No es necesario decir que lo que ocurre en Estados Unidos tiene una enorme repercusión en el resto del mundo, y a la inversa: lo que ocurre en el resto del mundo no deja de tener su impacto de diversas maneras en Estados Unidos. En primer lugar, pone obstáculos a lo que el Estado más poderoso pretende. Y en segundo, influye en la fracción interna de Estados Unidos de la “segunda superpotencia” como resignadamente describió el New York Times a la opinión pública mundial tras las enormes protestas antes de la invasión de Irak. Aquellas protestas constituyeron un importante acontecimiento histórico, no sólo por su dimensión sin precedentes sino también porque fue la primera ocasión, en centenares de años de la historia de Europa y de sus retoños norteamericanos, en que se protestara masivamente contra una guerra incluso antes de que se iniciara. Podemos recordar, por comparación, la guerra contra Vietnam del Sur lanzada por J.F. Kennedy en 1962, brutal y bárbara desde el principio, con bombardeos, armas químicas para destruir las cosechas y matar de hambre a la población civil que apoyaba a la resistencia de los nativos; con programas para conducir a millones de personas en la práctica a campos de concentración o a suburbios urbanos con el fin de eliminar el apoyo popular. En aquella época las protestas alcanzaron una gran dimensión- el reputado especialista e historiador de la línea dura, Bernard Fall, se preguntaba si “Vietnam como entidad cultural e histórica” podría escapar de la “extinción” mientras el “campo literalmente quedaba arrasado por los terribles ataques de la mayor maquinaria militar jamás desplegada en una región de semejante tamaño”, y en particular Vietnam del Sur que siempre fue el objetivo principal del ataque estadounidense. Cuando, finalmente muchos años después, se desarrollaron las protestas, lo fueron en su mayor parte dirigidas contra los crímenes periféricos: la extensión de la guerra contra el sur del resto de Indochina, crímenes horrendos pero menores.
Es muy importante recordar cuánto ha cambiado el mundo desde entonces y cómo, casi siempre, no por las concesiones de líderes benevolentes sino gracias a las luchas populares profundamente comprometidas, que tardaron demasiado en producirse pero que finalmente fueron eficaces. Una de sus consecuencias fue que el Gobierno de Estados Unidos no pudo declarar la emergencia nacional, que hubiera sido muy provechosa para la economía, como hizo durante la II Guerra Mundial cuando al apoyo popular fue muy grande. Johnson tuvo que enfrentarse a una guerra de “guante blanco”, sobornando a una población que no estaba dispuesta a apoyarle, que dañaba la economía y que llevó a los empresarios a cambiar de postura y oponerse a la guerra porque resultaba demasiado costosa tras la ofensiva de Tet en enero de 1968 al evidenciarse que la guerra continuaría mucho tiempo más. Las memorias del zar económico de Hitler, Albert Speer, describen un problema similar. Los nazis no tenían la confianza de su pueblo, por lo que no luchaban disciplinadamente en la guerra como lo hacían sus enemigos democráticos, lo que posiblemente afectó gravemente al resultado final habida cuenta de sus superioridad tecnológica. Entre las elites estadounidenses existía también preocupación por el aumento de la conciencia política y social estimulada por el activismo de los años 60, gran parte del cual se había suscitado como reacción a los miserables crímenes en Indochina que finalmente produjeron la indignación popular. Hemos sabido a través de los documentos del Pentágono que, después de la ofensiva de Tet, el mando militar se mostró reacio a apoyar la petición del Presidente de desplegar más tropas, ya que querían estar seguros de que “habría suficientes fuerzas disponibles en el país para controlar eventuales desórdenes civiles” en Estados Unidos, y temían que la escalada bélica pudiera llevar a correr el riego de “provocar una crisis interna de proporciones sin precedentes”.
La administración Reagan- y la actual administración o sus inmediatas predecesoras-creyeron que el problema del despertar de una opinión pública independiente se había superado, y aparentemente planearon continuar el modelo de Kennedy para Centroamérica en los años 60. Pero se echaron atrás ante las inesperadas protestas públicas y se inclinaron por la “guerra clandestina” y el empleo de fuerzas de seguridad asesinas y una enorme red de terrorismo internacional. Las consecuencias fueron terribles, pero no tan malas como los B-52 y las mortíferas operaciones masivas que alcanzaron el cenit cuando John Kerry se encontraba en el Delta del Mekong en el sur ya entonces muy devastado. La reacción popular incluso ante la supuesta “guerra clandestina” superó las previsiones. Los movimientos de solidaridad con Centroamérica, que se produjeron en muchas partes del mundo, fueron una vez más algo nuevo en la historia occidental.
Los gestores del Estado no prestaron atención a tales asuntos. De forma rutinaria, el nuevo presidente electo acostumbraba a pedir a los servicios de inteligencia una evaluación de la situación mundial. En 1989, cuando Bush I llegó al poder, se les escapó una parte. Pero se llamó la atención sobre el hecho de que cuando se atacase “ a enemigos mucho más débiles”- los únicos objetivos sensibles- Estados Unidos debería ganar “rápida y decisivamente”. La demora en la victoria podría “rebajar el apoyo popular”, que se sabía era escaso, lo que suponía un gran cambio desde la época de Kennedy-Johnson cuando el ataque a Indochina, aunque nunca fue popular, durante muchos años suscitó una pequeña reacción.
El mundo es bastante horrible hoy pero es bastante mejor que ayer, no sólo en lo relativo a la falta de disposición para tolerar las agresiones, sino también en otros aspectos, que ahora tendemos a dar por sentados. Hay muchas importantes lecciones que siempre deberíamos tener presentes por la misma razón que lleva olvidarlas en la cultura de las elites.
Podríamos detenernos unos momentos para recordar el papel desempeñado por Canadá en las guerras de Indochina, uno de los peores crímenes del siglo pasado. Canadá formaba parte de la Comisión Internacional de Control para Indochina que, en teoría, era neutral, pero que de hecho espiaba a favor de los agresores. Hemos sabido tras la apertura de los archivos canadienses que Canadá abrigaba “algunas dudas sobre medidas concretas que Estados Unidos había tomado contra Vietnam del Norte” pero “apoyaba los propósitos y objetivos de la política de los Estados Unidos de América” al oponerse “a las agresiones de los vietnamitas del Norte de carácter especial”. Esa agresión vietnamita no se podía consentir que ocurriera, no sólo por las posibles consecuencias para Vietnam- que todavía se enfrentaba en aquellos momentos a la amenaza de “extinción”, sino porque si Vietnam sobrevivía “como una entidad cultural e histórica viable” la agresión a los vietnamitas podría sentar un precedente “para otras supuestas guerras de liberación”. El concepto de agresión vietnamita contra los defensores estadounidenses del país tenía precedentes interesantes, que por cortesía no voy a mencionar. Pero resulta particularmente impactante porque los observadores canadienses seguramente eran conscientes en aquellos momentos que allí había más mercenarios estadounidenses en Vietnam del Sur, formando parte del ejército invasor estadounidense que vietnamitas del Norte, incluso si aceptamos que a algunos vietnamitas del Norte no les era permitido estar en Vietnam. Así los mercenarios de Estados Unidos al lado del más impresionante ejército estadounidenses amenazaban Vietnam del Sur con la “extinción” mediante masivas operaciones terroristas en el corazón del país, mientras que los “agresores” vietnamitas del Norte se encontraban en la periferia, principalmente intentando rechazar a las fuerzas invasoras hacia las fronteras, en el momento en que Vietnam del Norte también estaba siendo bombardeado. Esa fue la verdad oficial, según el Pentágono, hasta muchos años después de los informes del Gobierno canadiense.
Los historiadores que han explorado los archivos canadienses no han informado de las dudas sobre los ataques a Vietnam del Sur que, en la época en la que se redactaron los informes, estaban arrasando el país. A principios de los 50, un distinguido hombre de Estado, Lester Pearson, fue mucho más lejos al informar a la Cámara de los Comunes de que la “agresión” de los vietnamitas contra Francia en Vietnam era sólo una muestra de la generalizada “agresión comunista” y de que “la autoridad colonial soviética en Indochina” parecía más fuerte que la de Francia- lo que ocurría cuando Francia intentaba (con el apoyo de EE.UU.) recuperar sus antiguas colonias en Indochina, sin que existiera presencia de rusos en las cercanías, ni tan siquiera contactos con ellos, tal como la CIA tuvo que reconocer tras desesperados esfuerzos por encontrarlos. Hay que investigar bastante más a fondo para encontrar adhesiones más fervientes a los crímenes imperiales que las declaraciones de Pearson.
Sin olvidar los progresos significativos hacia unas sociedades más civilizadas de los últimos años, y las razones para ello, vayamos al presente, y a la noción de soberanía imperial que se está diseñando. No resulta sorprendente que cuando la población se hace más civilizada, el sistema de poder se esfuerce al máximo para controlar a la “gran bestia” (como los Padres Fundadores llamaban al pueblo). Y la gran bestia es en verdad terrible: volveré a las opiniones mayoritarias sobre los asuntos principales que, hasta la fecha, se encuentran tan lejos de la izquierda del espectro de los comentarios de la elite y del escenario político como jamás lo han estado- otro hecho que ofrece importantes lecciones a quienes no nos gusta lo que se está haciendo en nuestro nombre.
La concepción de la soberanía presidencial diseñada por las más reaccionarias y radicales fuerzas estatales de la administración de Bush es tan extrema que ha suscitado críticas sin precedentes en los círculos del establishmen más serios y respetados. Esas ideas han sido imbuidas al Presidente por el nuevo Fiscal General, Alberto Gonzales, a quien la prensa describe como moderado, y han sido mantenidas por el respetado profesor de derecho constitucional Sandorf Levinson, en el número actual de la revista de la Academia Estadounidense de las Artes y de las Ciencias. Levinson afirma que esa concepción se basa en el principio de que “No existen normas que puedan aplicarse al caos”. La cita, según comenta Levinson, corresponde a Carl Schmitt, el gran filósofo del derecho alemán del período nazi, a quien Levinson describe como “la verdadera eminencia gris de la administración Bush”. La Administración, aconsejada por Gonzales, ha desarrollado “una teoría de la autoridad presidencial que está muy cercana a la del poder que Schmitt estaba dispuesto a otorgar a su propio Führer”, escribe Levinson. En raras ocasiones se escuchan semejantes palabras procedentes del corazón del establishment.
En el mismo número de la Revista se publica un artículo de dos preeminentes analistas estratégicos sobre “la transformación del ejército”, que constituye uno de los elementos centrales de las nuevas doctrinas de la soberanía imperial: la rápida expansión de las armas ofensivas, incluyendo la militarización del espacio- a la que aparentemente se ha unido Canadá- así como otras medidas encaminadas a poner al mundo entero en peligro de aniquilación instantánea, que han suscitado las reacciones previstas de Rusia y recientemente de China. Los analistas concluyen que esos programas de Estados Unidos pueden conducir a la “catástrofe final”. Expresan, sin embargo, su esperanza en que una coalición de estados amantes de la paz, dirigidos por China, puedan contrarrestar el militarismo y la agresividad de Estados Unidos. Hemos llegado a una situación interesante en la que tales impresiones se expresan en círculos respetables y serios no inclinados a la hipérbole. Y cuando la confianza en la democracia estadounidense es tan pequeña que se mira hacia China para que nos salve de la “destrucción final”, corresponde a la segunda superpotencia decidir si la gran bestia merece ese desprecio.
Pero volvamos a Gonzales que fue quien transmitió al Presidente las conclusiones del Departamento de Justicia relativas a que el presidente tenía autoridad para derogar las Convenciones de Ginebra, la ley suprema del mundo en la que se basa el establecimiento de una ley humanitaria internacional. Y Gonzales, que era entonces consejero legal de Bush, le asesoró sobre lo que podría ser una buena idea, porque al anular las Convenciones “se reducía de forma sustancial la amenaza de procesamientos en el interior a los criminales (funcionarios de la Administración) sometidos a la Ley de Crímenes de Guerra de 1996, que castiga con la pena de muerte las “graves violaciones” de las Convenciones de Ginebra.
En estos momentos, podemos ver en las portadas de los periódicos por qué el Departamento de Justicia estaba seriamente preocupado ante la idea de que el Presidente y sus consejeros pudieran quedar expuestos a la pena de muerte, que se prevé en la ley aprobada en 1996 por el Congreso de mayoría republicana y, por supuesto, si se aplicasen los principios del Tribunal de Nuremberg en el caso de que alguien se los tomara en serio.
Hace dos semanas, The New York Times (NYT) publicó un reportaje en portada sobre la ocupación del Hospital General de Faluya, en el que se informaba de que “ los soldados sacaron a los pacientes y empleados del hospital de las habitaciones y les obligaron a sentarse o tirarse al suelo con las manos atadas tras la espalda”, imágenes que tomó un fotógrafo que les acompañaba. Todo ello se presentó como un importante logro, “La ofensiva acabó con lo que los funcionarios afirmaron constituía un arma de propaganda para la resistencia: El Hospital General de Faluya que facilitaba la relación de víctimas civiles”, y sus “cifras infladas”- infladas porque así lo afirma nuestro Amado Líder- estaban inflamando a la opinión pública en todo el país” y en la región, “elevando los costes políticos del conflicto”. La palabra “conflicto” es un eufemismo corriente para las agresiones de Estados Unidos, como cuando leemos en las mismas páginas que Estados Unidos debe ahora reconstruir “lo que precisamente ha destruido el conflicto”: exactamente “el conflicto” sin que nadie sea responsable de él, como si se tratara de un huracán. Volvamos al relato de la historia sobre el cierre del “arma de propaganda”. Existen documentos relevantes, entre los que se incluyen las Convenciones de Ginebra, en los que se instituye: “Que los establecimientos fijos sanitarios y las unidades médicas móviles no pueden en ninguna circunstancia ser atacadas sino que en cualquier situación deberán serán respetados y protegidos por la Partes en conflicto”. Así que el primer periódico del mundo describe alegremente los crímenes de guerra por los cuales los líderes políticos podrían ser sentenciados a pena de muerte según las leyes estadounidenses. Por ello, no resulta sorprendente que el nuevo moderado Fiscal General advirtiera al Presidente de que podría hacer uso de la autoridad constitucional que le había preparado el Departamento de Justicia para anular las ley suprema mundial, y adoptar el concepto de soberanía presidencial inventado por el consejero legal de Hitler, “La verdadera eminencia gris de la administración Bush”, según una respetable autoridad conservadora sobre derecho constitucional, que escribe en el más prestigioso y serio periódico del país.
El principal periódico del mundo también nos cuenta que el ejército estadounidense “había alcanzado casi todos los objetivos previstos, dejando “a la mayor parte de la ciudad convertida en ruinas humeantes”. A pesar de ello, no se ha conseguido un éxito completo. Hay escasas evidencias de “ratas insurgentes” muertas en sus “madrigueras” o en las calles, lo que continúa siendo un “misterio sin resolver”. Los periodistas empotrados encontraron el cuerpo de una mujer muerta, aunque “no se sabe si era una iraquí o una extranjera”, lo que en apariencia es la única pregunta que se les viene a la mente.
En el mismo artículo de portada se cita a un comandante de marina quien afirma que “Esto debería figurar en los libros de historia”, y quizás ocurra así. De hacerse, sabremos qué página de la historia se escribe, y quienes estarán precisamente detrás de ella, junto con aquellos que los elogian e incluso los toleran. Cuando menos sabremos si son capaces de una mínima decencia.
Uno puede hacer mención, al menos, de perecidos acontecimientos recientes que vienen a la mente de inmediato, como la destrucción de Grozny hace 10 años, una ciudad del mismo tamaño. O de Srebrenica, casi universalmente considerada en occidente como “un genocidio”. En este último caso, según sabemos por el informe del gobierno holandés y a través de otras fuentes, el enclave musulmán en Serbia, inadecuadamente protegido, se utilizaba como base para el ataque a otras aldeas serbias, y cuando se produjo la reacción defensiva fue terrible: los serbios se llevaron a todos los hombres en edad militar y los trasladaron para asesinarlos. Hay algunas diferencias con lo ocurrido en Faluya. Las mujeres y niños no fueron bombardeados como en Srebrenica, pero se los llevaron en camiones y no habrá trabajos para exhumar los cuerpos de las ratas insurgentes en sus madrigueras de Faluya. Existen otras diferencias que podrían alegarse a favor de los serbios.
Se puede argüir que todo esto es irrelevante. El Tribunal de Nuremberg, en aplicación detallada de la Carta de Naciones Unidas, declaraba que iniciar una guerra de agresión es “el máximo crimen internacional que se diferencia de los otros crímenes de guerra en que en él se hallan todos los males reunidos”, de ahí que a los crímenes de guerra en Faluya y Abu Graib haya que añadir la desnutrición aguda de los niños- que se ha duplicado y que ha llegado al nivel de Burundi, y es mucho mayor que la existente en Haití o Uganda-, así como el resto de atrocidades. Quienes fueron juzgados en Nuremberg y encontrados responsables de haber desempeñado algún papel en los crímenes máximos fueron sentenciados a muerte y ahorcados. El Tribunal de Tokio fue incluso más severo. Existe un importante libro sobre la materia de un canadiense experto en derecho internacional, Michael Mandel, que revisa con sumo detalle cómo los poderosos se auto-inmunizan frente a las leyes internacionales.
En efecto, el mismo Tribunal de Nuremberg sentó ese principio. Para procesar a los criminales nazis fue necesario establecer definiciones precisas de lo que constituía “crimen de guerra” y “crimen contra la humanidad”. De qué manera se llevó a cabo lo explicaba Telford Taylor, fiscal jefe del proceso y distinguido historiador y experto en derecho internacional:
Habida cuenta de que las dos partes en la II Guerra Mundial habían participado en el terrible juego de la destrucción de ciudades- los aliados con mayor éxito- no existía base para acusaciones criminales contra los alemanes o los japoneses, y de hecho no se presentaron acusaciones en esa materia...Los bombardeos aéreos se habían prodigado de forma tan extensiva y rutinaria tanto por los aliados como por parte del Eje que ni en Nuremberg ni en Tokio se abordó el asunto en los juicios.
La definición en vigor de “crimen” es la siguiente: Lo que hacen los otros pero no lo que nosotros hacemos”.Como ejemplo de esta forma de actuar está el que se absolvió a los criminales de guerra nazis cuando la defensa podía probar que sus contrarios estadounidenses habían cometido los mismos crímenes.
Taylor llega a la conclusión de que “castigar al enemigo- especialmente al enemigo vencido- por una conducta que el país que la impone también desarrolla sería tan extremadamente injusto que desacreditaría a las propias leyes”, lo que es cierto, pero la definición vigente también desacredita a las leyes y a los tribunales que las aplican. Taylor ofrece este marco como parte de su explicación sobre las razones por las que los bombardeos en Vietnam no fueron un crimen de guerra. Su argumentación resulta plausible, aunque desacredite a las leyes por sí mismas. Algunos de las posteriores procesos judiciales carecen de crédito quizás en mayor medida todavía, como en el caso de Yugoslavia contra la OTAN que se está viendo en la actualidad ante el Tribunal Internacional de Justicia. Estados Unidos ha sido dejado al margen, basándose en el argumento de que, en este caso, no está sujeto a la jurisdicción del Tribunal. La razón en la que se basa es la de que cuando tras 40 años, finalmente, Estados Unidos firmó la Convención sobre el genocidio ( que es de lo se trataba allí), lo había hecho con la reserva de que era inaplicable a los propios Estados Unidos.
En un comentario que produjo escándalo sobre los trabajos de los juristas del Departamento de Justicia para demostrar que el Presidente tiene el derecho a autorizar la tortura, el decano de la Facultad de Derecho de Yale, Howard Koh, decía que “la idea de que el Presidente tiene el poder constitucional de permitir la tortura es como decir que tiene el poder constitucional de cometer genocidio”. Los consejeros legales del Presidente, y el nuevo Fiscal General, encontrarían pocas dificultades en argumentar que el Presidente tiene en efecto ese derecho, siempre que la segunda superpotencia se lo permita.
La sagrada doctrina de la auto-impunidad seguro que se mantendrá en el juicio de Saddam Hussein, si es que llega a celebrarse. Vemos constantemente que Bush, Blair y otros respetables sujetos en el Gobierno lamentan los terribles crímenes de Saddam Hussein, siempre omitiendo valientemente las palabras siguientes: “con nuestra ayuda porque no nos preocupamos”. Es seguro que ningún tribunal permitirá que se trate el hecho de que los presidentes de Estados Unidos, desde Kennedy hasta hoy, junto a los presidentes franceses y a los primeros ministros británicos, y a los hombres de negocios de occidente, han sido cómplices en los crímenes de Saddam Hussein- en ocasiones de manera terrible-, entre los que se incluyen los actuales políticos y sus antecesores. Al constituir el Tribunal para juzgar a Saddam, el Departamento de Estado consultó al experto jurista estadounidense Prof. Charif Bassiuni, al que se ha citado hace poco afirmando: “Se ha hecho todo lo posible para tener un tribunal que esté controlado y no sea independiente, y al decir controlado quiero decir que los manipuladores políticos del tribunal tienen que estar seguros de que Estados Unidos y otras potencias occidentales no se vean implicadas en el proceso. Lo que se parece a una venganza de los victoriosos: y hace que aparezca como tendencioso, dirigido e injusto. Se trata de un simple subterfugio”. Lo que escasamente necesitamos que se nos diga.
El pretexto para las agresión anglo-estadounidense contra Irak fue el llamado derecho de “autodefensa anticipada” que ahora, en una perversa utilización del concepto, se denomina “guerra preventiva”. El derecho a la defensa anticipada fue expresado oficialmente en la Estrategia Nacional de Seguridad (NSS, en inglés) de la administración Bush en septiembre de 2002, por la que se declaraba el derecho de Washington a recurrir a la fuerza para eliminar cualquier desafío a su dominio mundial. La NSS fue muy criticada entre la elite de la política exterior, que comenzó con un artículo precisamente en la principal revista Foreign Affairs, en el que se advertía que “la nueva estrategia imperial” podría ser muy peligrosa. Las críticas siguieron a un nivel sin precedentes, pero no a los aspectos fundamentales: no a la doctrina en sí misma sino a su estilo y forma de presentarse. También en Foreign Affairs, la Secretaria de Estado de Clinton, Madeleine Albright se sumó a la crítica certeramente. Ella llamó la atención sobre el hecho de que aunque cualquier presidente tiene esa doctrina en la recámara sin embargo resultaba una locura hacerlo público ante la gente y realizarlo de forma que indignaría incluso a los aliados. Es decir, que al amenazar los intereses estadounidenses estaba mal hecho.
Por supuesto, Albright conocía que Clinton tenía una doctrina similar, que defendía el “uso unilateral de la fuerza militar” para defender los intereses vitales, como “asegurar al acceso sin cortapisas a los mercados clave, a los suministros de energía, y de recursos estratégicos”, sin tan siquiera exhibir los pretextos que Bush y Blair se inventaron. Si se toma de forma literal, la doctrina de Clinton era más expansiva que la NSS de Bush pero apenas llamó la atención. Se presentó de la manera adecuada y fue puesta en marcha con menos descaro.
Henry Kissinger describió la doctrina de Bush como “revolucionaria” subrayando que socava el sistema de derecho internacional de Westfalia, establecido en el siglo XVII. La aprobó con reservas sobre el estilo y la táctica, con una calificación crucial: no puede ser “un principio universal que afecte a todas las naciones”. En su lugar, el derecho de agresión debe quedar reservado exclusivamente a EE.UU. quien puede delegarlo a algunos de sus estados vasallos. Debemos rechazar enérgicamente el principio de universalidad: es decir, que se nos apliquen los mismos principios que nosotros aplicamos a los demás, y con más rigor si fuéramos serios. Kissinger debe ser reconocido por su honradez en proclamar abiertamente la doctrina predominante, la que normalmente se oculta tras las buenas intenciones y los intrincados legalismos, porque sabe que se dirige a una audiencia cultivada. Tal como era de esperar no se produjo reacción alguna.
Su conocimiento de la audiencia quedó una vez más de manifiesto, más dramáticamente aún, el pasado mayo, cuando se desclasificaron las grabaciones entre Nixon y él, a pesar de las grandes oposición que Kissinger planteó. Sobre el asunto hubo un reportaje en el periódico más importante del mundo, en el que de pasada se mencionaban las órdenes para bombardear Camboya que Kissinger trasmitió por encargo de Nixon al mando militar. En palabras de Kissinger “Una masiva campaña de bombardeos sobre Camboya. Sobre cualquier cosa que vuele o que se mueva”. No es habitual que en las órdenes para llevar a cabo crímenes tan horrendos- que nosotros no dudaríamos en calificar de “genocidio” si otros fueran los responsables- se sea tan explícito y expeditivo. Puede que incluso sea más que extraño; sería interesante comprobar si existe algo semejante en las grabaciones archivadas. La publicación tampoco produjo reacción alguna, refutando con ello a Koh. Aparentemente, parece las elites culturales han aceptado que el Presidente y sus consejeros de seguridad nacional tienen derecho a ordenar un genocidio.
Imaginen la reacción de los fiscales del Tribunal que juzga a Milosevic si pudieran encontrar algo remotamente parecido. Saltarían de alegría, el juicio se daría por terminado y Milosevic recibiría varias sentencias de cadena perpetua, o de pena de muerte si el Tribunal aplicara la ley estadounidense. Pero se trata de ellos, no de nosotros. La distinción es un principio fundamental de la cultura intelectual en occidente, y de hecho, así ha sido a lo largo de la historia casi de forma generalizada.
El principio de universalidad es el más elemental de los principios morales, y en él se basa la “teoría de la guerra justa” y de cualquier otro sistema moral que no merezca sino desprecio. El rechazo de tales verdades aceptadas está tan profundamente arraigado en la cultura intelectual que es prácticamente invisible. Con el fin de ilustrar lo profundamente enraizadas que se encuentran, volvamos al principio de la “autodefensa anticipatoria”, aceptado como legítimo por las dos organizaciones políticas (más importantes) en EE.UU., y en la práctica por todo el espectro de la opinión establecida, salvo los acostumbrados marginales. El principio tiene algunas consecuencias inmediatas. Si se concede a EE.UU. el derecho a la “autodefensa anticipatoria” contra el terror, entonces, ciertamente, Cuba, Nicaragua y muchos otros países hace mucho tiempo que tienen derecho a llevar a cabo ataques terroristas en el interior de EE.UU. porque no existe duda de sus anteriores implicaciones en muchos graves ataques terroristas contra ellos, extensamente documentados en fuentes respetables, y en el caso de Nicaragua, incluso condenados por el Tribunal Mundial y el Consejo de Seguridad (en dos resoluciones que EE.UU. vetó, con la abstención de la leal Gran Bretaña ). La conclusión de que Cuba y Nicaragua, entre otros muchos Estados, tienen desde hace tiempo el derecho a realizar atrocidades terroristas en EE.UU. es, por supuesto, completamente inaceptable, y nadie la defiende. Pero gracias a nuestra auto-impunidad respecto de las verdades morales, no existe peligro de que nadie saque conclusiones vergonzosas.
Pero todavía hay otras más escandalosas. Nadie, por ejemplo, conmemora el día de Pearl Harbour aclamando a los líderes fascistas del Japón Imperial. Pero para nuestra manera de actuar los bombardeos de las bases militares en las colonias estadounidenses de Hawai y Filipinas resultaron bastante inofensivas. Los dirigentes japoneses sabían que los fortalezas volantes B-17 estaban a punto de salir de las cadenas de producción de Boeing, y seguramente conocían también los debates públicos que tenían lugar en Estados Unidos en los que se explicaba cómo podían ser utilizadas para reducir a cenizas las ciudades de madera de Japón en una guerra de exterminio, volando desde las bases de Hawai y Filipinas, para “arrasar el corazón industrial del Imperio con bombas incendiarias sobre los millones de hormigueros de bambú”, tal como el General en la reserva de la Fuerza Aérea, Chennault, recomendaba en 1940, propuesta que “sencillamente deleitó” al presidente Roosevelt. Todo ello suponía una mucho mayor justificación para la auto-defensa anticipatoria que ninguna otra de las alegadas por Bush-Blair y sus aliados, aceptadas, con algunas reservas estratégicas, por los principales medios de información y de opinión.
Afortunadamente, nosotros una vez más estamos protegidos de semejantes conclusiones políticamente incorrectas por el rechazo de los principios morales comunes. Se podrían enumerar ejemplos prácticamente al azar. Para añadir uno último, fijémonos en el más reciente acto de agresión de la OTAN, previo a la invasión de EE.UU. y el Reino Unido de Irak: el bombardeo de Serbia en 1999. La justificación para ello se supone que fue el que no existían salidas diplomáticas y era preciso detener el genocidio en marcha. No es difícil echar por tierra esas afirmaciones.
En cuanto a las opciones diplomáticas, en el momento de iniciarse el bombardeo había sobre las mesa dos propuestas, una de la OTAN y otra de Serbia, y tras 78 días de bombardeos se alcanzó un compromiso entre las dos, al menos formalmente: pero fue de inmediato rechazada por la OTAN . Todo ello se ha desvanecido con rapidez en las brumas de la historia inaceptable, hasta el punto de no haberse hecho público jamás.
¿Y qué decir del genocidio en marcha- por utilizar el término aparecido centenares de veces en la prensa- mientras la OTAN se preparaba para la guerra? Es increíblemente sencillo de investigar, porque existen dos documentos básicos del Departamento de Estado, presentados para justificar el bombardeo, junto con extensas grabaciones documentales de la OSCE, OTAN y otras fuentes occidentales, así como un comisión de investigación del Parlamento británico, que coinciden en los hechos esenciales: las atrocidades se produjeron a partir de los bombardeos: no fueron su causa. Más aún, así se había previsto por el mando de la OTAN, tal como el general Wesley Clark informó a la prensa enseguida, y confirmó en sus memorias más detalladamente. El procesamiento de Milosevic, llevado a cabo durante los bombardeos- seguramente como arma de propaganda, a pesar de las inverosímiles negaciones- y confiando en los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos que los anunciaron de inmediato llegan a la misma conclusión: prácticamente todas las acusaciones se hicieron tras los bombardeos. Tales inconvenientes se subsanan con facilidad: la documentación occidental se suprime comúnmente en los medios de información e incluso en la investigación académica. Y la cronología se reajusta regularmente, de forma que las consecuencias de los bombardeos se convierten en las causas. He analizado en otro lugar esta sórdida historia, por lo que ahora no la repetiré aquí.
En efecto se llevaron a cabo atrocidades antes del bombardeo, unos 2.000 asesinatos durante el año anterior a marzo de 1999 según fuentes occidentales. Los británicos- los más duros de la coalición- hicieron la inverosímil afirmación (difícil de creer habida cuenta el desequilibrio de fuerzas) de que hasta enero de 1999, la mayoría de los asesinatos se atribuyeron a las guerrillas albanas del KLA (Ejército de Liberación Albano) que atacaban a civiles y soldados en incursiones a través de las fronteras con la esperanza de provocar una respuesta serbia que pudiera utilizarse con propósitos propagandísticos en occidente, como ingenuamente informaron, con la ayuda aparente de la CIA en los últimos meses. Las fuentes occidentales no indican cambios sustanciales hasta que se anunciaron los bombardeos y los observadores se retiraron unos días antes del inicio de los mismos en marzo. En uno de los pocos estudios académicos que incluso menciona los poco frecuentemente tan ricos archivos, Nicholas Wheeler llega a la conclusión de que 500 de los 2.000 fueron asesinados por los serbios. Él apoya los bombardeos de la OTAN porque considera que sin ellos las atrocidades serbias hubieran sido todavía peores en la realización de los crímenes previstos. Se trata del trabajo académico más riguroso. La prensa, y la mayoría de los estudios académicos, han elegido el método más fácil que es el de ignorar la documentación occidental y dar marcha atrás en la cronología. Lo que constituye una práctica chocante, muy instructiva también, al menos para quienes se preocupan sobre sus propios países.
Resultaría demasiado fácil continuar pero, habida cuenta de los constantes y terribles archivos desclasificados, se nos presenta una pregunta crucial: ¿cómo va a reaccionar la “gran bestia”, es decir la parte doméstica de la segunda potencia mundial?
La respuesta convencional es que la población aprueba todo esto, tal como se ha demostrado tras la reelección de Bush pero como suele ocurrir con frecuencia, es preciso un análisis más detallado.
Cada uno de los principales candidatos ha obtenido alrededor de un 30 % del voto electoral, si bien Bush un poco más que Kerry. Las tendencia generales de distribución del voto- todavía no se dispone de los detalles- son muy semejantes a las de las elecciones del 2000: casi los mismos estados “rojos” y “azules” según la metáfora habitual. Una pequeña desviación del voto hubiera supuesto que Kerry estuviera en la Casa Blanca. Ningún resultado hubiera servido para revelarnos algo significativo sobre el estado de ánimo del país, ni tan siquiera del de los votantes. Las cuestiones importantes, como de costumbre, se han mantenido al margen de la campaña o se han presentado de forma tan opaca para que muy pocos pudieran comprenderlas.
Es muy importante ser conscientes de que las campañas políticas se diseñan por las mismas gentes que venden pasta de dientes y coches. Su preocupación profesional en su actividad normal no es la de dar información, sino al contrario, la de engañar. Su tarea es la de socavar el concepto de mercado que se nos ha enseñado a reverenciar, en el que los consumidores estén bien informados para llevar a cabo elecciones racionales (los cuentos sobre las “iniciativas emprendedoras” son meras fantasías). En su lugar, los consumidores son gentes a engañar por medio de imágenes. Es por ello, poco sorprendente que la misma dedicación para el fraude y técnicas similares prevalezcan cuando se trata de vender candidatos, y de socavar la democracia.
En ningún caso es un secreto. Las corporaciones no invierten centenares de miles de millones de dólares en publicidad cada año para informar a la gente de la realidad, es decir para enumerar las propiedades del próximo coche del año, tal como ocurriría en una sociedad basada en consumidores informados que eligen de forma racional. Observar un comportamiento basado en la verdad sería más sencillo y barato. Pero el engaño es más caro: imágenes sofisticadas que muestran el coche con una actriz sexy, o con un héroe deportivo, o escalando una escarpada montaña, o algunos otros trucos que puedan inclinar al consumidor a comprar ese coche en lugar del prácticamente igual producido por la competencia. Lo mismo ocurre con las elecciones, dirigidas por la misma industria de relaciones públicas. El objeto es lanzar imágenes, y engañar a la gente para que las acepte, dejando a un lado lo importante, por buenas razones a las que volveré luego.
La población parece comprender la naturaleza de la representación y por ello justo antes de las elecciones de 2000, alrededor del 75 % de la gente las consideraba prácticamente algo sin sentido, una clase de juego en que estaban implicados donantes ricos, los aparatos de los partidos y unos candidatos entrenados para proyectar una imagen que sirva para ocultar los asuntos importantes pero sea capaz de atraer votos, razón por la cual, probablemente, el “robo de las elecciones” sólo preocupó a una elite que no parece que suscitara mucho interés público; si las elecciones tiene el mismo significado que lanzar una moneda para elegir al rey, ¿qué importancia tiene el que la moneda estuviera trucada? Justo antes de las elecciones de 2004, alrededor del 10 % de votantes afirmaba que su elección se basaría en “los programas/ ideas/ proyectos/ objetivos de los candidatos”; el 6% de los votantes de Bush y el 13 % de los de Kerry. Para el resto, la elección se basaría en lo que la industria propagandística denomina “cualidades” y “valores”. ¿El candidato proyecta la imagen de un líder fuerte, de un tipo al que a uno le gustaría encontrar en el bar, de alguien que verdaderamente se preocupa por uno porque es como cualquiera de nosotros? No resultaría sorprendente saber que a Bush se le entrenó con esmero para decir “nucular” y “misunderestimated” y otras tonterías que tanto gustan los intelectuales de ridiculizar. Lo que es probablemente tan real como el rancho que le han construido o el resto de su forma de actuar tan campechana. Después de todo, se le podría haber presentado como a un muchacho de las fraternidades de Yale que se ha hecho rico y poderoso gracias a sus conexiones poderosas y ricas. En su lugar, los asesores de imagen lo han presentado como a un tipo normal como cualquiera de nosotros, que nos va a proteger y que comparte mucho más “nuestros valores” que el cazador de patos y windsurfista a quien se puede acusar de haber falsificado sus condecoraciones.
Bush ha conseguido una gran mayoría entre los votantes que declaran estar preocupados sobre todo por los “valores morales” y por el “terrorismo”. Sabemos todo lo que hay saber sobre los valores de la Administración con sólo leer las páginas de negocios de la prensa del día después de las elecciones, en la que se describía la “euforia” de los consejos de administración, y no porque los altos ejecutivos estuvieran en contra del matrimonio gay. O preocupados por el hecho, apenas oculto, de que los muy importantes costes en los que han incurrido los planificadores de Bush serán transferidos a nuestros hijos y a nuestros nietos, incluidos los costes fiscales, la destrucción medioambiental y, quizás, la catástrofe final. Esos son los auténticos valores morales, dicho de forma clara y rotunda.
El compromiso de los planificadores de Bush en la “defensa contra el terrorismo” queda ilustrado más dramáticamente, quizás, por su decisión de intensificar la guerra contra el terrorismo, tal como se había previsto por su propias agencias de inteligencia, no porque a ellos les gustaran los atentados terroristas contra los estadounidenses sino porque, claramente, constituyen una prioridad menor para ellos- seguramente, comparada con objetivos como el establecimiento de bases militares en un estado clientelar en el centro de la región donde existen las mayores reservas de energía del mundo, reconocida desde la II Guerra Mundial como “la zona estratégica más importante del mundo”, “una fantástica fuente de poder estratégico y uno de los mayores premios materiales de la historia del mundo”. Es importante, críticamente, asegurarse de que “beneficios más allá de cualquier sueño codicioso- por citar la historia más importante de la industria del petróleo- fluyan en la dirección correcta: hacia las corporaciones estadounidenses de la energía, el Departamento del Tesoro, la altamente tecnificada industria militar de EE.UU. y las grandes firmas de la construcción, etc. E incluso más importante es el fantástico poder estratégico. Tener una mano firme en la espita garantiza el “poder del veto” sobre los rivales, tal como George Kennan indicó hace más de 50 años. En el mismo sentido, Zbigniew Brzezinski recientemente ha escrito que el control sobre Irak proporciona EE.UU. la “palanca fundamental” sobre las economías europeas y asiáticas, la mayor preocupación de los planificadores desde la II Guerra Mundial.
Los rivales están para mantener sus “responsabilidades regionales” en el “marco general del orden” gestionado por EE.UU., tal como Kissinger les advirtió en su discurso del “Año de Europa” hace treinta años. Y ahora resulta todavía más apremiante ya que los principales rivales amenazan con actuar de forma independiente, y puede que unidos. La Unión Europea y China fueron recíprocamente los principales socios comerciales en 2004, y sus relaciones cada vez se hacen más estrechas, incluyendo a la segunda economía mundial, Japón. Ser “la palanca fundamental” es más importante que nunca para el control global en el mundo tripolar que se está constituyendo desde hace más de 30 años. En comparación, la amenaza terrorista constituye una preocupación menor, aunque se sepa que la amenaza es enorme. Mucho antes del 11 de septiembre se sabía que antes o después, el terrorismo jihadista, organizado por Estados Unidos y sus aliados en los años 80, era probable que obtuviera armas de destrucción masiva con terroríficas consecuencias.
Téngase en cuenta que el asunto crucial en relación con el petróleo de Oriente Próximo- más o menos las 2/3 partes de las reservas del mundo y muy fácil de extracción – es el control, no el acceso a él. Las políticas estadounidenses hacia el Oriente Próximo eran las mismas cuando EE.UU. era un exportador neto de petróleo y siguen siendo iguales hoy, cuando los servicios de inteligencia estadounidenses prevén que los propios Estados Unidos dependerán más de los recursos de la cuenca atlántica, incluido Canadá, que perdió el derecho al control de sus propios recursos por el NAFTA.(Acuerdo de Libre Comercio del Atlántico Norte). Estas políticas probablemente serían las mismas si EE.UU. cambiara su política enregética hacia las energías renovables. Permanecerían la necesidad de controlar esa “estupenda fuente de poder estratégico” y de obtener “beneficios más allá del sueño de la codicia”. Las maniobras en Asia Central y en las rutas de los oleoductos reflejan preocupaciones semejantes.
Existen otras mucha ilustraciones del mismo orden de prioridades. Por hacer mención a una, el Departamento del Tesoro tiene una oficina (OFAC, Oficina de Control de los Activos Extranjeros) que tiene asignada la tarea de investigar las transacciones sospechosas, uno de los elementos esenciales de la “guerra contra el terrorismo”. La OFAC tiene 120 funcionarios. El pasado abril, la Casa Blanca informaba al Congreso de que cuatro de ellos habían sido destinados a seguir la pista de las finanzas de Osama Bin Laden y de Saddam Hussein mientras que casi dos docenas se dedicaban a reforzar el embargo contra Cuba- incidentalmente, declarado ilegal por casi todas las organizaciones internacionales relevantes, incluso la habitualmente complaciente Organización de Estados Americanos. Desde 1990 a 2003, periodo en que la OFAC ha informado al Congreso, se han llevado a cabo 93 investigaciones relacionadas con el terrorismo con 9.000 $ de multas mientras que han sido 11.000 las relativas a Cuba con 8 millones de dólares de multas. Pero ello no ha despertado interés alguno entre quienes ahora se hacen la pregunta sobre si la administración Bush- y las de sus predecesores- han reducido la lucha contra el terrorismo para elegir otras prioridades.
¿Por qué el Departamento del Tesoro dedica mucha más energía en asfixiar a Cuba que en la guerra contra el terrorismo? Estados Unidos es un caso único de sociedad abierta; de ahí que dispongamos de una enorme información sobre la actuación del Estado. Las razones fundamentales se expusieron en un documento secreto hace 40 años, cuando la administración Kennedy decidió volcar todos los “horrores de la tierra” en Cuba, tal como el historiador y confidente de Kennedy, Arthur Schlesinger, cuenta en su biografía de Robert Kennedy, quien consideraba el terrorismo su mayor prioridad. Los responsables del Departamento de Estado avisaban de que la “existencia” del régimen de Castro era un “desafío constante” a la política exterior de EE.UU. desde hacía 150 años, en el momento del establecimiento de la doctrina Monroe. No eran los rusos, sino el intolerable desafío del señor del hemisferio. Más aún, ese desafío permanente animaba a otros que podían infectarse por la “idea de Castro de asumir los asuntos cubanos”. Schlesinger había prevenido al recién llegado presidente Kennedy con el resumen de la misión presidencial a Latinoamérica. Según afirmaba Schlesinger los peligros eran particularmente graves, cuando la “distribución de la tierra y de las otras riquezas nacionales favorecía a las clases propietarias...y los pobres y desheredados, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana exigen oportunidades de tener una vida decente”. El sistema de dominación en su totalidad podría desmoronarse si la idea de responsabilizarse de sus propios asuntos extendiera sus nefastos tentáculos.
Recuerden la preocupación de los “observadores neutrales” canadienses en el ICC sobre el posible precedente de la agresión vietnamita en Vietnam, sujeta a similares pautas, según hemos sabido por los archivos documentales de EE.UU. Existen rasgos comunes en la agresión, subversión y en el terrorismo internacional patrocinado por el Estado enmascarado con la retórica de la Guerra Fría cuando se podía recurrir a esos pretextos.
El desafío triunfante resulta intolerable y se sitúa mucho más arriba como prioridad frente a la lucha contra el terrorismo, lo que constituye otra prueba de los principios tan firmemente establecidos, racionales internamente, y suficientemente evidentes para las víctimas pero no perceptibles para quienes describen los acontecimientos y debaten sobre las causas. El escándalo sobre las revelaciones de las prioridades de la administración de Bush efectuadas desde dentro (Clark, O’Neil) y la dilatada investigación del 11-S en Washington, son precisamente otras pruebas de esa curiosa incapacidad para percibir lo obvio e incluso para aceptarlo como una posibilidad.
Pero volvamos a la “gran bestia”. La opinión pública estadounidenses se analiza y estudia con gran cuidado y en profundidad. Estudios realizados justo antes de las elecciones indicaban que quienes estaban dispuestos a votar a Bush suponían que el Partido Republicano compartía sus perspectivas, incluso aunque el partido de forma explícita las rechazaba. Casi lo mismo ocurría con quienes apoyaban a Kerry, a no ser que demos una interpretación muy amplia a algunas de las ambiguas declaraciones que la mayoría de los electores jamás habían escuchado. Las principales preocupaciones de los partidarios de Kerry eran la economía y el servicio de salud, y suponían que él compartía sus puntos de vista en esa materias, de la misma manera que los de Bush creían, con similares justificaciones, que los republicanos compartían las suyas.
En resumen, quienes se molestaron en ir a votar en su mayoría aceptaron la imagen elaborada por la industria de Relaciones Públicas, que tenía sólo un ligero parecido con la realidad. Esto, sin tener en cuenta a los más afortunados que tienden a votar según sus intereses de clase. Aunque no disponemos de los detalles todavía, es una razonable conjetura que los acaudalados pudieron mostrar su agradecimiento a sus benefactores de la Casa Blanca incluso con más votos en 2004 de los que recibieron en 2000, posiblemente teniendo en cuenta las pequeñas diferencias.
¿Qué ocurrió con las actitudes públicas reales? De nuevo, justo antes de las elecciones se hicieron públicos los principales estudios, y cuando analizamos los resultados, de los que apenas se ha informado, comprobamos por qué es una buena idea basar las elecciones en el engaño, y mucho más tal como se hace en los mercados falsos de la doctrina del sistema. Veamos algunos ejemplos.
Una considerable mayoría creía que Estados Unidos debería aceptar la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional y del Tribunal Mundial, firmar el Protocolo de Kioto, permitir que la ONU tomara la dirección de las crisis internacionales (incluidas la seguridad, reconstrucción y transición política en Irak); recurrir a medidas diplomáticas y económicas en lugar de militares en la “guerra contra el terrorismo” y usar la fuerza exclusivamente si existiera evidencia sólida de que el país estaba a punto de ser atacado, rechazando el consenso bipartidista sobre la “guerra preventiva” y adoptando en su lugar la tradicional interpretación de la Carta de Naciones Unidas. Una mayoría, incluso, renunciaría al veto en el Consejo de Seguridad. Abrumadoras mayoría se inclinan por la expansión de los programas internos: la atención sanitaria primaria (80%) y asimismo el desarrollo de la educación y de la Seguridad Social. Resultados similares se han ofrecido en otros estudios llevados a cabo por las más prestigiosas organizaciones que pulsan la opinión pública.
En otras de las principales encuestas, alrededor del 80 % se declaraban favorables a que se garantizara la atención sanitaria incluso aunque hubieran de subirse los impuestos. Un sistema nacional de atención sanitaria es probable que redujera los gastos de forma considerable, al evitar los altos costes burocráticos, de supervisión y de papeleo, etc. que son algunos de los factores que hacen del sistema privado estadounidense de salud el más ineficaz en el mundo industrializado. La opinión pública lleva tiempo expresándose de forma parecida, con porcentajes que varían según sean las preguntas que se les formulan. Los resultados, a veces, se analizan en la prensa , donde se reflejan las preferencias públicas pero se las desprecia como “políticamente imposibles”. Así ocurrió una vez más en vísperas de las elecciones de 2004, el 31 de octubre, pocos días antes de las votaciones, cuando el NYT informó de que “la intervención gubernamental en el mercado sanitario estadounidense tenía un apoyo tan pequeño que el senador John Kerry tuvo que dejar claro en uno de los debates que su plan para ampliar el acceso al sistema de seguro sanitario no supondría la creación de un nuevo programa gubernamental”, lo que parece que es lo quiere la mayoría. Pero resulta políticamente imposible y de ahí que tenga tan pequeño apoyo político, lo que quiere decir que las compañías aseguradoras, HMO, las industrias farmacéuticas, Wall Street, etc., se oponen.
Resulta por ello digno de mención que esas opiniones las sustenta la gente en una práctica soledad, ya que raramente se les escucha, y aunque la pregunta no se les formule en las encuestas que se publican, es probablemente porque los que contestan consideran sus opiniones como idiosincrásicas. Sus preferencias no se tienen en cuenta en las campañas políticas y sólo de forma marginal en la opinión organizada en los medios de información y revistas. Lo mismo ocurre con otros asuntos, lo que plantea preguntas sobre el “déficit democrático”, en palabras del país más importante del mundo cuando se refiere a los otros.
¿Cuál hubiera sido el resultado de las elecciones si los partidos, cualquiera de ellos, hubieran estado dispuestos a introducir las preocupaciones de la gente en los asuntos que consideran de importancia vital? ¿O si esas cuestiones se hubieran debatido en los principales medios de información? No podemos hacer otra cosa que hacer conjeturas sobre ello, pero sabemos que no ocurrió, y que los hechos fueron incluso escasamente presentados. Por ello parece razonable suponer que el miedo a la gran bestia es bastante profundo.
El concepto actual de democracia se manifiesta también con claridad de otras maneras. Quizás la más extraordinaria sea la distinción entre la Vieja y la Nueva Europa en los prolegómenos de la guerra de Irak. El criterio para decidir quién formaba parte de una u otra era tan tajante y claro que resultaría difícil pasarlo por alto. La Vieja Europa- los tipos malos- eran los gobiernos que tomaron la misma postura que la mayoría de sus ciudadanos. La Nueva Europa- la apasionante esperanza de un futuro democrático- eran los líderes churchillianos como Berlusconi y Aznar que hicieron caso omiso de la mayoría de sus ciudadanos y sumisamente aceptaron las órdenes de Crawford, Tejas. El caso más dramático fue el de Turquía, donde- para sorpresa de todos- el gobierno siguió la voluntad del 95 % de la población. La oficialmente moderada administración representada por Colin Powell, anunció de forma inmediata graves castigos para semejante crimen. Turquía fue condenada amargamente en la prensa nacional por carecer de “credenciales democráticas”. El ejemplo más radical fue el de Paul Wolfowitz quien reprendió al ejército turco por no obligar al Gobierno a seguir las órdenes de Washington, y exigió que se disculparan y reconocieran públicamente que el objetivo de una democracia auténtica era ayudar a Estados Unidos. Por ello no sorprende que la prensa liberal lo aclamara como el “idealista en jefe” que lideraba la cruzada por la democracia (David Ignatius, veterano corresponsal y editor del Washington Post), una vocación bien conectada con el resto de su historial espantoso, guardado cuidadosamente bajo secreto.
También de otras maneras, el concepto vigente de democracia apenas se oculta. El artículo de opinión principal del NYT sobre la muerte de Yasser Arafat comenzaba por decir que “la era pos-Arafat sería la última prueba de uno de los artículos de fe estadounidense: que las elecciones confieren legitimidad incluso a la más frágil de las instituciones”. En el párrafo final, en la página siguiente, leemos que Washington “se resistía a nuevas elecciones nacionales entre los palestinos” porque Arafat podía ganarlas y conseguir “un mandato más sólido” y porque las elecciones también “podrían ayudar a que Hamás ganara credibilidad y autoridad”.
En otras palabras, la democracia es estupenda si los resultados van por el buen camino; en otro caso, hay que mandarla a la hoguera. Ese es el “artículo de fe”. La evidencia es tan abrumadora que resulta innecesario darle más vueltas, al menos para quienes se preocupan por estos asuntos como hechos históricos o incluso por el hecho de que se admitan públicamente.
Por tomar sólo un ejemplo actual significativo de la misma doctrina, hace un año, tras el fracaso de los otros pretextos para la invasión de Irak, quienes escriben los discursos de Bush empezaron a reemplazarlos con otros nuevos y pusieron en marcha lo que la prensa liberal denomina “la visión mesiánica del presidente para llevar la democracia” a Irak, a Oriente Próximo, a todo el mundo. Las reacciones fueron sorprendentes ya que oscilaron entre las aclamaciones entusiastas ante ese propósito que servía para probar que aquella era la guerra más noble de la historia (Ignatius) hasta las críticas, que coincidían en que el propósito era noble y estimulante pero que podría no estar a nuestro alcance ya que la cultura iraquí no estaba preparada para semejantes progreso hacia nuestros civilizados valores. Tenemos que moderar el idealismo mesiánico de Bush y Blair con algo de serio realismo, advertía el London Financial Times.
Lo interesante del hecho es que se presuponía, sin espíritu crítico alguno, en todo el espectro político que la visión mesiánica debería ser el objetivo de la invasión, no aquellas estupideces de las ADM (armas de destrucción masiva) y al-Qaeda, que ya no resultaban creíbles para la elite. ¿Cuál era la prueba de que Estados Unidos y Gran Bretaña seguían esa visión mesiánica? Había una prueba de hecho, una simple prueba de la evidencia: nuestros líderes lo habían proclamado. ¿Qué más se podía necesitar?
Pero existe un sector de la opinión pública que tiene otra visión del asunto: los iraquíes. En el momento en que Washington hizo público el nuevo propósito para obtener la aquiescencia, se dio a conocer una encuesta realizada por Estados Unidos entre los bagdadíes. Algunos coincidían con la casi unánime aceptación de la opinión occidental: que el objetivo era el de llevar la democracia a Irak: el uno por ciento. El cinco por ciento pensaba que era el ayudar a los iraquíes. La mayoría contestaba lo que resulta obvio: que EE.UU. quería controlar los recursos de Irak y utilizarlo como base para reorganizar la región de acuerdo con sus intereses. Los bagdadíes estaban de acuerdo en que existía una problema de atraso cultural: pero en occidente, no en Irak.
Realmente, sus opiniones eran más matizadas. Aunque el 1% creía que el propósito de la invasión era el llevar la democracia, casi la mitad pensaba que EE.UU. deseaba la democracia, pero no podía permitir que los iraquíes la organizaran “sin la presión e influencia estadounidenses”. Ellos comprendían muy bien el artículo de fe estadounidense, quizás porque era también el de los británicos cuando los tenían aplastados bajo sus botas. No tenían que conocer la historia del idealismo wilsoniano, o el de su noble contraparte británica, o la civilizadora misión francesa, o incluso la todavía más exaltada visión de los fascistas japoneses, y de otros muchos, probablemente próximos a un principio universal: con su propia experiencia era suficiente.
No resulta insólito para los que están abajo el que tengan una imagen más nítida de la realidad que la de quienes los dirigen.
Al principio, he hecho referencia a los notables éxitos de las luchas populares en las últimas décadas, que resultan evidentes si pensamos en ello un poco, pero que raramente se tienen en consideración por razones que no resultan difíciles de adivinar. La historia reciente y las actuaciones públicas sugieren bastante claramente las estrategias bastante conservadoras del activismo a corto plazo de quienes no quieren esperar a que China nos salve de la “solución final”. Disfrutamos de grandes privilegios y de libertad, muy notables si las comparamos con los estándares históricos. Esta herencia no nos ha venido de arriba: se ha conseguido gracias a la lucha constante que reduce el empuje de la palanca cada pocos años. Podemos, desde luego, abandonar ese legado y adoptar la postura fácil del pesimismo: no hay esperanza, así que nos quedaremos quietos. O podemos aprender de ese legado para trabajar por crear ( en parte re-crear) las bases para una cultura democrática que funcione, en la que la gente desempeñe un papel en la determinación de las políticas a seguir, no sólo en el escenario político del que hace mucho tiempo ha quedado excluida, sino en el importante escenario económico del que, por principio, ha estado siempre excluida.
No se puede decir que sean ideas radicales. Fueron claramente expuestas, por ejemplo, por el principal filósofo social del siglo XX en Estados Unidos, John Dewey, quien señaló que hasta que el “feudalismo industrial” sea reemplazado por la “democracia industrial”, la política seguirá siendo “la sombra que el gran capital proyecta sobre la sociedad”. Dewey era “tan estadounidense como la tarta de manzana” en términos coloquiales. Él, de hecho, provenía de una larga tradición de pensamiento y acción que se había desarrollado independientemente en la cultura de la clase obrera desde los orígenes de la revolución industrial, justo donde yo vivo, cerca de Boston. Esas ideas subyacen bajo la superficie y pueden convertirse en una parte viva de nuestras sociedades, culturas e instituciones. Pero como las victorias por la justicia y la libertad durante siglos ello no se producen por sí mismas. Una de las lecciones más nítidas de la historia, incluida la más reciente, es que los derechos no se nos regalan: hay que conseguirlos. El resto es cosa nuestra.
17 diciembre de 2004
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