El TLC hace del libre comercio con Estados Unidos una
estrategia económica escrita en piedra, inmutable y perpetua. De aquí surge una
objeción fundamental, en primer lugar por la rigidez que introduce y la
condenatoria que emite sobre el destino futuro del país, pero, además, porque
tal imposición no tiene otra base como no sea la usual dogmática ideológica.
Nada en la historia del capitalismo respalda la idea de que el libre comercio
propicie el tránsito exitoso hacia el desarrollo. Pero ese no el único gran
obstáculo que se interpone. Otro ejemplo importante: las obligaciones sobre
propiedad intelectual.
Las normativas primigenias en esta materia datan de muchos años atrás. En todo
caso, lo relevante es constatar que en los últimos 25 años se ha dado lugar a un
movimiento agresivo de ampliación y endurecimiento de esta legislación.
Ampliación porque cada vez abarca ámbitos más extensos y diversificados, incluso
la vida misma. Endurecimiento porque las “protecciones” son cada día más
abusivas e irrazonables, y el rango de las obligaciones represivas y punitivas
que se asignan a los poderes públicos cada vez más draconianas.
En el caso de las tecnologías de la información, y en especial el software, este
movimiento da inicio en Estados Unidos en los primeros años ochenta. Coincide, y
no por casualidad, con el ascenso mundial del neoliberalismo y, para el caso de
la industria farmacéutica, con la aprobación de leyes federales que han
propiciado su constitución en una enorme fuerza de depredación de los intereses
públicos. En el proceso, y con el avance de la biotecnología, incluso los genes
humanos son “apropiables”.
Con la culminación de la Ronda Uruguay en 1994 se establece la Organización
Mundial del Comercio (OMC) y, como parte de ésta, el Acuerdo sobre Aspectos de
los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). Este
último constituye un paso decisivo en este proceso, particularmente desde el
punto de vista de la imposición, a nivel mundial, de una normativa uniforme, la
cual, y muy sintomáticamente, tiende a reproducir los énfasis que se venían
imponiendo en Estados Unidos desde inicios de los ochenta. Así, va
desapareciendo la flexibilidad con que esta materia era tratada en diferentes
contextos y, con ello, se va suprimiendo, de forma progresiva, la relativa
variabilidad entre países. Estos pierden la capacidad para regular tales
normativas en función de sus necesidades de desarrollo.
En parte, este movimiento regresivo responde a las características propias de
las tecnologías informacionales. Estas posibilitan la copia, sin límites, sin
pérdida de calidad y prácticamente a un costo cero. Lo mismo sin son programas
de software, música o películas, libros digitalizados o fórmulas químicos de un
medicamento. Pero esta es solo una parte de la historia. Sin duda la otra la
aporta el contexto ideológico y político del capitalismo neoliberal,
caracterizado por una voracidad enfebrecida y una sensibilidad tan fina como la
de un trozo de acero.
La mezcla de estas dos cosas da lugar a un movimiento terriblemente regresivo:
el de una normativa sobre propiedad intelectual hipertrofiada y absolutamente
abusiva que, paulatinamente, se quiere reforzar mediante el desarrollo de otras
tecnologías cuyo fin es evitar justo aquello que las tecnologías de la
información llevan inherente: la posibilidad de la copia. Son como al modo de
“tecnologías contra-informacionales” en guerra con las tecnologías de la
información. Constituyen, incluso, una amenaza contra la arquitectura
horizontal, paritaria y de doble vía que ha sido base fundamental y rasgo
distintivo de la Internet.
Las corporaciones transnacionales, obsesionadas por la ganancia, creen que ésta
se ve amenazada por la copia. Sin embargo, esta es una hipótesis que ha sido
seriamente cuestionada por diversos estudios. El desarrollo del software libre y
de código abierto, demuestra, además, que éste puede ser comercialmente
redituable sin necesidad de recurrir a las bárbaras restricciones que están
siendo impuestas.
Quieren justificar tales atropellos asegurando que ello es necesario para
incentivar la innovación. Esto es simplemente falso. Acontece justo lo inverso:
la innovación se frena, y el amiguito de Arias y su Microsoft dan buen ejemplo
de ello: sus nuevas versiones del Windows son puros cachiflines publicitarios
sin nada relevante que aportar, como no sea el creciente cúmulo de restricciones
que limitan el uso de las propias tecnologías. Igual con los medicamentos, en su
mayor parte versiones “nuevas” de medicinas viejas, no más eficaces que éstas
pero sí más caras.
Este es un mecanismo perverso: frena el libre flujo de información y
conocimiento con lo que, a su vez, frena el desarrollo ulterior de ese
conocimiento. Así, el capitalismo neoliberal, como el perro chistoso, pero sin
la gracia de éste, se muerde a sí mismo la cola. Bloquea su propio proceso de
desarrollo al destruir las bases de la innovación tecnológica. Lo peor es que
con ello atropella la libertad de expresión y busca ahogar la creatividad y la
imaginación, pero, también, pretende construir sociedades donde compartir sea un
acto delictivo.