Con motivo de la Memoria y Cuenta presentada recientemente por el jefe
del estado ante la Asamblea Nacional, este se refirió a una anécdota
de la cual uno de sus protagonistas fue Jorge Olavaria, hoy lamentablemente
fallecido. La cuestión es que el Presidente le atribuyó la prisión
que por vilipendio sufrió Olavarria a Luis Herrera, cuando en realidad
quien promovió esa acción punitiva contra el dueño de Resumen fue
Carlos Andrés Pérez. Hoy, con el fin de restablecer la verdad histórica
quiero reproducir un artículo que, con motivo de aquel hecho, dimos
a conocer, y cuyo título es el que encabeza esta nota.
Sucede que a mediados del 99 o a principios del 2000, no recuerdo bien,
el todavía Congreso Nacional decidió efectuar una sesión extraordinaria
en el marco de las celebraciones de unas fechas patrias. Para tal fin,
le encomendó a Olavarria, un enconado adversario del presidente Chávez,
quien asistiría al acto, pronunciar el discurso de orden.
Y por supuesto sucedió lo que se esperaba: el orador no se ahorró
improperios, insultos y descalificaciones que no le dedicara a tan distinguido
visitante. A continuación, el artículo que redactamos con motivo de
ese incidente:
“Según afirma el dicho no ofende quien quiere sino el que puede.
De allí que a los infelices y peripatéticos sujetos como Jorge Olavaria,
no vale la pena tomarlos en cuenta y mucho menos contestarle sus improperios
y descalificaciones contra Presidente de la República.
Este sujeto, que ahora trata de exhibir unos arrestos viriles que todo
el mundo sabe que no los tiene, o al menos que no demostró cuando Alexis
Ortiz lo agredió y hasta creo que le causó algunas lesiones en el
rostro, se le volteó al Presidente. Y no lo hizo porque éste sea una
amenaza para una democracia a la que él mismo no se ha cansado de vituperar
y poner en entredicho, sino porque según se lo manifestó a algunas
personas de su entorno íntimo, no pudo conseguir la embajada de Inglaterra;
embajada con la cual contaba para el disfrute, junto con sus familiares
y amigos, de una vida regalada y ociosa.
Pero, ¿quién es este provocador de oficio? ¿Este ridículo saltimbanqui
y volatinero de la política, cuya habilidad para brincar de un bando
a otro sólo es comparable con la de algunos seudo-guerrilleros de la
década de los sesenta, que hoy defienden una democracia que hasta nomás
ayer querían fusilar? Para saberlo, con la reseña del siguiente hecho
basta y sobra:
En los años del primer gobierno del gocho, el mequetrefe del Olavaria
dirigía una revista de su propiedad. A través de este inmundo pasquín,
tan inmundo como la miserable alma de quien lo dirigía, vertía toda
la bilis que es capaz de segregar un resentido político, es decir,
quien habiendo cometido toda clase de indignidades, como esa de besar
el suelo a las que se refirió la señora de Chávez, no logra sin embargo
que lo tomen en cuenta, que lo designen ministro o embajador.
Por eso, para lograr sus desmesuradas ambiciones, se trazó una
estrategia muy digna de un sujeto tan inescrupuloso y embustero como
él. La misma consistía hacerle sentir su “poder” a los más altos
allegado al Presidente. Aterrorizando a estos altos funcionarios, pensaba
que tal vez podía conseguir que éstos convencieran a su jefe para
que lo llamara y le concediera algunos de los cargos que ambicionaba.
No lo logró. Su desvergonzado chantaje no le dio el resultado que esperaba.
Entonces, en vista de tan frustrante fracaso, la cogió con el
propio gocho, contra quien desató una feroz campaña en la cual mezcló,
como buen intrigante verdades, medias verdades y mentiras. Lo llamó
de todo: loco, delirante, ladrón y megalómano –el conejo llamando
al burro orejón- y otras lindezas por el estilo, muchas de las cuales,
si no todas, eran verídicas. El Gocho, aprovechando el poder que ejercía
sobre un poder judicial tan corrompido como él, le entabló una demanda
por vilipendio, logrando que le dictaran una sentencia condenatoria,
que implicaba permanecer unos cuantos meses a la sombra.
Ahora bien, como debe recordarse no resultó nada fácil ejecutar
esta sentencia. En efecto, la policía, después de buscar infructuosamente
al hablador por todas partes, por fin lo logra ubicar cerca del Congreso.
Sin embargo, Olavaria, que había visto primero la policía antes de
que ésta lo viera a él, corrió y se metió en el Parlamento. Creía
que allí estaría seguro. Pero se equivocó, porque el presidente del
cuerpo, un adeco conmilitón de CAP, le dio permiso a los agentes para
que entraran y cumplieran su cometido.
A partir de allí, y en medio de las ruidosas carcajadas de los parlamentarios,
quienes asombrados disfrutaban del regocijante espectáculo, se inició
una de las persecuciones más cómicas y risibles que recuerde la picaresca
política nacional.
El hablador, para eludir la implacable persecución, empezó a correr
con la policía pisándole los talones por entre las hileras de las
butacas del hemiciclo. Después, viendo que ya no había más hileras
y que la detención era inevitable, se encaramó en las butacas y empezó,
siempre con la policía detrás, a brincar de silla en silla. De este
modo pudo eludir el cerco policial y ganar la calle. Tan pronto puso
un pie en ésta, vio que el Fiscal general de la República se disponía
a abordar su vehículo. Ya tenía el alto funcionario medio cuerpo dentro
del mismo, cuando sintió que alguien lo agarraba fuertemente por la
levita.
Era Olavaria que, presa del pánico, se había agarrado de los faldones
del funcionario. Éste, sintiéndose ofendido en su dignidad, se salió
del carro para decirle al atrevido que lo soltara, que no fuera tan
falta de respeto. En eso estaban los dos, Fiscal y perseguido, cuando
llegaron los agentes y, agarrando al correlón por un brazo, empezaron
a tirar de él, arrastrando junto con el fanfarrón al pobre funcionario
que, atribulado y dando pequeños saltitos, trataba de soltarse del
férreo apretón del fugitivo. Y así, la policía, arrastrando a Olavaria
y éste al fiscal, recorrieron, entre gritos y gesticulaciones como
una cuadra, para deleite de los transeúntes quienes se desternillaban
de la risa viendo gratis aquel espectáculo que parecía extraído de
una película de Chaplin. Hasta que por fin, haciendo un esfuerzo supremo,
la policía logró desprender al chantajista de la levita del fiscal
y, pataleando, lo condujeron hasta la radiopatrulla y se lo llevaron.
No para Yare, desde luego, sino para una prisión cinco estrellas.