Alguna gente repite por ahí la conseja de que “la política es el arte de lo posible”. Esto solo significa que el poder solo se conserva cuando se tiene la prudencia -o el cinismo, como mejor le plazca al lector- de no “pedirle peras al horno”.
Cualquier persona medianamente razonable, una vez ungida1 con cualquier dosis de poder –por modesta que sea- sabe que no deberá nunca pedir, proponer u ordenar aquellas cosas que de resultar “imposibles”, pudieran dejarla despojada del halo de prestigio o temor con que el poder distingue a todo “ungido”, del resto de los mortales.
La conseja de marras, solo expresa pues el cinismo pragmático que se ven obligados a practicar casi todos los políticos al asumir un poder que no ha dejado de entenderse como dominación del otro, desde que Nietzsche escribió sobre la voluntad de poder. Poder que en democracia se suele ejercer en nombre, no de los electores –es decir, los dominados- sino de las corporaciones transnacionales, la oligarquía cipaya o en última instancia, el chivo -que puede ser rojo rojito- y que te puso en el cargo para que cuidaras de sus intereses.
Por eso siempre me ha parecido mucho mas pertinente la definición que gusta de repetir de vez en cuando el presidente Chávez: “la política es el arte de hacer posible lo que parecía imposible”.
En esta segunda definición, la política se muestra como una herramienta de transformación y no necesariamente como un instrumento de dominación. Se trata de una definición que implica necesariamente la previa existencia de un juicio de valor. Por lo tanto, esta forma de acción política sería inseparable de una postura moral que apuesta invariablemente por un futuro diferente y mejor. Una moral material que como la define Enrique Dussell, se ejerce siempre en defensa de la vida del sujeto humano en comunidad.
Desgraciadamente, este modo de ejercer el noble oficio de la política, no puede realizarse desde dentro de las estructuras de ningún Estado, ya que el Estado sirve para muchas cosas, menos para transformar el mundo. El Estado, como su nombre lo indica se establece y estanca, genera estamentos que solo viven para conservar sus grandes o pequeños privilegios y en consecuencia, hablar de un “estado revolucionario” es tan absurdo como hablar de una mañana nocturna.
Todas las revoluciones conocidas, en tanto que expresiones relevantes de la lucha de clases, han demolido alguna estructura estatal, aunque también casi siempre han muerto construyendo un nuevo Estado a través de un perverso proceso que suele llamarse “restauración”.
Los “servidores” del Estado –o mas claramente, los que se sirven de el- solo aspiran a mineralizarse en sus cargos hasta la noche de los tiempos mientras esperan pacíficamente la jubilación y el botoncito de reconocimiento a sus 30 años atornillando el culo frente a un escritorio, donde lo menos que se practica es la escritura. La burocracia nunca sueña con tornar posible lo imposible. De hecho, la burocracia se distingue por su impotencia para soñar, pese a que muchos lo intentan todos los días y los podemos ver como duermen la siesta sobre sus escritorios, mostradores, taquillas o pupitres.
Cualquier cosa es buena para matar el tiempo, sin pensar que es el fluir del tiempo el que nos mata a todos inexorablemente. Por fortuna, Internet ha venido a dar sentido a tanto tiempo muerto, con sus videojuegos, Y los amigos ya no vienen a ti para darte un abrazo, prefieren notificarte por Facebook que quieren ser amigos tuyos. El Estado va tomando apariencia de un gan mausoleo silencioso porque hasta los muestos oyen su música favorita con un I-Pod.
Un día de estos, cualquier cudadano se acercará a la taquilla y esperará resepetuoso a que la gorda que está enfrente levante la cabeza y le pregunte con indolencia “¿Qué se le ofrece?... pero después de un rato, el tufillo y las moscas verdes le harán caer en cuenta de que está ante un cadáver insepulto, una bella alegoría del Estado.
Mientras tanto, los altos funcionarios, los inaccesibles que solo se ven en la televisión o besando niños en algún acto público, participan de una feroz batalla por la permanencia. El mayor desvelo de cualquier ministro suele ser no dejar de ser ministro.
Desde esta plataforma burocrática anclada hoy a una especie de “cuarta y media república” –como bien dice el Prof. Vladimir Acosta- se nos comunica que vamos a construir el Socialismo del Siglo XXI, cosa que nos permitimos dudar, aún a riesgo de que se nos empiecen a colgar apelativos infamantes.
Hoy, las contradicciones entre el discurso y la realidad material, son demasiado prominentes para que puedan ser desestimadas y para muestra podrían citarse mas botones de los que tiene un liqui-liqui
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