I
Las misas de aguinaldo. La romería a Puerto Sucre.
Francisco Reyes, el chichero del mercado, hacía su "agosto" en diciembre. Él y Antonio, joven quien apenas sobrepasaba la adolescencia y le servía de ayudante, tanto en la preparación del producto como en su expendio, no se daban abasto para atender tanta clientela. Al lado suyo, en lo que era a un largo salón del "mercado nuevo", aquel que estuvo detrás de la calle "del baño", llamado así, porque no hacía mucho tiempo atrás había sustituido al ubicado frente al cine Paramount, donde hoy está el teatro "Luis Mariano Rivera", en el espacio de la fuente luminosa aledaña al parque Ayacucho. Las empanaderas también aprovechaban el rebullicio propio de la época, pues chicha y empanada, al final de cada misa de aguinaldo, eran como el pastel (hallaca) y dulce de lechosa de la cena navideña.
Las misas de aguinaldo, que comenzaban la madrugada del 16 y terminaban la del 24, les reportaban cuantioso beneficio. Lo que no significaba violar las reglas de la decencia ni la dignidad que prevalecían sino recibir lo correspondiente al trabajo decente. En el pueblo todo era así.
En la Iglesia de San Francisco de la parroquia Santa Inés se congregaban sus feligreses. Los de Altagracia acudían a su templo, ubicado en la calle Bermúdez, más conocida como calle Larga. La misma donde cayese abatido Ramón Delgado Chalbaud, en 1929, cuando invadió Cumaná, habiendo llegado a puerto en el conocido barco Falke. Gómez, prevenido de los planes de invasión, envió al General Emilio Fernández, compadre del invasor, a comandar en Cumaná.
En esa iglesia de Altagracia, monseñor Ramírez, un prelado ejemplar, generoso y sabio, tanto como para vivir con humildad, servir cuanto pudiese y sobre todo, hacerse querer, no por obediencia sino por solidario, era pese su jerarquía el siempre oficiante de la misa.
Al finalizar cada ceremonia, los reunidos en San Francisco, en su mayoría, se dirigían, a través del puente antes señalado, hacia el muelle de puerto Sucre, pasaban frente a la iglesia de Altagracia, punto en el cual, los fieles o, para mejor decir, "miseros" de ésta, se unían a la romería.
Quienes partían de San Francisco, solían decir "vamos a recoger a los de Altagracia para seguir a puerto Sucre". En el camino, como ríos tributarios, se sumergían en la multitud, aquellos que esperaban a la puerta de templos menores ubicados en la vía, sitios cercanos o quienes se levantaban tarde.
¿Qué sentido tenía aquella marcha; sobre todo el final?
La pregunta me la hago ahora a esta altura de la vida. Al recordar que una vez llegado al embarcadero o como solíamos decir, al muelle, moría la marcha. Bastaba llegar allí, para que casi inmediatamente la gente tendiese a dispersarse.
No recuerdo ninguna explicación de aquel extraño proceder; quizás se perdió en la memoria colectiva y nadie tuvo interés en encontrarla. Tampoco el origen de aquella costumbre y hasta casi poética manifestación. Las misas debían terminar en el mar, en una pequeña ciudad donde el mar era la vida. La marcha en sí y por las relaciones y acontecimientos que en ella se daban, llenaba todo, era suficiente explicación y se justificaba.
No se realizaba ningún ritual, salvo la multitudinaria caminata, por demás alegre y la llegada al sitio antes señalado; los cantos cándidos de los aguinalderos, el bailar de las comparsas, el tronar de los cohetes y las risas de todos, por una razón u otra y, sobre todo por efectos de los cascarones. Unos pocos, ya en el muelle aprovechaban para pescar, sobre todo para matar el tiempo o divertirse; aquel sitio no era el más apropiado para aquella actividad, todo lo contrario de las playas no muy alejadas.
Quizás, pienso ahora, a unos cuantos años de distancia, que la contaminación que ya allí había, en la zona operacional del puerto, por la presencia de algunas grandes embarcaciones, hasta trasatlánticos, que desde puertos lejanos allí llegaban, impedía la presencia de especimenes apetitosos y en cuantía. Los pocos barcos a motor en la zona, transitaban por una vía específica, por el noreste hacia el muelle. La zona del golfo y su amplia entrada, no era afectada por aquellas embarciones.
Desde los primeros días de diciembre comenzaban los preparativos. Todos operaban como coordinados por una mano mágica. Era una orden ancestral que ponía todo en movimiento. Los sacerdotes, con sus respectivos ayudantes, hacían lo necesario para que las iglesias estuviesen
limpias, adornadas y con todo a punto para arrancar el dieciséis al amanecer. Desde los primeros días de diciembre, cada cierto tiempo, las campanas repicaban de un modo que parecían alegres a manera de entusiasmarnos para las fiestas. Por supuesto, la tarea primordial era el nacimiento, como decíamos entonces o pesebre, infaltable en las misas decembrinas. En cada casa había alguno aunque fuese humilde y poco elaborado. No había excusa para su ausencia.
Cada misa, desde el día antes mencionado, hasta la del 24, a las doce de la noche, que conocíamos popularmente como la "misa del gallo", se ofrendaba a alguna agrupación o institución que la solicitase a la autoridad religiosa respectiva. Así, se celebraban las misas de los choferes, la más festejada y concurrida, por la animosidad de los trabajadores del volante, estudiantes, carpinteros y así hasta el 23. Recuerdo que las ofrendadas a los dos primeros grupos, invariablemente se celebraban todos los años.
Esas agrupaciones daban inicio a la convocatoria, ayudándose unas con otras, por la población toda, mediante "radio bemba", la Publicidad Sol", una emisora de circuito cerrado que se escuchaba en varios sitios de la pequeña ciudad y los curas mismos, quienes por parlantes, colocados en lo alto de cada templo, lanzaban sus mensajes.
II
De un barrio de pescadores
Mientras estuvo en el pueblo, a partir de cierta edad, cuando se atrevió, estando todavía en la escuela primaria, a alejarse del barrio e ir más allá, al centro, donde pudo establecer nuevas amistades, hasta que salió a procurar entrar a alguna universidad, en un país donde aquéllo era casi imposible para quien debía jalar tren para comer, nunca faltó a la exquisita y romántica romería.
Pocas veces podía darse el lujo de lanzar cascarones porque su costo estaba por encima de sus posibilidades; pero nunca, al regreso de Puerto Sucre, cada mañana en el mercado, dejó de tomar la chicha de Francisco Reyes y consumir las exquisitas y crocantes empanadas. ¿Quién pagaba? Entre la gente de su pueblo siempre había una mano tendida y una actitud solidaria, igual como si se estuviese a la orilla de la playa.
Desde que pudo aventurarse al centro de la ciudad, lo que comenzó cuando estaba al final de la escuela primaria amplió sus relaciones, conoció nuevos amigos y pudo integrarse a actividades diferentes a las habituales del barrio, sabana, manglar y de la orilla de la playa, su pequeño pero fascinante mundo. Había vivido atado al mar, la playa y las actividades que en ésta se desarrollaban. No sólo porque estaba cerca, sino que era un problema de subsistencia.
Entre aquellos pescadores, guiados por un exquisito sentimiento de solidaridad, subsistencia, distribución generosa y racional de los productos del trabajo, se sentía feliz, pues aprendió el sentido del deber que siempre tradujo en una frase que con frecuencia repite:
"Todos tenemos algo que dar, nada noble nos impide aportar. Aunque sea el humo de los pulmones".
Aquellos hombres, en su mayoría eran analfabetas, pero sabios; sobre todo en lo relacionarse con su ambiente y entre ellos mismos. La cultura, información que manejaban era escasa, pero su percepción sobre la especie humana, los recursos del medio y el respeto y cuidado con ellos era como uno quisiese que fuésemos ahora. ¿Por qué sería aquello así? Quizás porque no había nada qué guardar, y hasta ni dónde hacerlo. No había refrigeradores donde almacenar la pesca ni bancos cerca dónde depositar dinero. Este mismo era escaso.
En las reuniones de la playa, en cualquier época del año, cuando se iniciaba el preparativo del "sancocho", cocimiento de eso que el pueblo llamaba verduras o vituallas, compuesto por ocumo, blanco o chino, auyama, yuca y condimentos específicos como ají dulce, cebolla, ajo y, por supuesto el pescado fresco de allí mismo, el "salido" del bote, del tren, la tarraya o pescado al anzuelo casi en la orilla, decía "aquí cada quien tiene y debe aportar algo, aunque en la tarea de soplar la candela" para que la incipiente llama prenda en las ramas amontadas previamente por otros deseosos de contribuir.
Comenzó a asistir con frecuencia a las plazas del centro, donde se reunían los estudiantes más avanzados, los del bachillerato, quienes cada noche, ocupaban bancos y espacios mal alumbrados, para invertir el tiempo escamoteado al estudio y ejecución de tareas escolares, a la tertulia rica, que allá en el barrio era distinta.
Cada noche, en el barrio, se mezclaban bajo la luz mortecina de algún poste, cuando unos pocos plantaron en el largo camino que por allí pasaba, adultos, adolescentes e infantes, a conversar para matar tiempo y esperar la llegada de la hora de dormir.
III
Las tareas de pesca
Era una red inmensa; le llamaban chinchorro; tejida con paciencia por hombres que sabían esperar. Nacidos con instintiva disposición para ello; no apresuraban el paso de las horas. Pescar, sobre todo en alta mar, en la pesca profunda, demanda mucha paciencia y concentración. Hay que esperar y estar atentos para sentir los tirones, cuyas manifestaciones, llegan a la superficie en veces muy tenues. Hasta estar preparados para distinguir si las señales son producto de peces u otra circunstancia. En fin de cuentas, al final del largo día, al ocultarse el sol, dormían tranquilamente, con la certeza que al despertarse, se iniciaría una nueva ronda, poco distinta a la anterior. Por eso, podían tejer y hasta destejer, para como detener el tiempo, hasta concluir aquellas redes gigantescas. No había nadie que les apresurase ni interés alguno por terminar antes de tiempo el trabajo antes que aquella estuviese concluida, tal como bien sabían hacerlo. Sin pito que anunciase el inicio y el final de la tarea colectiva. Todos los días, uno tras otro, hacían las mismas cosas, por lo que pudieron haber creído que estaban destinados hacer lo mismo eternamente; repetir y repetir. Siendo así, ya todo estaba hecho y no había nada por hacer. Entonces ¿para qué apresurarse? Nadie mandaba; el mayor, el más experto, sin disposición alguna emanada de ninguna parte, autoritarismo, asumía el liderazgo. Este surgía casi de manera natural. No se hacía campaña para encontrar al líder. Había una inteligencia infinita para aceptarlo, sin miramientos. A nadie se excluía, ninguno se evadía o marginaba a la hora de participar en el diseño del trabajo, en la toma de decisiones. Eran todos como uno solo y aquello funcionaba con eficiencia, cordialidad y una casi milagrosa coherencia. El ritmo del trabajo era como una bendición de Dios. Allí no había gerentes con post grado, psicólogos ni egresados de universidad alguna.
El mar estaba allí, se movía con paciencia, rara vez alteraba su ritmo, lo que sucedía sólo en grandes ocasiones como los terremotos; pero estos se presentaban entre el vivir de dos o tres generaciones. Su generosidad y capacidad para brindar abundantemente sus riquezas, no obligaba a la gente a vivir con apuros y menos con desconfianza o abrigar la idea que mañana sería distinto a hoy. No había pues nada que guardar, ocultar o atesorar, el mar lo disponía así.
Al fin, sin sueldos atrasados, intereses por pagar, la grande y voluminoso red, estaba lista. Se podía lanzar al mar.
Varios pescadores, sumando sus recursos, uno a uno, con generosidad, solidaridad y mutuo respeto profundo, compraron los implementos y material para construirla. Trabajaron, tejieron, festejaron cada paso, puntada, el destejer y reinicio de la tarea, bajo una relación de igualdad. Propietarios comunes y participantes por igual en la tarea.
Al final, la red gigante era de todos. No había motivos para huelgas, protestas por la propiedad pues hasta el mar era de todos. Y éste se les entregaba hasta con demasiada mansedumbre. La mar era una madre prodigiosa, tanto que suministraba sus productos en abundancia y se aseguraba que los hombres, mujeres y niños que cerca de ella vivían, tanto como haber aprendido a amarle, se amasen entre ellos y dispusiesen de los bienes que ella prodigaba, con discreción, equilibrio y racionalidad.
Cuando la red estuvo lista se dispusieron a lanzarla al mar. Allí mismo; no más de cien metros de la orilla, donde iban a recostarse las mansas olas.
IV
Los cascarones
En una esquina de la plaza Bermúdez, por primera vez compramos los cascarones aquel año. Cuando llegamos a aquella casa había más de dos docenas de personas, entre adolescentes y adultos en busca de lo mismo. Era lo más novedoso, lo último de la creatividad infantil e ingenuo, para la celebración de las misas, hasta la navidad misma, el levante, lisonja o requiebre. Pero menos cursi que aquello de dejar caer el pañuelo o hacerse la víctima para llamar la atención.
Los tales cascarones eran simples cáscaras de huevo a las cuales le abrían un orificio muy pequeño, lo suficiente para extraer yema y clara, de modo que se pudiesen usar para estos fines. Una vez limpias y secas, se les llenaba con líquido, generalmente agua de colonia barata. Luego se cerraban con cera, la que se blanqueaba o procuraba dar el color de la cáscara con algún polvo, almidón o talco nacarado.
Pensemos un instante lo laborioso del trabajo. Desde meses atrás, quizás desde el día siguiente de finalizadas las misas de aguinaldos, quienes se ocupaban de aquello con fines comerciales, comenzaban la cuidadosa tarea de reunir las cáscaras que pudiesen utilizar para sus fines. Un huevo abierto en demasía se desechaba.
Pero también habían los cascarones, abundantes en el "mercado informal" de menos sutileza y buen gusto. Los agresivos y discordantes siempre han existido. En veces hacen falta.
El ron de ponsigué
Noel era el experto, prodigioso y exquisito "alquimista". Los demás debíamos aportar los ingredientes que demandaba y ejecutar las tareas de "carpintería", mientras preparaba el cocimiento y durante el posterior proceso para elaborar, lo que llamábamos un ron de ponsigué al instante o, "Express", como ahora se suele decir.
El ron de ponsigué, bebida casi típica de los cumaneses, se prepara macerando el ponsigué el mayor tiempo posible. Se recogía el fruto, cosa nada difícil en aquellos tiempos que el árbol se encontraba en todas partes, tan abundante como el cocotero, cují o yaque y la sábila, lavaba cuidadosamente y con un algún instrumento como una aguja o espina de cují, le abrían pequeños orificios; se introducían en botellas previamente seleccionadas, preferentemente de color ámbar y las cuales se llenaban de ron blanco, el mismo que en el lenguaje coloquial se le llamaba "lava gallos". Por aquella vieja costumbre de los galleros de rociar partes del cuerpo del ave de riña, sobre todo el cuello y la cabeza, con ese líquido usando la boca como aspersor.
Generalmente las mujeres, al comenzar el año, iniciaban la maceración para el consumo decembrino. Allá en el pueblo, esta bebida formaba parte obligada de las celebraciones, tanto como el pan con jamón, el dulce de lechosa y por supuesto, la reina o rey de la fiesta, que nosotros llamábamos pasteles, antes que ese poderoso mecanismo publicitario, la televisión, nos pusiese a todos los venezolanos a llamarle hayaca, como los caraqueños y casi exclusivamente a escuchar gaitas cual si fuésemos zulianos, en lugar de aguinaldos.
El arrume de ponsigué, recogido por nosotros sin salir del pueblo, era más que suficiente.
"Bueno, muchachos, laven con cuidado el ponsigué y me lo meten en este canarín".
Llamábamos así la enorme olla de aluminio que había traído, tan grande como la del chichero del mercado.
Una vez lleno el envase con los frutos y habiendo Noel prendido la cocina de querosén, se le agregaba agua suficiente y se le dejaba hervir.
Cuando el cocimiento estaba listo se le dejaba reposar por cerca de veinticuatro horas. De allí en adelante, Noel asumía la tarea solo y sin testigos. Lo poco que recuerdo es que con una enorme cuchara de madera agitaba aquello tratando de licuar el ponsigué. Era una tarea ardua. Mientras removía el cocimiento le agregaba azúcar con prudencia y otras cosas que siempre mantuvo en secreto.
Después de aquel trabajo laborioso, volvíamos de nuevo los demás a participar bajo las órdenes de Noel. El contenido de la olla se pasaba por un cedazo, procurando licuar aquello y se recogía en otra de similares dimensiones.
"Ya hemos terminado el trabajo más duro. Ahora vaciemos el ron en esta otra olla". Ordenaba Noel, el sacerdote de aquel como ritual.
Destapábamos las botellas de ron y las vaciábamos en donde estaba depositado el resultado final del cocimiento. Volvía Noel con paciencia y cual si estuviese batiendo el cobre, a revolver aquello hasta que se mezclase convenientemente y alcanzase eso que llamábamos el punto. El probar y siempre darle el visto bueno, era algo que a uno le embargaba de placer. Pero había que terminar el trabajo.
Al final, llenábamos tantas botellas como fuese necesario de aquel brebaje; un ron de ponsigué sin la maceración lenta del típico, con la premura e improvisación de la juventud. Con él festejábamos navidad y sobre todo en "las frías" madrugadas de misas de aguinaldo
V
Jalando chinchorro, una tarea que la vanguardia sola, no puede ejecutar. Necesita el empuje de la gente.
Dos veces al día, a las diez y media de la mañana y cuatro y treinta de la tarde, unos cuantos muchachos, entre ellos mi hermano y yo, después de salir de la escuela, acudíamos presurosos a la playa. Eran los instantes, como convenidos con la escuela, de iniciar el jalar el chinchorro hacia la playa.
Antes, tanto a temprana hora de la mañana como al mediodía, los pescadores expandían la red en el mar, como a cien o ciento cincuenta metros de la orilla de la playa. En varios botes, peñeros pequeños, la transportaban por partes y los de abordo la iban distribuyendo en el espacio marino. No tardaba la relinga, hilera de plomos, en apoyarse en el suelo marino para cerrarles escape a los peces. Allí permanecería justamente hasta la hora y punto que nosotros llegaríamos, después de salir de la escuela, pasar por casa y cambiarnos a la manera adecuada para la tarea a emprender.
Como si fuese un santo y seña, al traspasar la laguna y el manglar que a la playa separaban de la sabana y ser avistados por los pescadores, se iniciaba la faena. Sendos grupos de pescadores, de tres o cuatro hombres cada uno, se colocaban en los extremos del chinchorro que previamente habían colocado formando un arco. A la orden del patrón, generalmente el más experimentado, condición que se sabía reconocer con buen juicio y hasta generosidad, empezaba el jalar por los extremos, en línea recta hacia la orilla. Aquella tarea, por las dimensiones del apero de pesca, la fuerza del agua y su movimiento, requería fuerzas superiores a la que podían aportar aquellos seis u ocho hombres.
El patrón estaba conciente que su sola voluntad no era suficiente, tampoco la participación de quienes le acompañaban. Había asumido con sus compañeros pescadores, propietarios de botes y hasta "socios" de la red o chinchorro, aquella tarea que seria de todos los días, como parte de la herencia cultural, pero sabía, como conductor, que ellos solos no podían culminarla. Se necesitaban otras fuerzas. Sería un trabajo de muchos. Lo sabía porque la vieja costumbre, solidaria y generosa de los viejos, sus padres y abuelos, le había enseñado. Y comenzaba el jalar hacia la orilla. Cada uno de quienes allí participábamos, jalando el chinchorro, al pisar el fondo marino, le imprimíamos un rumbo a la marcha, por el apoyo, la resistencia del lecho, el empuje y la coordinación del esfuerzo. El patrón sabio y sus más cercanos colaboradores, humildes pescadores todos, marcaban rumbo y ritmo de la marcha hacia la orilla señalada, del pequeño grupo que jalaba hacia la orilla.
En la medida que los extremos de la red emergían del agua eran depositados en la playa, en puntos previamente establecidos; quienes salíamos halando, volvíamos al mar a continuar tirando, más o menos, desde la posición inicial. Al fin, pasado cierto tiempo, según el empuje de la ola, la carga que arrastraba el chinchorro, aquel instrumento siempre pesado, arribaba a la orilla y en ella, en la arena limpia y fina, se esparramaba la carga.
El mar era y es de todos, la vida en él, también está a la generosa disposición de los hombres, quienes pueden disponer de ella con racionalidad y equilibrio: la red y los botes de los pescadores y, a la fuerza de trabajo de ellos, se agregaba la nuestra.
VI
Al terminar la misa, desde San Francisco, pasando por Altagracia, en romería, nos íbamos Puerto Sucre.
Marchábamos formando grupos. Porque era una jornada que como ya dijimos preparada de manera casi espontánea pero ordenada. Cada quien andaba en donde y con quienes le correspondía. Un lote lo integraban, como el mío, amigos de distinta procedencia. Compañeros de estudio que compartíamos la práctica deportiva y hasta formábamos en los mismos equipos. De otros institutos o trabajadores, de aquellos que no tuvieron la paciencia para seguir en la escuela, pero ligados a los primeros por otras cosas, como el deporte o el participar en las mismas tertulias de cada noche en las plazas bajo la luz mortecina de los faroles.
No obstante, casi todos quienes en aquellas marchas íbamos, nos conocíamos; éramos amigos y paisanos. Todo eso era suficiente para que fuésemos solidarios y pudiésemos compartir aquellas jornadas fraternales.
Cada noche, durante la realización de las misas, nos reuníamos como de costumbre desde años atrás, cuando comenzamos a sentirnos independientes, a hacer los preparar, lo que nosotros llamábamos "ir a la misa". Porque a decir verdad, casi ninguno de nosotros entraba al templo, a menos que lo hiciésemos para corroborar alguna presencia que nos interesaba.
Luego, tempranamente, a acostarnos para no quedarnos dormidos. Casi todos procedíamos de la misma forma. Cerca de la cama arrimábamos una silla sobre la cual colocábamos todo lo necesario para vestirnos. Era la forma adecuada para no encender luz que perturbase a los demás y vestirnos con la mayor prontitud. Era como imperativo llegar muy temprano, antes que se iniciase la misa, pese a que, en sí, ésta a uno poco o nada interesaba.
Generalmente tendíamos a agruparnos por sexo. Adelante caminaban las muchachas, lindas, alegres y coquetas.
Detrás los muchachos, mayormente tímidos y sobre todo respetuosos. De repente, de algún grupo, salían disparados cascarones. Estos, al reventar sobre los vestidos amplios de las muchachas o en el suelo, cercano a ellas, para que apenas fuesen salpicadas, no causaban ningún daño. Se daba inicio a un disimulado intercambio, de varones a hembras y viceversa, sin detener la marcha. Las risas juveniles y hasta de adultos, acompañaban la marcha y el intercambio de los cascarones.
Era como mal visto que un joven lanzase un cascarón a otro. No era lo habitual y muy pocos se exponían a que mal se les juzgase.
Lanzando cascarones, cohetes que reventaban en el espacio aéreo de la calle larga, lanzando alegres risotadas, llegábamos al fin al puerto, donde se terminaba la marcha.
Abriendo la caminata iban los músicos. Los mismos de la retreta de noches de domingo y días de fiesta. Más atrás, mezclados entre los caminantes, los aguinalderos, con su cuatro, bandolín, maracas, hacían que todos cantásemos y abundantemente los cohetes reventaban en el cielo.
Desde que arrancaba la marcha las botellas de ponsigué, prodigioso brebaje, que en el grupo nuestro preparaba Noel, iban de mano en mano hasta agotarse.
Ahora, más o menos dispersos, manteniendo sólo la unidad del grupo de amigos íntimos, siempre más pequeño que aquel que salió de San Francisco o Altagracia, iniciábamos el retorno hasta el mercado.
Al día siguiente, hasta el amanecer del veinticuatro, se repetiría aquella caminata.
VII
Repartiendo el producto del trabajo.
Dos para mí, dos para él, dos para el tren, dos para el bote, uno para ti. Volvamos a empezar. Y estos para el mar.
Llegó la hora de la repartición. La pesca es buena. Aunque hay varias peces que todavía no han alcanzado el tamaño apetecible y es posible y necesario dejarles que lo alcancen. Al final de la jornada, todos éstos volverán al mar. Era la ley natural a la que aquella humilde gente se amoldaba. No había excusa ni motivo para violarla o proceder de otra manera.
El patrón y algunos pescadores se acuclillaban al lado del promontorio formado por la pesca. Lo primero que hacían era seleccionar aquellas especies que volverían al mar y las iban lanzando con delicadeza. Luego clasificaban la pesca atendiendo al tamaño y especies. Los corocoros de un lado, catalanas en otro, cojinúas en este sitio. Los grandes aquí, los medianos allá y pequeños en este sitio.
Comenzaba el reparto del trabajo, sin explicación alguna, pues lo harían como los ancestros. La regla era por todos conocida y acatada. No obstante, para quienes estos lean, habremos de explicarla, en ayuda del patrón.
Tres para mí, como patrón y propietario de bote. Tres para cada uno de mis compañeros, por su trabajo previo, el posterior, cuando ustedes se hallan ido y sus botes. Uno más a cada uno de nosotros, por el tren. Uno a cada uno de ustedes por el trabajo de jalar la red hasta la orilla y ayudar a recalar los botes. Así se repartía hasta que el promontorio de peces se agotaba. Mientras se iba repartiendo, otras veces, quienes de aquello se encargaban, regresaban al mar lo que fuese necesario y hasta obligatorio.
Al final, su hermano y él, regresaban al barrio con una inmensa guinda de pescado cada uno. Lo que uno sólo de ellos había recibido, en aquella generosa repartición, sobraba para la comida de la casa. Pues al día siguiente, a las diez volverían de nuevo a la faena. En su casa y en ninguna del barrio había nevera. Por eso, entraban a diferentes casas cada día y dejaban parte del pescado. Aquel gesto, que hacían otros muchachos, no era en vano, siempre se recompensaba. Así era aquella gente. Había un permanente intercambio:
Nadie conservaba para sí lo que le sobraba y faltaba a otro.
Repartir el producto del trabajo con aquel criterio era demasiado generoso; distinto al proceder impuesto por los valores civilizado de ahora; aquella conducta valoraba el trabajo y que el mar, para decirlo recordando a Ciro Alegría, "es ancho y ajeno".
Eso que ahora suelen llamar progreso pareciera egoísta y hasta poco civilizado.
VIII
El arribo al mercado.
Muchos grupos, cada uno por su lado, al regreso arribaban al mercado. Era el sitio como secretamente convenido para poner fin a cada jornada que creían relacionada con la misa. Tampoco nadie sabía cómo empezó aquello, pero el paso final de cada misa. Finalizadas éstas, pocas veces volvían a aquel sitio.
Tras un mostrador de concreto sobre el cual había dos enormes ollas de aluminio repletas de chicha de arroz, Francisco y Antonio, servían a la multitudinaria concurrencia. Muy cerca de ellos, casi al lado y al frente, separados por un nada amplio pasillo, estaban las empanaderas. Tomar uno o dos vasos de la primera ya misma cantidad del producto de las segundas, significaba el final de aquella navideña jornada.
Entre la gente de su pueblo siempre había una mano tendida y una actitud solidaria, igual como si se estuviese a la orilla de la playa.
Barcelona, 10-12-11