Bush habló y hubiese sido mejor que se quedara callado. Su responsabilidad frente a esta crisis, que le estalló en la cara justo antes de que termine su mandato, lo despedirá con el más alto rechazo que Presidente estadopunidense alguno haya tenido. Se va con 91% de rechazo –sólo nueve de cada 100 gringos están con él–.
Imaginamos que integran el grupo de privilegiados que se han beneficiado de sus lucrativos negocios.
Gordon Brown, el primer ministro inglés, por su parte, llamó el viernes a los miembros de la Opep, que se reunirán el 18N para evaluar la caída de los precios del petróleo, a "actuar como estadistas". Si ellos, los líderes de las "grandes" naciones, se hubiesen comportado como estadistas, en lugar de como comerciantes, nada de lo que estamos viviendo estaría pasando. Habrían establecido controles sobre sus economías, habrían frenado la especulación, no estarían inventando guerras ni hubiesen ellos mismos, con sus falsas necesidades, inflado los precios del barril de crudo. Ahora le piden a la Opep que haga el milagro, a costa de sus propias ganancias.
El interminable despeñadero por el que está descendiendo aceleradamente la economía global pareciera no encontrar su fondo. Compra hoy y paga mañana, la máxima del libre mercado, la trampa para cazar incautos que permite crear la ilusión de que se tiene mucho más de lo que realmente es posible, ha terminado por devorar las entrañas del propio monstruo que creó la consigna.
Esta, la de 2008, no es una burbuja cualquiera. No se compara con la crisis de los tigres asiáticos, que dejó cojeando las economías del otro lado del mundo hace más de una década, ni con el Tequilazo, que hizo trastabillar la economía mexicana a mediados de los noventa, ni con ninguno de los muchos bajones que han sufrido los mercados de valores en distintas épocas. Esta hecatombe mundial ha puesto de rodillas a gringos, europeos, chinos y japoneses, a economías emergentes y supuestas potencias; ha introducido el nunca pensado escenario de que los países sí quiebran y ha dejado en evidencia, una vez más, que la avidez y la codicia terminan pagándose muy caro.
Como siempre, los más débiles serán los más desafortunados.
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