La patente de corso era un permiso que daban los reyes a los piratas para atacar las naves de sus enemigos, algo así como los paramilitares de la actualidad, que hacen el trabajo sucio permitiendo que los gobiernos imperialistas nieguen ser responsables. Ese papel les permitía robar y asesinar con la mayor impunidad, igual que los “contratistas” de ahora.
No hay mucha diferencia entre las patentes de corso y las patentes que se otorgan a las empresas transnacionales que, por el hecho de añadir un sabor a naranja (y tal vez amarillo n° 5) a un medicamento, ya consiguen veinte años más de monopolio, que significa el derecho a fabricar de manera exclusiva el medicamento, y ya se sabe que el monopolio permite fijar el precio y poner a las víctimas (que ellos llaman “el mercado”) contra la pared.
O pagan o se mueren.
Igual pasa con la tecnología en todos los aspectos de la vida. Y la tecnología no es nada de otro mundo, es el procedimiento para hacer las cosas, desde una aguja de coser a mano hasta un submarino atómico, pasando por los medicamentos. La patente le permite a las empresas que tienen más dinero apoderarse de los mercados y quebrar a los más pequeños, prohíbe a las industrias nacionales la fabricación de productos que se necesitan, so pena de piratería. Y los ADPIC ya tienen hasta la penalidad para la piratería, con lo que tienen que comprarle a la transnacional que tiene el monopolio.
Es peor que una patente de corso.
Pero peor aún es la patente mundial por la cual está abogando la OMPI, en cuya trampa han caído hasta gobiernos grandecitos como el de Brasil. Pareciera que los funcionarios de verdad estaban convencidos de los presuntos beneficios de los tales monopolios, puesto que se sorprenden (ver Aporrea de esta mañana) de que no se hayan producido abundantes patentes brasileñas en el mundo.
Y es que los beneficios de esa trampa global no serían para los países del Sur por más grandes que sean, sino para la mafia ya establecida por las grandes empresas transnacionales que no van a darle cabida a nadie más, que desconocen la solidaridad, la complementariedad y otras virtudes socialistas; que basan su poder en destruir al otro, eso si, sin aparecer, tirando la piedra y escondiendo la mano.
La patente es un derecho territorial y cada país tiene derecho a otorgarlas o no, dependiendo de los intereses de cada uno, y así debe ser. Y aún las leyes de propiedad industrial deben ser corregidas para facilitar a un desarrollo tecnológico soberano y que, cuando de otros países vengan empresas “a invertir”, sean supervisadas, controladas soberanamente, asegurándose que dejen algo al país, no como los filibusteros que entraban a saco y dejaban la cubierta del barco llena de cadáveres y restos del destrozo.
andrea.coa@gmail.com