Tres mil 200 personas permanecen en el llamado "corredor de la muerte" norteamericano, esperando años una ejecución que tarde o temprano llega, porque en el país de la democracia y de los derechos humanos aún existe esa pena, la cual cuenta con la aprobación de 60% de sus piadosos ciudadanos.
Esta semana le tocó el turno a Troy Davis, negro para variar, acusado de asesinar a un policía, blanco por supuesto, en 1989. Sobre el caso, no existió evidencia contundente ni cuerpo del delito, al punto de que siete de los nueve testigos que declararon en su contra en esa época, se retractaron, léase bien, se retractaron, es decir, afirmaron que lo dicho en el tribunal al momento de la condena no era cierto. Aún así y a pesar de los numerosos llamados a la conmutación de la pena formulados a través de Internet, incluido el propio Papa, al hombre le aplicaron su inyección letal este miércoles.
Sus últimas palabras fueron: "Soy inocente". Los psiquiatras y los criminólogos saben que nadie, en trance de morir, miente.
Por eso es que los gringos han refinado sus técnicas de tortura, avaladas también por su peculiar sistema de justicia, porque saben que quien se ve amenazado por intenso sufrimiento, termina por decir la verdad.
Las agencias de noticia recogieron la ejecución de Davis reflejando el claro sesgo racial que imperó durante el juicio ocurrido hace 22 años, en un estado predominantemente negro, Georgia, donde los blancos gobiernan con odio. Pero nada pudo contra la inamovible e implacable "justicia" norteamericana.
La mayoría de esos 3.200 reos que esperan su turno en el corredor de la muerte lleva años allí, lo cual equivale a un sufrimiento mayor, según relataron familiares presentes en el asesinato de Davis, que la propia muerte del condenado.Estados Unidos le impone al mundo su visión de la justicia. Ellos deciden quién debe vivir y quién merece morir. Hablan en nombre de la libertad y de los derechos humanos, pero para preservar esos principios hacen todo lo contrario.
Tienen un Guantánamo ahí, donde practican las más atroces torturas a árabes a quienes no se los ha encontrado culpables de nada distinto al hecho de que son musulmanes.
A cinco cubanos que están presos en Miami, acusados de espionaje porque simplemente penetraron células terroristas que querían atacar a su país, los tienen encerrados en huecos, aislados, donde ni siquiera ven la luz. Mientras tanto, un miserable como Luis Posada Carriles, terrorista confeso y criminal de la peor calaña, goza de la protección del Estado que le dio el sangriento entrenamiento que lo convirtió en la bestia que es.
La Corte Interamericana de los Derechos Humanos, tan presta ella a emitir opiniones y fallos a favor de los leales colaboradores del Gobierno norteamericano, no se ha pronunciado sobre la ejecución de Davis, ni sobre la propia existencia de la pena de muerte en "el país de las libertades". Tal vez si el señor Davis hubiese contado con el asesoramiento de Leopoldo López, obviamente con vara alta en el organismo, tal vez aún estaría vivo. Qué ironía.
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