“Que el fraude electoral jamás se olvide.
Ni tampoco los miles de muertos inocentes.”
Los dueños del negocio de la televisión, insatisfechos de la experiencia de las dos administraciones panistas, decidieron tomar el poder sin intermediarios; ahora van con candidato propio y aplican en ello el enorme poder de que disponen; crearon la figura, diseñaron y aplicaron el formato, maquillaron al engendro logrado y lo subieron a pantalla para actuar conforme al guión de telenovela favorito. Enrique Peña Nieto es la estrella y México el escenario. Por lo pronto, en su proyecto privatizador, ya se adueñaron del PRI, de manera tan sutil que los priístas aún se creen dueños de las decisiones de su partido. El verdadero adversario en la contienda electoral del año próximo no es otro que Televisa; Peña Nieto no es más que la mercancía a vender, la que quedará absolutamente sometida al poder que la creó e impuso, que también la puede destruir en caso de falla.
El asunto es grave. No se trata nada más de que la derecha conservadora se mantenga en el poder (de suyo aberrante) sino de que una empresa, por sí sola, se haga del poder absoluto. Ya tenemos ciertos avances con la actual forma de gobernar a base de golpes de propaganda, mentira sobre mentira, creando imágenes bonitas para los amigos y borrando del mapa a los que no lo son; otorgando prestigios y desprestigios a su antojo, contando con una masa descerebrada que obedece sus dictados disfrazados de noticias o análisis; aderezados de teletones altruistas, efemérides patroteras, telenovelas enajenantes, concursos inanes, comicidades degradantes o violencia impresionante.
Me viene a la mente un botón de muestra, a sabiendas de que corro el riesgo de involucrarme en el desprestigio que la televisora generó: me refiero al caso de René Bejarano a quien se le endilgó el venenoso apodo de “el señor de las ligas”. En un juicio sumario basado en la imagen de un video en que el sujeto recibe una tamalada de billetes, convirtieron a un dirigente social y servidor público comprometido en el villano favorito, sin dar lugar a explicación alguna; simplemente lo destruyeron en el afán de destruir al, ya para entonces peligroso, Jefe de Gobierno del Distrito Federal. No obstante que en los propios videos queda claro que la recepción del dinero no implicaba compromiso alguno de contraprestación: a la petición de Ahumada de que interviniera ante AMLO para que cesaran las auditorías a sus contratos de obra, Bejarano respondió en el sentido de no poder comprometerse por conocer la actitud del aludido. Bejarano fue defenestrado y sometido a proceso penal, tanto por el ministerio público local como por el federal, del que resultó exonerado por no acreditarse delito alguno en su actuación. Además de haber quedado claro el complot armado en su contra. Pero el daño estaba hecho y Televisa, en calidad de juez, había dictado su sentencia condenatoria inapelable. Del árbol caído todo mundo quiso hacer leña, incluidos sus conspicuos compañeros de partido: eliminado Bejarano, los chuchos pudieron adueñarse del PRD; mucha gente de buena fe cayó en el engaño y se avergüenzan por el enlodado. Bejarano reconoció errores y continúa su lucha política. Es hora de reconocerle el prestigio robado.
En contraste de lo ocurrido con el caso Bejarano, el del llamado Pemexgate, que transfirió mil quinientos millones de pesos de PEMEX a la campaña de Labastida en el 2000, ha pasado al olvido, sin procesados ni defenestrados. Todo queda en familia y la televisora es pariente: perro no come perro.
Estoy cierto de que mi generación no conoce de buenos gobiernos, pero podemos imaginarnos uno peor: Televisa y sus marionetas en el poder. Por favor ¡No lo permitamos!