¡Ha
triunfado la Revolución! ¡El PSUV se consolida como el mayor partido político!
¡Las pretensiones del PPT se volvieron polvo cósmico! ¡Tendremos una bancada de
98 diputados y diputadas lo que significa el 59.39 %! ¡Se alcanzó un record
histórico de participación en elecciones de esta naturaleza! Todo esto y mucho
más es cierto y puede movernos a la satisfacción. Sólo que es cierto para un
partido o movimiento clásico dentro del juego “democrático” burgués. Pero ni el
PSUV está llamado a ser un partido dominante dentro del marco clásico de
partidos en el juego eleccionario de la democracia burguesa ni la Revolución
Bolivariana es un movimiento más aspirando a una cierta hegemonía dentro de la democracia
burguesa. En Revolución, no poder alcanzar la aceptación fluida y serena de al
menos el 80% de nuestros compatriotas –todos los que no son burgueses y para
los cuales es la Revolución- tiene que ser una seria advertencia. No hacerlo
podría ser suicida. No podemos conformarnos con “triunfos” que sólo garanticen
una cierta hegemonía pero que en cualquier momento pudieran revertirse. La
Revolución Socialista hay que garantizarla hasta colocarla a salvo de los
sustos propios del juego eleccionario burgués.
El Partido de la Revolución está llamado inexorablemente a ser el músculo
ejecutor de la transición al socialismo. Esta transición no la lleva a cabo
“maquinaria” alguna. Una maquinaria (cuyo nombre mismo tiene tantas
reminiscencias desagradables de la “maquinaria adeca” que ya sabemos como
terminó arrasada por el amor y la emoción de Chávez en 1998) organiza, canaliza
y garantiza el orden de la emoción, la pasión y el amor infinito del pueblo
pero no los contagia. Es necesario contagiar la emoción, la pasión y el fuego
sagrado del amor en el alma fértil del pueblo. Al pueblo hay que blindarle la
conciencia desde la ciencia del ejemplo. El problema con el contagio es que no
podemos contagiar sino aquello que tenemos. Para respirar y contagiar amor en las
narices de nuestro pueblo –como decía Albert Camus- hay que tener amor en el
pecho, en los nervios y hasta el tuétano de los huesos. Las “maquinarias” –con
sus estructuras burocráticas- no poseen per se ese fuego sagrado. Para
esta tarea es imprescindible un partido de apóstoles, un partido de misioneros
del socialismo. Sólo entonces tiene sentido esencial la maquinaria.
El Partido de la Revolución tiene que ser un estricto y severo contralor de las
acciones de la burocracia “mata sueños” No somos meros soñadores quienes
luchamos por un mundo socialista en vía al comunismo pero tampoco burócratas
del sueño. El gran desafío consiste en lograr que en esta etapa de transición,
en la cual el Estado debe cumplir la tarea de colocar todo su poder al servicio
del pueblo, éste no termine convertido en nuevo poder al servicio de sí mismo.
He aquí un delicadísimo problema que debe resolverse con creatividad, solvencia
teórica y decisión firme. El Estado socialista debe ser un Estado fuerte, en
tanto y en cuanto debe tener suficiente poder como para que, colocado al
servicio de la clase trabajadora alcance el objetivo de aplastar a la clase
opresora burguesa, pero con una irrevocable vocación suicida, pues debe
desaparecer como instrumento de opresión una vez solventada la división de
clases.
En principio, parece un grave error que el Partido de la Revolución –salvo el
caso del Comandante Presidente por su característica tan particular de conector
esencial con el alma del pueblo- sea al mismo tiempo partido y gobierno. Cuando
un cuadro revolucionario ejerce un cargo de importancia dentro del aparato
burocrático pierde su capacidad crítica y su fundamental papel de bisagra
articuladora entre la misión servidora del Estado y el pueblo al que sirve
¿Cómo evitar que el cuadro-burócrata no sea benévolo en la valoración de su
propia gestión y la de sus subalternos?, ¿cómo impedir que ese indudable poder
que mana del ejercicio del gobierno no sea utilizado en beneficio de sí mismo y
de sus incondicionales?, ¿cómo evitar que un ministro, gobernador o alcalde no
utilice su poder para colocar sus incondicionales en la dirección del partido?,
¿dependerá todo de la calidad ética del cuadro-burócrata?, pudiera ser, pero…
¿es suficiente esa garantía para hacer descansar en ella el éxito de la
Revolución? ¡La experiencia nos dice rotundamente que no! El ministro,
gobernador o alcalde debe responder por la plena eficacia en su cargo:
¡punto! El Partido ha de ser el corazón de la Revolución en cuanto a
concentrar en su seno los cuadros más exigentes, preparados y doctrinariamente
claros y absolutamente libres de compromisos con la burocracia para cumplir con
su rol intransferible de bisagra entre el poder constituido (Estado y Gobierno)
y el poder constituyente (El Pueblo Soberano). El Partido debe encarnar la
instancia moral más elevada y de juicio contundente a fin de zanjar –en su
condición mediadora- los problemas que vayan derivando de una transición que
devuelva todo el poder al pueblo, dueño legítimo del poder.
El Partido tiene que configurar un conjunto de cuadros con las personas más
generosas, entregadas, valientes, heroicas e ideológicamente mejor formadas del
pueblo. Les corresponde el invalorable privilegio de ser los constructores de
un mundo nuevo, y esa debe ser su única recompensa y además rechazar y repugnar
cualquier otro privilegio que no sea el de recibir un justo salario para sí y
su familia. Deben estar libres de tentaciones de poder de ningún tipo. Deben
ser personas con vocación irreductible de servicio a la causa revolucionaria, a
la patria y al pueblo, sin más recompensa que la que mana de una conciencia
plenamente satisfecha con haber sido en esta vida, personas útiles y buenas al
servicio del más sublime de los sueños. El pueblo, en su conjunto, debe ser el
protagonista de su propia redención. Los dones necesarios del Profetismo, del
Canto, del don Reparador y el de la Autoridad Regia, deben ser, como la
Soberanía misma, intransferibles, absolutos e imprescriptibles. Inventamos o
erramos ¡INVENTEMOS!