Se puso de moda en estos días lo de la propiedad intelectual. El
término se las trae ya que resulta manifiestamente extraño al lenguaje
popular y al sentido común. Intentando explicarlo, quizá podamos decir
que hace referencia a la propiedad que se ejerce, por medios legales,
sobre los productos de la inteligencia y el talento humanos. Ello puede
incluir desde un libro de García Márquez a una película de Almodóvar,
una grabación de Monserrat Caballé o alguna de las magníficas
actuaciones de Merryl Streep. Pero también está cubierta por la
propiedad intelectual cualquier porquería del cine hollywoodense o del
raeggetón. También se aplica sobre los productos resultantes de la
investigación científica.
Una cosa extraña
La
propiedad intelectual, pues, se ejerce sobre cosas intangibles, como
son los productos de la inteligencia y el talento humano. Al menos en
principio se supone que es así, cosa que, de cualquier modo, ya resulta
bastante extraña. A fin de cuentas, ¿cómo alguien podría declararse
"dueño" de una idea? ¿O acaso el conocimiento no ha sido siempre una
enorme obra colectiva? El caso es que, en la práctica, la propiedad
intelectual viene resultando un árbol frondoso que, con el pasar del
tiempo, echa más ramas y aumenta de tamaño. De tal modo, no solo García
Márquez tiene derechos de autor sobre las historias que él crea.
También tiene sus derechos la editorial que produce el libro impreso o
digital donde uno puede leer esas historias. El software con base en el
cual funcionan las computadoras puede ser objeto de derechos de autor,
similar al caso de García Márquez en relación con su creación. También
se protegen marcas, así como designaciones geográficas cuando el origen
de un producto -por ejemplo un vino chileno- se supone garantía de
ciertas cualidades especiales
La cosa va dejando de ser una
rara curiosidad y pierde su alo de inocencia en cuanto se empieza a
observar que, por ejemplo, la propiedad intelectual protege un
medicamento nuevo bajo un régimen de patentes, el cual establece una
situación de monopolio a favor de la respectiva empresa farmacéutica,
de modo que ésta pueda establecer precios desorbitados. La cosa es
grave. Recordemos que las grandes farmacéuticas -cosa bien demostrada-
gastan mucho más en publicidad que en investigación y que, en todo
caso, buena parte de la investigación farmacéutica está financiada con
fondos públicos. Entonces, ¿cómo justificar medicinas carísimas e
inaccesibles para mucha gente cuya salud -y hasta su vida- las
necesitan? Igualmente alarmante resulta observar que los tentáculos de
la propiedad intelectual se extienden hacia la apropiación de la vida
misma. Se incluyen entonces las semillas "mejoradas" y, finalmente,
hasta los embriones y el genoma humano. Claro que ya esto resulta
aberrante, mas, sin embargo, conviene enfatizar que en lo dicho no hay
exageración alguna. Efectivamente hacia eso se tiende. El ya conocido
Tratado de Budapest ofrece notable evidencia en ese sentido.
En todo caso, incluso los aspectos al parecer más inocentes de la
propiedad intelectual, en realidad ocultan tendencias sumamente
peligrosas. Es el caso de los derechos de autor. Una cosa, por completo
razonable, es que a García Márquez se le reconozca el maravilloso
talento creador que deja plasmado en sus historias. O que a Monserrat
Caballé se le dé la retribución que merece su voz espléndida fijada en
una grabación. Cosa bien distinta -para ilustrarlo en términos
simplificados- es establecer un régimen draconiano de represión y
penalización sobre el acto de reproducir y compartir aquel libro o esta
grabación. Y, por cierto, detrás de eso andan la coalición oficial de
los 38 diputados, en obediencia a intereses que, sin la menor duda, no
son los de la educación ni el cultivo espiritual del pueblo
costarricense.
¿Promover la creación e innovación?
Los propagandistas de la propiedad intelectual dicen que ésta es
necesaria con el fin de promover la inventiva y la innovación, ya que
por ese medio se garantiza una adecuada retribución a favor de quien
inventa o aporta su creatividad. De ser esto cierto, como mínimo uno
tendría que preguntarse cómo fue posible, a lo largo de los tiempos, el
progreso de las artes, el pensamiento y las ciencias. Sócrates, Platón
y Aristóteles aportaron algunas de las bases fundamentales de la visión
occidental del mundo, sin contar para ello con ninguna propiedad
intelectual. Tampoco les fue necesaria a Bach, Haydn, Mozart y
Beethoven cuando llevaron la música a las cimas de la excelsitud. Ni a
Miguel Angel cuando hizo La Piedad ni a Leonardo mientras pintaba la
Mona Lisa o Rafael Sanzio y sus vírgenes y madonas de lánguido mirar.
El caso es que Darwin escribió El Origen de las Especies, Montesquieu
su Espíritu de las Leyes y Rousseau su Contrato Social sin contar con
tales "estímulos". Tampoco Newton cuando formuló su teoría de la
gravitación universal. Pero ni siquiera Adam Smith para su Riqueza de
las Naciones.
Posiblemente la cosa tiene que ver, sobre todo,
con el interés por el dinero y la ganancia, cosa que, en estos tiempos
de globalización neoliberal, ha devenido obsesión enfermiza. Algo de
eso les ocurre a algunos creadores, artistas, intérpretes o
científicos. Los ojitos les brillan con el signo de dólares y,
entonces, se dejan hipnotizar por los cánticos de sirena de la
propiedad intelectual. Así la ciencia o el arte dejan de ser
actividades espirituales nobles y generosas y caen presas de la
avaricia.
Pero en todo caso hay que reconocer que la tal
propiedad intelectual es producto mucho más del interés de las grandes
corporaciones transnacionales, que de quien crea, interpreta o genera
ciencia y pensamiento. Así por ejemplo, el autor de un libro raramente
saca algo más que boronas de la publicación de su trabajo. Quien
verdaderamente gana es la editorial respectiva. Similar con la música:
una cosa es lo que le llega al compositor o intérprete de una canción y
algo bien distinto lo que se deja la disquera.
Se miente
cuando se dice que de lo que se trata es de proteger y "estimular" a
esa persona que escribe, compone o canta. Y, en todo caso, no deja de
ser un completo sinsentido que se establezca -como en efecto se está
haciendo- un sistema de protección de los derechos de autor que los
alarga hasta 70 años después de la muerte de ese autor o autora ¡Cómo
si esta persona pudiera requerir de reiterados "estímulos monetarios"
para seguir escribiendo desde la tumba!
El caso del software
resulta altamente ilustrativo. Tanto el TLC, en su capítulo 15, como
los proyectos de ley actualmente en discusión, son generosos en
estipulaciones que intentan consolidar los monopolios construidos
alrededor del software propietario, es decir, el software cubierto por
derechos de autor. De este último se sabe que debe ser adquirido
pagando los derechos correspondientes y no puede ser copiado. Pero
siendo que el software se parece a una obra de García Márquez porque,
como ésta, se encuentra "escrito" (pero escrito en leguaje matemático),
en todo caso la prohibición establecida igualmente impide modificar,
pero ni siquiera conocer, eso que ha sido "escrito".
Copiar no es piratear
La discusión acerca de la copia ha sido manipulada reiteradamente por
las grandes corporaciones monopólicas. Dice que copiar es "piratear" y,
por esa vía, establecen una asimilación con los actos de pillaje que
llevaban a cabo los piratas marineros en el contexto de la dominación
comercial europea de los siglos XV y XVI. Pero, a decir verdad, se
trata de cosas por completo distintas. La comparación resulta entonces
un completo despropósito. La razón básica de ello, pero no la única, es
algo que resulta inherente al software así como a otros bienes
informacionales, es decir, los bienes derivados de las tecnologías
informacionales (como una grabación musical, una película o un libro
digitalizado). Esa característica es que ¡simplemente es inherente a
las tecnologías informacionales y a los bienes que estas producen la
capacidad de la copia!
El software se copia porque se puede
copiar. Lo mismo una película dirigida por Scorsese o una grabación de
nuestra Sinfónica Nacional. Menudo problema, pues. Una cosa era un
pirata del siglo XV que, espada en mano, y a sangre y fuego, robaba las
mercancías que un barco transportaba, y algo totalmente distinto una
adolescente costarricense que, por medio de Internet, comparte con sus
amigas y su novio una canción. Esta chica hace lo que hace, primero
porque quiere y lo disfruta, pero además, y sobre todo, porque la
tecnología está hecha para que ella lo pueda hacer.
Cuando se
dice que copiar es piratear y, en consecuencia, se opta por imponer
sanciones legales y levantar todo un frondoso aparato de persecución y
represión, no solo se están poniendo recursos públicos al servicio de
los intereses corporativos y en contra de los de la gente. Además se
está produciendo una grave inversión de valores. Porque, en este
contexto, copiar es compartir y, como sabemos, el compartir es una de
las formas de la solidaridad. De lo que nos hablan, a fin de cuentas,
es de convertir en crimen y delito el acto, profundamente humano y
cristiano, de compartir.
La propiedad intelectual corta el flujo de la información y el conocimiento y, por ello, frena la innovación
Pero, en todo caso, bien se ha demostrado que -al contrario de lo que
afirman los corifeos de los intereses corporativos- la copia no
perjudica los procesos de innovación. El movimiento del software libre
ofrece una demostración contundente de ello. Recordemos cuáles son las
bases de funcionamiento de este movimiento: usted puede copiar el
software, regalarlos y distribuirlo si quiere. Y puede modificarlo, si
le apetece y está usted técnicamente capacitado para hacerlo. Lo único
que se solicita es que usted quiera compartir sin restricción las
mejoras que introdujo en el software. Compartir. He ahí la palabra
mágica que quieren convertir en crimen.
Cosa notable es que,
con recursos incomparablemente menores que aquellos invertidos por los
monopolios, el movimiento del software libre haya logrado cosas más que
notables. Yo mismo lo constato de continuo. Por ejemplo, uso como
explorador de Internet el de Mozilla Firefox, libremente disponible en
Internet. No solo es más rápido y mucho más amigable que el Internet
Explorer del monopolio Microsoft, sino que, además, se actualiza y
mejora con grandísima frecuencia.
Entre tanto, los 38
diputados, bajo el mandato del TLC, intentan aprobar leyes donde se
legitimarán los llamados Sistemas de Gestión Digital de Derechos, que
acertadamente han sido rebautizados por el movimiento del software
libre como Sistemas de Gestión Digital de Restricciones. Digo
acertadamente porque lo que hacen es eso y solamente eso: restringen el
acceso a los bienes informacionales, desde el software hasta la música,
el cine o las obras literarias. Frente a las tecnologías
informacionales vienen siendo unas -tristes y patéticas- tecnologías
contra-informacionales.
Tales sistemas son la hipérbole de una
de las características típicas de los regímenes de propiedad
intelectual. En general éstos -y más directa y flagrantemente en el
caso de los mencionados sistemas de restricción digital- coartan el
libre flujo de la información, al establecer cotos inaccesibles donde
el conocimiento queda atrapado. Y esto sí que atenta contra el avance
científico y cultural y la innovación. Tremenda y preocupante paradoja:
la propiedad intelectual -que la dicen necesaria para estimular la
innovación- en realidad deviene peligrosa enemiga de ésta ¿O acaso la
ciencia podría desarrollarse de otra forma que no sea el libre flujo y
debate de las ideas? Pero la verdad es que esto además conlleva
restricciones a la libre expresión del pensamiento. Es, con perdón de
los promotores de tales normativas y restricciones, un proyecto al que
inevitablemente hay que reconocerle rasgos autoritarios de cariz
verdaderamente desagradable.
En fin, así es la llamada
propiedad intelectual. Y conste que la que aquí he presentado es tan
solo una brevísima y apresurada pincelada.