento deprimido y de medidas de austeridad destinadas a enjugar
los planes de relanzamiento.”
A pesar de la retórica grandilocuente de la anterior reunión del G20 y
su pompa escenográfica, las medidas adoptadas durante este año por los
principales gobiernos del mundo han buscado transferir el coste de la
crisis a los sectores populares, socializar pérdidas y apuntalar los
cimientos del modelo económico, sin cambios significativos del mismo,
más allá de la corrección de algunos “excesos” negativos desde el punto
de vista del propio funcionamiento del sistema.
Contrariamente a algunas ilusiones, a menudo sacadas de lecturas poco
sólidas de los años treinta y haciendo abstracción de las diferencias
de contexto, no ha habido giro neokeynesiano alguno. La crisis, como
indica el filósofo Daniel Bensaïd “es también, aunque no guste a los
profetas de la salida de la crisis gracias a los prodigios de un New
Deal verde, una crisis de las soluciones imaginadas para superar las
crisis pasadas.”
Bajo el impacto del shock del hundimiento de Wall Street y las medias
de rescate bancario algunas voces desde la izquierda hablaron hace un
año de forma excesivamente optimista del “fin del neoliberalismo”. Lo
acontecido ha sido distinto. El neoliberalismo ha sufrido una crisis de
legitimidad muy profunda y las falacias y contradicciones del discurso
neoliberal han quedado más descubiertas que nunca. Pero esto no
significa que las políticas neoliberales estén enterradas, ni que la
salida a la crisis haya comportado una ruptura con el paradigma
neoliberal, ni la adopción de medidas favorables a los intereses
populares. Para ello haría falta construir otra correlación de fuerzas
entre capital y trabajo. No habrá reformas espontáneas desde arriba sin
más.
La incapacidad para arrancar cambios significativos en las políticas
dominantes se explica fundamentalmente por la debilidad de la respuesta
social frente a la crisis. El desfase entre el malestar social y el
descrédito del actual modelo económico y su traducción en movilización
colectiva es claro. Las respuestas a la crisis, sobretodo en los
centros de trabajo, son limitadas, eminentemente defensivas, de poco
alcance, y la mayoría, con algunas excepciones, han terminado en
derrotas. Esta dinámica es favorecida, además, por la política de
concertación de los grandes sindicatos.
Ante un contexto de crisis, las reacciones de los sectores populares
pueden estar dominadas por el desánimo, el miedo y el egoísmo, o por la
rabia ante la injusticia, la movilización colectiva y la solidaridad.
Pueden orientarse hacia opciones progresistas y de izquierda o girarse
hacia alternativas populistas y reaccionarias. A pesar de la tibieza de
la respuesta colectiva ante la crisis no hay que sacar de ello
conclusiones pesimistas o prematuras. Conviene recordar, por ejemplo,
que después del crack de 1929 el movimiento obrero norteamericano tardó
cuatro años en responder, pasar a la ofensiva y sacudir el panorama
político y social del país. Estamos, pues, todavía en una primera etapa.
Las promesas de moralización del capitalismo entonadas desde hace meses
y las proclamas recientes que lo peor ya pasó tienen en común el
intento de negar el carácter sistémico de la crisis y de evitar que la
misma abone el cuestionamiento del propio sistema económico. Nicolás
Sarkozy lo señalaba bien claro hace un año en su discurso de Toulon,
justo después de la debacle de Wall Street: “La crisis financiera no es
la crisis del capitalismo, es la crisis de un sistema alejado de los
valores fundamentales del capitalismo a los que, en cierto modo, ha
traicionado. Quiero decírselo claro a los franceses: el anticapitalismo
no ofrece ninguna solución a la crisis actual”. ¿Seguro?
En realidad, la crisis económica, transformada en grave crisis social,
en conjunción con la crisis ecológica, energética y alimentaria plantea
con más fuerza que nunca la necesidad de una ruptura con el actual
orden de cosas. Sin duda, el anticapitalismo aparece hoy como un doble
imperativo, moral y estratégico, insoslayable. Desde las calles de
Pittsburgh lo vamos a recordar estos días.
*Josep Maria Antentas es profesor de sociología de la Universidad
Autónoma de Barcelona y Esther Vivas es miembro del Centro de Estudios
sobre Movimientos Sociales (CEMS)-Universidad Pompeu Fabra.
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