Yo conocí a Stalin una mañana larga en medio de una huelga obrera que parecía imposible dentro de un país que se tornaba insoportable.
Corrían los primeros años de la aburrida década de los 80. Vivíamos una retracción ideológica en Venezuela, con muchas expresiones de derecha en la política, pero también en la cabeza de los trabajadores.
Casi el único aire fresco eran los emergentes movimientos estudiantiles "horizontalistas", tan irreverentes como ingenuos, pero mejor que todo lo conocido.
El otro atractivo político eran los primeros respiros de los coroneles bolivarianos, pero aún estaban en su fase larvaria en los socavones más ignotos.
El resto era maloliente postmodernismo ramplón llegado de Europa y EE.UU. colonizando el imaginario de una generación, que algún Rector universitario denominó "boba"... porque él se creía "el más vivo".
Lo que me llamó la atención del Stalin Pérez Borge que estaba conociendo, eran su capacidad activa y esa extraña luz de inteligencia solapada y esquiva que irradiaba en sus ojos color mielabeja. Lo otro que destacaba en este compañero era la corpulencia cuadrada de su espalda, a pesar de su estatura razonablemente baja.
Stalin fue un miembro de la segunda línea de la segunda o tercera mejor generación de líderes obreros clasistas del siglo veinte venezolano.
Figuraba al lado de Antonio Mogollón y Orlando Chirinos, los dos jefes preclaros de ese movimiento de valientes cuadros proletarios, capaces de dirigir decenas de huelgas, redactar contratos, negociar en las inspectorías o las gobernaciones y ocupar fabricas cuando era necesario.
Yo no fui amigo personal de Stalin P.B.. Ese vínculo lo desarrollé con Orlando Chirinos, el más inteligente de los tres.
Pero Stalin destacaba sobre sus dos jefes en aspectos importantes en la política. Uno, era un lector más comedido y entusiasta y dos, sentía una atracción intelectual por el periodismo.
Una tarde del reciente 2022 que llevamos al parque a su nieta Eleonor y a mi hija Rocío, me contó que de adolescente descubrió con fruición de poeta que en las páginas del diario El Nacional (de aquellos años lejanos y perdidos, claro) habitaba un mundo literario, del que solo se apartaba para leer libros.
De tanto conocerlo me convencí que este buen hombre no fue un intelectual "hecho y derecho" porque nació en la clase equivocada en la provincia equivocada.
Ese gusto se lo pudo dar en los años finales de su vida entre Brasil y Argentina, cuando decidió asumir dos tareas intelectuales de distinto tipo. Una, la creación y dirección de un diario virtual de informaciones. Otra, ser el responsable hereditario entre la IV Internacional y lo que resta del arqueo trotskismo venezolano.
Y en ambas tareas lució lo que pudo ser y no fue.
Compartimos el placer de la buena lectura y el periodismo militante y esa necesidad permanente de sabernos parte de algo supra nacional y supra individual que desde el Renacimiento llaman Utopía y desde 1848 movimiento comunista internacional.
Un mes antes de morir me prestó el librito con el relato literario escrito por el joven León Trotsky de 1905, sobre su escape de Siberia en un trineo con un conductor borracho. Esta edición reciente está prolongada por el resonante novelista cubano Leonardo Padura.
Desde 1980 entrelazamos más de 40 años de militancia por un ideal socialista que resultó más complejo de lo ideado, realizado y escrito, en un mundo más irracionalizado por la tasa de ganancia y la mercancia, dónde todo es más salvaje pero sin los valores comunales del paleolitico.
Coincidíamos en amar la utopía y la vida con la misma fruición que degustábamos un buen plato de comida un domingo cualquiera de un verano rioplatense.
Quizá por eso, la muerte nos resultaba apenas un accidente inevitable de la marcha de las generaciones que resisten al desquició global de la explotación humana, mientras más global, más desquiciado.
Desde la primera semana de febrero me enteré por Marilú, su compañera eterna, de su agobiante batalla contra la muerte, esa cosa rara que comienza en nuestros organismos debilitados y se expande en las manos de médicos que a veces se acobardan ante el desafio.
Stalin moribundo tuvo la capacidad resiliente de recuperar la estabilidad vital de su organismo unos días antes de morir, sin que los clínicos comprendieran que lo hizo para que lo salvarán de la muerte con la ciencia...
Pero se rindieron ante el maldito protocolo y la parca les ganó.
Y así murió.... inmerecidamente.