Las utopías son verdades prematuras.
Ignacio Ramonet, Foro Social Mundial, 2001.
Somos una especie condenada a la utopía, sobre todo ante la amenaza del recalentamiento global.
Las utopías fueron siempre tema de sesudos pensadores que entregaban descripciones de lo que debiéramos ser. El que dio nombre al asunto fue Tomás Moro, con su libro Utopía. Pero valdrá la pena recorrer las extensas páginas de un libro definitivo sobre la materia, Fuegos bajo el agua, de Isaac J. Pardo (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1990), para escrutar las tantas utopías que han llegado hasta nuestros escritorios.
El término utopía (del gr. ou, ‘no’, y tópos, ‘lugar’: ‘lugar que no existe’) fue desprestigiado por muchos, entre ellos los clásicos marxistas, que hablaron de socialismo utópico para oponerlo al científico (cf. Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico). Pero podemos rescatar el término advirtiendo que utópico es todo deber ser o toda verdad prematura. Así, son utópicos los que avizoran un reino de Dios sobre la Tierra; los que aspiran a una sociedad comunista que vendrá después de la transición socialista; los que anhelan la preeminencia de la sharia, la Ley Islámica; y hasta los neoliberales con su sociedad imposible de competidores productivos aguijados por el lucro. Todos tenemos la aspiración de una inspiración.
También están los marginales, que formulan propuestas disparatadas a partir de premisas no menos insensatas. Es gente bondadosa que ama torpemente a la humanidad. Esas utopías vocacionales tienen en común la descripción de una sociedad próspera en que no habrá mal alguno y la riqueza será igual para todos, como en la canción de Carlos Gardel, El día que me quieras, en que «florecerá la vida, no existirá el dolor» (cf.. José Ignacio Cabrujas (1990), El día que me quieras (teatro), Caracas: Monte Ávila). Uno de los más emblemáticos es el Ceferino Piriz de la novela Rayuela, de Julio Cortázar (capítulos 129 y 133). Hay varios en la Antología de la literatura marginal, compilada por Caupolicán Ovalles (Caracas: Monte Ávila, 1977).
Zumbas aparte, el asunto no es ahora opcional, pues posponemos la realización de nuestra versión de la utopía, estorbados por las novedades del día a día y Facundo Cabral no puede ser bombero sino lo que rija la «triste realidad de la vida». La utopía y su posposición no son más que el conflicto deseo/realidad.
¿Es este anuncio del recalentamiento una versión actualizada del mito del Apocalipsis? No estoy en condiciones profesionales de juzgar rigurosamente el informe de 1.500 páginas de la ONU. Pero el que muchas voces converjan hacia el mismo tema puede interpretarse como mito, sin excluir, por cierto, para complicar, que el mito puede coincidir con la realidad, como tantos que explican el amor, el viento, los rayos, el nacimiento del mundo y de la especie humana, etc. A veces tienen raíz científica. El mito del Apocalipsis tiene entre sus componentes la culpa de los humanos sobre la tierra. Hay miles de películas, narraciones, pinturas, danzas y demás vehículos expresivos que explotan el mito apocalíptico. Las distopías (de dys, ‘mal’, + tópos, ‘lugar’: ‘lugar malo’) proliferan por todas partes más o menos con el mismo mensaje como en Demolition Man o Brazil: los humanos nos portamos mal y por eso la vida en el planeta se sume en un abismo totalitario, miserable, feo, desgarrado.
Una multitud de mitos conduce a grandes empresas: el de América como nueva Arcadia, El Dorado, paraje portentoso de endriagos, vestiglos, hombres de un solo pie y la cara en el pecho. Esos mitos condujeron a acciones reales y aquí estamos los americanos para testimoniarlo. Desde el sicoanálisis y el estructuralismo, entre otras disciplinas, podemos comprender y hasta disfrutar los mitos. Podemos creer en Pegaso sabiendo que no existe. Este fenómeno empíricamente verificado del recalentamiento global puede ser percibido y juzgado como mito, pero también podemos ser conscientes de esa percepción y por ello mismo asumirlo con madurez, sin ilusiones, es decir, científicamente.
La economía capitalista clama crecimiento. De otro modo, como un jet sin turbina, se desploma. Ahora bien, si insistimos en el capitalismo, no nos bastará este planeta y no hay en perspectiva la posibilidad de conquistar otro. Para satisfacer para todos el patrón de vida del llamado «primer mundo» necesitaríamos treinta planetas como la Tierra, como dice Serge Latouche, quien propone más bien el decrecimiento .
Hay, además, que redefinir la riqueza. La economía capitalista solo considera lo tasable en moneda. El bienestar es función solo de la masa de bienes y servicios disponibles. Pero ni siquiera esa cuenta es correcta, porque no arquea las desigualdades. Hay una mayoría que no tiene acceso al grueso de esos bienes y servicios, incluso en los países llamados desarrollados, en donde una enorme población, creciente, es excluida de la riqueza material, lo que está provocando más y más rechazo, desde el Foro Social Mundial hasta la resistencia iraquí .
Pero aun si tuviéramos un acceso equitativo a esa riqueza, no bastaría, porque quedarían por fuera los aspectos cualitativos, no medibles. ¿Cómo contar la riqueza cultural? ¿Cómo tasar la competencia estética? Es más, el goce estético no es solo el acceso y la competencia para el juicio, sino que la dimensión estética forme parte de la vida, del trabajo, de la recreación, de la comunicación, de la información, de la vida en común en general, desde la arquitectura y el urbanismo hasta el ambiente laboral. Que no sea solo asunto de museos.
Y de la vida ética, que no es simplemente abstenerse de «hacer el mal» ni de hacer el bien, sino convivir con justicia, en areté, es decir, dando cada quien lo mejor de sí, sin reprimir nada, por el placer de darlo. Así, la justicia no debe gozarse solo en recepción sino también en producción. Es también impedir que surja la injusticia. No es solo castigar al injusto, sino disfrutar de la vida justa, enriquecer cada quien, individuo y comunidad, su vida mediante la armonía interior del individuo y exterior ante la sociedad. Que la justicia sea un cráter en que todo fuego es interior porque todo fuego es exterior, como dice el Plan de Estudios que los estudiantes de Letras de la Universidad Central de Venezuela formulamos durante la Renovación Universitaria de 1969, esa premonición de mucho del proceso que actualmente vive Venezuela.
La primera reacción de George W. Bush al anuncio del informe de la ONU fue decir que los Estados Unidos no harán nada si la China no hace algo, todo a pesar de su propia Corte Suprema. Pero preguntar quién empieza primero es declarar que no se está dispuesto a nada ni primero ni último.
Solo luce posible un camino: superar el capitalismo, en el que basta con un buen balance contable para que todo lo demás luzca bien, así sea en medio de huracanes, sequías e inundaciones. Estos no existen porque no figuran en el balance, así sea leído en una isla de Manhattan hundida, junto con Cuba, las Islas Británicas, el Japón, Margarita, las costas globalmente sumergidas, con grandes hambrunas y con los desórdenes civiles previsibles.
El Ministerio de la Defensa de Inglaterra ha producido un informe que anuncia un futuro desolador, en que las clases medias, crecientemente excluidas, tomarán el papel revolucionario que Marx asignaba al proletariado. Pronostica armas pavorosas, cambios climáticos terroríficos, flashmobs, es decir, grupos móviles de acción violenta rápidamente organizados. Y mil catástrofes más.
¿Cómo desechar las utopías y seguir tan tranquilos? Estamos ante el mayor desafío de la especie. Ya no tenemos la opción de dejarnos llevar por «la fuerza de las cosas». La especie humana es joven y está cometiendo errores sin antecedentes. Y amenazando, además, a las otras. Este desafío nos obliga, como nunca, a una revisión radical de nuestra naturaleza, ese paradigma perdido del que habla Edgar Morin (Le paradigme perdu : la nature humaine, París: Seuil, 1973).
Y, en fin, aparte de desafiar a la China, Bush quiere imponernos el etanol como utopía ecológica y así quitarnos a los hombres de maíz el derecho a nuestra planta totémica, convertida en transgénico, en humo y sobre todo en más hambre. No hablaremos ya más del Popol Vuh, sino del Popol Bush…