O bien los 7 mil millones de terrícolas coincidimos en una sola idea de felicidad, o habrá que reeducarnos hasta que entremos en razones. Éste es el modo abordar los poderosos del mundo el futuro a la vuelta de la esquina.
El cruce de tres revoluciones solapadas y complementarias, la genética, la de la nanotecnología y la de la robótica, puede afectar a nuestra senescencia, además de convertirnos en auténticos cyborgs. Es la tesis de un futurólogo de la tecnología, Ray Kurzweil, en su libro The Singularity is near, en el que anuncia "una expansión de la inteligencia humana por un factor de miles de millones a través de la fusión con su forma no biológica", la fusión del hombre y la máquina, que llegará, aunque no de golpe, para 2045. Esas máquinas, según él, nos superarán no sólo en velocidad de cálculo y de pensamiento, sino incluso en eso que se viene llamando "inteligencia emocional".
La inteligencia no biológica creada en ese año será 1.000 millones de veces más poderes a que toda la inteligencia humana, según Kurzweil. Éste considera que el hardware que puede emular el cerebro humano estará disponible en 2020 por 1.000 dólares. En ese futuro nada lejano, los humanos podrán llevar implantados varios centenares de robots más que miniaturizados (nanobots) en el cerebro. Previsiblemente, se planteará el problema de la brecha entre los que tengan acceso a toda esta tecnología y los que no.
Aunque estoy en la virtualmente última decena de la vida del humano, frente a las intenciones de estas y de las siguientes generaciones dominantes de adaptar a las coetáneas y a las siguientes a nuevas fórmulas de convivencia y de pertenencia a los Estados, pienso resistirme a sus manipulaciones hasta morir. Ya superé con éxito lo que considero los primeros ensayos que preceden a los propósitos de la Agenda 2030-2050; pruebas, la pandemia provocada y la vacuna consiguiente en las que, desde el primer momento, descubrí el truco de los ilusionistas. Se lo advierto. No pienso implantarme ningún robot en mi cerebro…
Desde luego, si nunca he tenido estima por la erudición ni por el saber, pues lo interesante para mí de esta vida es hacer de ella un inmenso laboratorio y en el camino, no en la llegada, he encontrado el placer momentáneo, próximo al orgasmo, de la experiencia vivida; si con ese mismo criterio me ha bastado conocer las paredes maestras de las ciencias y de la mayor parte de las áreas del conocimiento humano, y no he querido pasar de ahí; si, cuando uno entra en la senescencia, se da cuenta de que no sabe nada pese a tener metida en el cerebro la biblioteca vaticana entera; si el saber nunca reemplazará a la sabiduría que no es posible comprimir ni embotellar… ya me dirán quienes quieren trasplantarme un chip a mi cerebro para que mi inteligencia sea 1.000 millones de veces más poderosa que toda la inteligencia humana, por 1.000 dólares o regalado, qué interés puedo tener en que me toque alguien mi inteligencia emocional y, por consiguiente, qué pintaría incrustada en mi cerebro esa mierda de chip…
Una máquina jamás tendrá sabiduría, y yo aspiro a la sabiduría. Por eso me niego al chip. Y yo aspiro a la sabiduría. Por eso me niego al chip. Además, ¿de qué me serviría una inteligencia infinita si estoy determinado por mis circunstancias, por mi entorno natural y humano y, sobre todo, por los humores que configuran mi carácter?