Cuando un producto contiene un ingrediente que es nocivo para la salud, pero le produce ganancias a la corporación que lo produce, la publicidad se centra, con mucho énfasis, en cualquier presunto beneficio que dicho producto produciría en las víctimas, que el status denomina “consumidores”. Como la Coca Cola Zero, puesta de moda incluso entre personas que no tienen ningún problema con el azúcar, publicitada como lo más “light” entre lo “light”, sugiriéndose que podía ser ingerida sin temor por personas con problemas de diabetes y por quienes quisieran mantenerse delgados. Detrás de la agresiva publicidad de la transnacional estaba el hecho de que se estaba utilizando un edulcorante tan nocivo que el mismo gobierno yanqui lo prohibió en su territorio, pero que, al reducir casi a nada el costo por endulzar eliminando el azúcar, les daba abundantísimas ganancias, por lo cual nos lo mandaron para acá.
El mismo caso se presenta con los convenios internacionales administrados por la OMPI sobre Derechos “de autor”, que con mayor precisión llaman los anglosajones Copy Right, derecho de copia que es en definitiva lo que protegen esos convenios. El derecho de los autores y las autoras, al ser convertidos en un papel comercial que se puede vender, termina en manos de las personas jurídicas, que lo defienden después como fieras para su propio provecho, y es una especie de patente larguísima, que proporciona el monopolio a las empresas, pero con el nombre del autor como el azúcar de la gragea, para que la gente se trague algo amargo sin notarlo.
Cabe acotar que los instrumentos jurídicos en cuestión protegen “las obras” y no “los derechos”, los cuales son enumerados y separados unos de otros para poder apropiarse los que den dinero; dejándole a los autores el santo pero quedándose con la limosna.
La diferencia entre derecho de autor y derecho de copia es absoluta. Mientras el primero es un derecho humano consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 27 párrafo 2) de las Naciones Unidas, la segunda es un derecho industrial fabricado en convenios como el de Berna y pasado como “de autor” para alargar el monopolio de las empresas que hubieran comprado los derechos a los creadores.
Entreverando un derecho humano con un monopolio empresarial, se han mantenido por un siglo unas normas jurídicas engañosas cuyas primeras víctimas son los autores, que las defienden creyéndose la matriz de opinión creada de que cualquier creador puede vivir de las regalías, reforzada con el ejemplo de contados creadores cuya obra le ha dado tanto dinero a una disquera, una productora cinematográfica o a una editorial, que el mínimo porcentaje que le toca hasta le alcanza para vivir bien, por supuesto que entregando todos sus derechos por toda su duración.
Es como el chiste gringo del pícaro que va en una carreta con una salchicha frente a la nariz del perro amarrado, para que éste corra tras ella arrastrando la carreta, sin saber que no la alcanzará. Ese paradigma creado bajo engaño mantiene el status quo que ha convertido el pensamiento, el arte, la inteligencia, en mercancía, y que tiene como objetivo final la acumulación de dinero por parte de una minoría.
Es por eso que en Venezuela no podemos continuar acatando una normativa que va en contra de los principios del socialismo, los cuales son: Libertad cultural para la colectividad, remuneración justa para quienes producen las obras, y transparencia en la normativa, sin tracalerías, y aunque se mantenga el derecho de los autores a negociar y lucrarse de su trabajo, es necesario garantizar que no los engañen, que no pierdan sus derechos sino que, bajo contrato firmado y supervisado por el Estado, puedan autorizar el uso de sus obras por las empresas, pero recibiendo el respectivo pago, y bajo condiciones justas.
La gran ausente en las leyes y convenios de Derechos de Autor neoliberales es la colectividad. Sus derechos culturales, garantizados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el Pacto Internacional sobre los derechos económicos y sociales y en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, son olímpicamente ignorados en la normativa dictada por las transnacionales y administrada por la OMPI; dedicada exclusivamente a garantizar la obtención de ganancias por parte de las empresas.
Sin embargo, toda persona tiene derecho a disfrutar de las artes, las ciencias etc., incluidos los autores y las autoras que, si bien crean unas obras, disfrutan de otras. En este sentido, obedeciendo el mandato de nuestra Constitución y de nuestro Presidente Chávez, debemos luchar por nuestra independencia tecnológica y cultural, revisar las leyes vigentes para adaptarlas al marco constitucional, y escudriñar profundamente los convenios internacionales para que Venezuela fije una posición soberana y bien fundamentada respecto a ellos.
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