Hace más de veinte años, en el enlatado de televisión que narraba las peripecias de un astronauta y una genio rubia que lo dominaba, el protagonista vio su casa llena de riquezas, cuadros, objetos de lujo que le producirían una multa por evasión de impuestos, todo producto de una travesura de la catira embotellada. Pero ella tuvo una idea genial (era una genio): A todos los objetos carísimos les puso un letrero por debajo que decía “made in Japan” y como consecuencia, los fiscales de hacienda se burlaron de quien puso la denuncia sobre las riquezas no declaradas del estúpido astronauta. Y es que todo el mundo sabía, en el país del Norte, que las cosas japonesas no valían nada.
Medio siglo después, Ronald Reagan viajaría a Japón para que ¡por favor! Les compraran carros gringos porque los japoneses se habían tomado todo el mercado occidental y las transnacionales gringas no estaban ganando lo acostumbrado. Fue en ese viaje que ocurrió el tragicómico episodio de la yeyera que le dio al presidente imperial y que, contra toda prohibición, fue difundida por una televisora japonesa para disfrute del planeta entero.
Igual pasa hoy con China. La matriz de opinión creada por las empresas de marketing occidentales, y que los incautos se creen, es que los chinos no hacen más que copias, y que las cosas chinas no tienen calidad, prácticamente son “piratas”.
Milenios antes de esta Era, cuando los europeos ni siquiera sabían que había que bañarse todos los días y portaban un aristocrático olor a violín y pecueca, cuando no eran más que hordas de bárbaros cayéndose a leñazos para arrebatarse unos a otros las presas para su dieta carnívora, ya los chinos tenían una avanzada civilización y habían producido muchos inventos que siglos más tarde los europeos patentarían: La imprenta, la pólvora, el cine, el papel... entre muchos otros.
Y es que los chinos en lo que son nuevos (del siglo pasado) es en el ingreso al neoliberalismo occidental y, con ello, al sistema de propiedad intelectual, así que, aunque aparentemente Confucio no cobró derechos de autor por sus obras de filosofía, y aún se desconoce los nombres de los mágicos escultores de los milenarios guerreros de terracota, las escrituras del filósofo chino hicieron escuela y ayudaron en su tiempo a la evolución de ese laborioso pueblo, desconocido para nosotros, y la monumental serie de esculturas aún hoy maravillan a quienes pueden observarlas, así sea en fotos. Sin patentes farmacéuticas, la medicina tradicional china lograba (y aún logra) verdaderos milagros, a diferencia de las fórmulas patentadas hoy día, que horadan los bolsillos y las cuentas bancarias de las víctimas que se ven obligadas a utilizarlas y pocas veces curan.
Es que los registros y patentes no producen creaciones artísticas, ni avances científicos, ni nada. Lo único que logran es que algunas empresas saquen a otras del mercado, e impiden y retardan las innovaciones por medio del monopolio otorgado por las patentes, en tanto que los derechos de autor han hecho multimillonarios a un puñado de avaros, mientras restringen el acceso a la cultura a los millones que no tienen para pagar los altos precios que el monopolio, la especulación y todo tipo de triquiñuelas les permiten cobrar por “entretenimiento” en las horas de ocio.
En Venezuela, este crisol que está forjando un pueblo cosmopolita, creativo e impredecible, la creatividad ha sido mermada porque la dominación foránea no sólo ha golpeado la autoestima de la gente, sino que la fuga de cerebros, la indiferencia hacia nuestros creadores y un sistema represivo de propiedad intelectual, sólo aceptan y permiten desarrollarse aquellos elementos capaces de producir ganancias fabulosas a las empresas transnacionales.
Por eso el movimiento revolucionario debe desalambrar la ciencia y la cultura, creando normas del Sur que nos liberen y que permitan el florecimiento de los poderes creadores del pueblo.
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