Maria Edicta, Maria Elda y Maria Elodia, cincuenta y tres, setenta y tres y setenta y cinco años, todas muditas de nacimiento. Su Madre, Maria Alcira de noventa y siete años, sus padres fueron, Emilio Maldonado y Resurrección de Maldonado. En el Estado Mérida en la parte alta del sector San Isidro de la Mucuy Baja, están estas tres hermanas, todas de la familia Cruz Maldonado.
Son parte de seis hermanos: José Virgilio, José Del Carmen y Pedro José, uno de ellos talla figuritas de madera, otro se fue a la ciudad, el último vive en el campo sembrando y cuidando crisantemos y claveles.
El pesebre los sorprende bien entrado el mes de Noviembre para demostrar su majestuosa humildad en las navidades y se recoge justo días antes de la Semana Santa, esa ha sido la tradición de años y tantos años.
Edicta hace menuditos cuadros con barro de arcilla criolla, la inspiran imágenes que ve diariamente desde el patio de su casa y de otras representaciones pictóricas que trae en los recuerdos. Todos, pintados con sus manos, en un borde llevan un bello color rojo. Los seca en el viejo fogón de barro, realiza la quema primitiva por una chimenea, pegando en su viejas tejas llenas de musgo el humo que se extiende penetrando y acariciando sus obras.
Elda se dedica a tallar madera, en cada tarugo recrea a su familia, los labra con sumo cuidado, así hace perfectas sus manos y orejas.
Elodia se consagra a la cestería, al igual que Penélope teje y teje creando sus sueños, esperando la cruel paciencia.
Las tres lloran en silencio a su joven sobrino tallador de ángeles quien murió recientemente, con señas dicen que los ángeles vinieron a llevárselo, hizo tantos y los coloreó de cantidad de vivos colores que ellos felices lo transportaron a los cielos para que allí los reparara, pintara y fuera el escultor permanente de ellos.
Por las paredes de su vieja casa de bahareque y tapias explota el silencio. Nacieron benditas, sólo hay que verlas, observarlas en el silencio y veras lo romántico de sus miradas, sus silentes risas y sus meditabundas sonrisas.
La aflicción se lleva desde niño hasta que somos hombres y mujeres acompañados de sueños que soplan los recuerdos en silente silencio. Aún la mayoría hablando interpreta sus expresiones, quizás tantos somos mudos ante la indiferencia, el olvido o la frustración de las palabras.
En lo alto de la montaña viven, nunca vienen a la ciudad y solo acompañan a caseríos vecinos, siempre están cuidando los crisantemos, claveles y rosas de los colores del arco iris. Creen en la virgen, bendicen al visitante y se persignan cada mañana para sentir el pajarito que come en sus jardines y acompañar con sus miradas la dura y suave vida del campo.
Recogen madera seca para el fogón, la verde la hacen esperar al igual que lo hacían sus familiares. Al amanecer abren las marcadas puertas de madera. No saben de maldad o cosas feas, son felices, parecen infantas sonriendo y estallando en carcajadas que quedan perdidas desde los zócalos de la casa hasta en las tejas llenas de musgo.
Esta es la otra Venezuela, o la Venezuela de la mayoría, quienes cada mañana brindan desde sus tempranos o viejos personajes la fuerza para un digno país, donde nada los espanta y ahuyentan a espantadizos rastrojos.
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(*) DOCTORANDO
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-04.2009