La
crisis griega es un terrible revelador de las contradicciones de la
construcción
europea. Una moneda común presuponía un grado elevado de homogeneidad
entre los
países concernidos o la puesta en pie de políticas y de instituciones
capaces de
realizar una tal homogeneidad. Sin embargo, ninguna de estas dos
condiciones se
cumplía. En el momento de la creación del euro, los países tenían
modelos de
crecimiento diferentes: en algunos países el principal motor del
crecimiento era
el mercado interno, mientras que en otros éste estaba más bien
arrastrado por
las exportaciones. Algunos países se encontraban en una lógica de
recuperación
con el efecto de una tasa de inflación a priori más elevada.
El resultado de esta configuración apareció,
incluso
antes de la crisis, bajo la forma de un aumento de la divergencia de las
tasas
de crecimiento, en contra de la creencia según la cual la pertenencia a
un
mercado único -dotado de una moneda única- sería por sí misma un factor
de
convergencia. Entre 1992 y 2006, el crecimiento fue como media del 3,1%
por año
en los países “ganadores” (España, Italia, Grecia, Irlanda, Luxemburgo,
Reino
Unido, Suecia), es decir como el de Estados Unidos (3,2%). En cambio, no
fue más
que del 1,6% en los países “perdedores” (Alemania, Austria, Bélgica,
Dinamarca,
Francia, Italia, Países Bajos, Portugal).
Un proceso de
convergencia
habría podido ser sostenido por una política de armonización de las
condiciones
fiscales y sociales de la actividad económica y por la puesta en marcha
de
herramientas adecuadas, por ejemplo un presupuesto europeo que
financiara las
transferencias necesarias para una tal armonización. Pero la opción por
un modo
de construcción liberal que privilegia la competencia “libre y no
falseada”
excluía a priori esta orientación.
La opción por la moneda única no estaba
motivada por sus
supuestas ventajas. La estabilización de las tasas de cambio habría
podido
obtenerse por dispositivos menos rígidos que permitieran reajustes
periódicos.
El euro ha servido sobre todo para imponer la disciplina salarial:
puesto que
era ya imposible jugar con la tasa de cambio, el salario se convertía en
la
única variable de ajuste.
Pero eso no aportaba ninguna solución a la
divergencia de las trayectorias económicas nacionales. Dos
procedimientos han
permitido gestionar estas tensiones hasta la crisis. El primero
consistió, para
ciertos países, en proceder a una devaluación anticipada que les
permitió entrar
en el euro con una tasa de cambio que aseguraba una suerte de reserva de
competitividad. Fue la vía elegida particularmente por España e Italia
en la
primera mitad de los años 1990. En el sentido contrario, otros países,
como
Francia (e incluso hasta un cierto punto Alemania) entraron en el euro
con una
tasa de cambio más bien desfavorable en términos de competitividad.
El
segundo factor de flexibilidad corresponde a la única ventaja del euro:
el
déficit exterior de un país no influye sobre su propia moneda puesto que
ya no
la tiene. Globalmente, los intercambios exteriores de la zona euro están
poco
más o menos equilibrados, y el problema del euro era más bien, en el
período
reciente, ser demasiado fuerte en relación al dólar. Esta protección
aportada
por el euro ha permitido a un cierto número de países obtener un
crecimiento
elevado sobre la base de un déficit exterior creciente. La moneda única
garantizaba por otra parte una relativa homogeneidad de las tasas de
interés,
particularmente en lo que concierne a la financiación de la deuda
pública.
Esta configuración no era sostenible. La crisis ha acelerado
brutalmente
los procesos y la especulación financiera ha hecho aparecer a la luz del
día las
tensiones inherentes a la Europa neoliberal. Pero la polarización de la
zona
euro en dos grupos de países existía antes de la crisis: de un lado,
Alemania,
los Países Bajos y Austria disfrutaban de importantes excedentes
comerciales y
sus déficits públicos seguían siendo moderados. Del otro, se encontraban
ya los
famosos “PIGS” (Portugal, Italia, Grecia, España) en una situación
inversa:
fuertes déficits comerciales y déficits públicos ya por encima de la
media.
Bélgica, Francia, Italia y Finlandia ocupaban una posición intermedia.
Con la crisis, esta polarización se ha
acentuado: los
déficits públicos han aumentado en todas partes pero mucho menos en el
primer
grupo de países (Alemania, Países Bajos, Austria), que conservan
excedentes
comerciales. En todos los demás países, la situación se degrada con la
explosión
de los déficits públicos, y un desequilibrio creciente de la balanza
comercial.
Hoy Alemania quiere imponer la lógica cruda del
euro,
porque todos los medios que permiten escapar a ella están hoy agotados.
Los
países más afectados por la crisis deben aplicar planes de ajuste. La
sumisión
de las autoridades europeas a los mercados financieros es total y Grecia
es un
laboratorio de las políticas de austeridad que los gobiernos van a poner
en
marcha en toda Europa.
Esta política es suicida y no puede
llevar más
que a una nueva recesión. Los planes de ajuste van evidentemente a
romper la
demanda interna y Alemania no podrá compensar los mercados que pierde en
Europa
con un aumento de exportaciones hacia el resto del mundo. La situación
puede
llevar a ciertos países a salir del euro para poder encontrar un margen
de
maniobra jugando con su tasa de cambio. Pero es una solución desesperada
que
podría poner en marcha una espiral recesiva y desencadenaría la
especulación que
nadie intenta encuadrar.
Existen sin embargo alternativas que tienen en
cuenta las
asimetrías estructurales entre economías nacionales e implican una
refundación
de los principios mismos de la construcción europea.
• La especulación financiera debe (y puede) ser
inmediatamente desincentivada mediante la instauración de una tasa sobre
las
transacciones financieras. Pero hay que ir hacia su puesta fuera de la
ley, por
ejemplo prohibiendo el mercado de los CDS (Credit Default Swaps) en el
que se
desarrolla la especulación sobre los títulos de la deuda pública, y toda
forma
de “ventas a descubierto”.
• Los Estados no deben financiar más su
endeudamiento con los mercados financieros sino con el Banco Central
Europeo,
con la obligación para los bancos de tener un montante mínimo de títulos
de la
deuda pública, a la misma tasa de refinanciación que ellos mismos
disfrutan.
• El principio de armonización debe sustituir al de la competencia
con la
creación de un fondo europeo de armonización financiado por una tasación
unificada del capital. Tendría por objeto realizar la convergencia hacia
arriba
de los derechos sociales en Europa.
• Una verdadera salida de la
crisis
implica la vuelta al pleno empleo y pasa por la creación directa de
empleos
social y ecológicamente útiles y por la reducción de la duración del
tiempo de
trabajo. Sobre estos dos puntos, Europa puede ser un motor, lanzando
programas
de inversiones coordinadas y estableciendo normas sociales comunes.
Todo
esto es posible y racional pero totalmente opuesto al Tratado de Lisboa y
a la
lógica capitalista, endurecida aún más por la crisis. Las reacciones a
la crisis
griega demuestran la incapacidad de los gobiernos burgueses para definir
políticas cooperativas, y esta ceguera conduce directamente al caos. En
estas
condiciones, la única hipótesis estratégica plausible es la de
explosiones
populares de resistencia a los planes de austeridad, que harían emerger
la
exigencia de una Europa solidaria.