A continuación comparto con tod@s un breve pero interesante ensayo sobre un tema apasionante y vital en el debate de ideas a que nos convoca nuestro compañero presidente con la intensión de motivar y participar activamente y ojala arroje luces a nuestras vanguardias políticas que sumados al pueblo consolidemos las conquistas que hemos obtenido en estos duros años de lucha por contruir una patria para el buen vivir para el movimiento continental bolivariano y su maximo lider, Hugo Chávez Frias.
AUTOR: Aníbal Ponce
TÍTULO: Educación y Lucha de Clases
EDITORIAL: Editores Mexicanos Unidos S.A. (Cuarta edición)
AÑO: 1981
PÁGINAS: 245
PRÓLOGO: Emilio Troise
RANK: 9/10
Por Alejandro Jiménez
Sí
que hacen falta libros como este en las bibliotecas de escuelas y
universidades, para ver si nos convencemos de una vez por todas de que
la educación es también un problema de clase. Hay todavía tantas
escuelas “neutrales”, tanto maestro que deja para el fuero interno su
posición política y, sobretodo, tanto discurso hipócrita y camuflado que
muy poco parece haber, aquí y ahora, haciendo resistencia a esa visión
que –aunque mudada en algunos de sus rasgos- permanece fiel, por un
lado, al ideal de supremacía de clase, propio de la burguesía y, por
otro, a la explotación del hombre por el hombre, consecuencia necesaria
de la práctica capitalista.
La virtud de sacar en
limpio una reflexión lúcida y profunda sobre estos problemas, debe
atribuírsele en esta ocasión al pensador argentino Aníbal Ponce
(1898-1938), quien recoge en este libro una síntesis marxista de las
formas de relación que se establecieron entre las estructuras sociales y
la educación –como mecanismo de transformación y reproducción- desde la
originaria sociedad primitiva hasta la constituida ya bien entrado el
siglo XX.
Este Educación y Lucha de Clases
es un texto que resume el curso dictado por el autor en el Colegio
Libre de Estudios Superiores, en Argentina, durante 1934. Una época en
la que, después de la muerte de José Ingenieros –quien fuera su amigo
desde 1920-, Ponce se vuelca
totalmente sobre el pensamiento marxiano, viajando incluso por la
entonces Unión Soviética, pero también por otros países de Europa, y por
México, en donde fallecería tristemente como consecuencia de un
accidente automovilístico.
El
libro está compuesto por ocho capítulos en los cuales se presta
especial atención a la sociedad primitiva, la antigua –casos griego y
romano-, la feudal –edad media-, la burguesa –desde el renacimiento
hasta el siglo XIX, y la moderna, que por la fecha de su publicación,
apenas alcanzaba la década de los treintas del siglo pasado. Es
necesario insistir en que se trata de una revisión exhaustiva, muy
profunda, y ante todo rebosante de un lenguaje impugnador, contagioso,
si se quiere. Hay, sin embargo, un esquema que podría permitir
acercarnos a la tesis central del libro y englobar de alguna forma buena
parte del conjunto, del que sin embargo, muchas cosas quedarán aquí en
el tintero. Ese esquema es el que trataremos de abordar a continuación.
Sobre la diferencia entre Reforma
y Revolución
En opinión de Ponce existe una notoria diferencia entre Reforma y Revolución.
La primera alude a la modificación que tiene lugar en una determinada
estructura social que, sin embargo, mantiene los mismos equilibrios y
distancias entre clases. La Revolución, en cambio, trae consigo una
sustitución total de la estructura de clases. Así, la aparición de los sofistas en el siglo V a.n.e., de los retores en Roma en el siglo II, de la universidad en el siglo XI, y
de los humanistas en el XVI, son considerados por nuestro autor
como reformas; mientras que la aparición de la sociedad de clases que
sucedió a la primitiva, y el advenimiento de la burguesía posfeudalista,
son ejemplos de grandes revoluciones.
Esta
distinción nos permite al mismo tiempo reconocer las características y
alcances propios de la luchas de clases a lo largo de la historia. En
efecto cuando la sociedad primitiva, esto es, el comunismo de tribu, que
desconocía cualquier condición jerárquica y en
la que la educación era una actividad práctica y compartida, se
transforma -a razón de la división del trabajo y el desarrollo de la
técnica- en una sociedad de clases, en donde ahora una parte del grupo
se aparta del trabajo físico, opera una transformación radical de la
estructura en su conjunto. Esa es una revolución en todo el sentido de
la palabra, la primera y única hasta la llegada de la revolución
industrial y la reforma protestante en donde nuevamente operará un gran
trastrocamiento que cambiará todo lo habido hasta entonces, las clases
monásticas, señoriles, feudales, artesanas, campesinas, esclavas,
etcétera, para resumir sus particularidades en dos grupos únicamente: el
proletariado y la burguesía.
Todo
lo demás, todos esos cambios que en apariencia se han gestado durante
el devenir de los tiempos no han sido otra cosa que eso, apariencias,
porque la desigualdad que se inició como consecuencia del rompimiento
con la sociedad primitiva, no se ha logrado revertir desde entonces.
Diríamos que las grandes disputas que han venido de la mano de las
reformas han sido esencialmente por el poder: pasó así con los
comerciantes griegos, los guerreros romanos, los señores y la iglesia de
la edad media y, por supuesto, con la misma burguesía. Ha sido la lucha
por el poder y por los dispositivos para mantenerlo.
Un breve recorrido histórico
La
historia social de la humanidad se inicia con las sociedades
primitivas. Como se dijo, su característica esencial es el comunismo de
tribu, su bajo desarrollo instrumental y su nomadismo. Aquellas
primarias comunidades se transformaran en sociedades de clase en el
momento mismo en el que el trabajo se divide y los instrumentos de
producción se “tecnifican”. Un grupo, entonces, se desprenderá en ese
primer momento del trabajo físico de los demás, y se dedicará al
desarrollo de la técnica, a la administración o a la distribución.
Cuando aquel desprendimiento se traduce en una experiencia concreta y un conocimiento
que los hace perfectamente reconocibles frente al grupo trabajador,
asistimos al nacimiento de una clase dirigente que, paulatinamente,
estará menos dispuesta a compartir sus prerrogativas.
Ese
es el mundo antiguo. Una sociedad de clases en la que los trabajadores
han terminado por experimentar una cosificación: la esclavitud. La
producción se ha disparado hasta el límite de adquirir valor de cambio,
de suerte que aparezcan los primeros comerciantes –rompiendo con la
dinámica del trueque-. Pero, fíjense, la división social ha alcanzado un
grado tal, que incluso los primeros beneficiados de ella, la entonces
nobleza, empieza a ver que un grupo de comerciantes trata de alcanzar
sus privilegios. Sucedió
así en Grecia y también en Roma, en donde poco a poco, los comerciantes
ganaron terrero en la escala social, unas veces asociándose, otras
luchando abiertamente, pero siempre convirtiéndose en la clase
ascendente que luego será la privilegiada que tendrá que defender lo
suyo frente a una nueva clase que lucha.
La llegada del feudalismo coincide con el posicionamiento de la iglesia. Ambos serán explotadores a su manera. Los señores a través del subsidio de tierras y la continuación de su carrera guerrera;
la iglesia con su usura característica, los préstamos que
confería y el sometimiento de los hombres a su dogma. Una época negra
que sólo empezará a modificarse un poco en el Renacimiento, con la
reforma religiosa –que por supuesto, es sólo una ilusión-, y sobretodo,
con el nacimiento de la primera burguesía por allá en el siglo XV, que
trajo de su mano el racionalismo, la ciencia y la práctica. Esa
burguesía trajo además otro gran descubrimiento: el de clase, es
decir, es la primera clase que tiene conciencia de sí misma y actúa
plenamente conforme a sus intereses; por ello, en la revolución del
siglo XVIII las estructuras sociales que perduraron desde la antigüedad,
se modifican, básicamente, en el sentido de que la explotación encara
ahora una modalidad nunca antes vista, la de la máquina, la de la fuerza
de trabajo, en el sentido marxiano del término.
Aníbal
Ponce vio en la Revolución Soviética, el nuevo espacio para la
Revolución; es decir, la conquista de una nueva estructura social, ahora
sin clases. El proletariado por tanto, la clase residual de la
revolución burguesa, habría de asumir ese destino. Lógicamente, no
alcanzó a ver la totalidad de las transformaciones impulsadas por el
socialismo, y mucho menos el capitalismo de consumo que hoy día continúa
marchando a redobles; de lo contrario, lo más posible es que continuara
trabajando y exigiendo nuestra conciencia para sí.
La educación en la lucha de clases
Desprendíamos más arriba dos dimensiones de la educación: la de
transformar y la de mantener un cierto orden. Y bien, eso
ha sido la educación a lo largo de la historia: un dispositivo al
servicio de la clase ascendente cuando observa que sólo a través de ella
puede expandir su mensaje de sublevación, de hacer propio el
conocimiento que la clase hegemónica proclama como exclusivo. Pero es
también el medio que tiene la clase que ha logrado hacerse al poder,
para mantener la nueva estructura social. De suerte que trazando
conclusiones no sea otra cosa que una fuerza para marcar distancias. Desde las primarias formas en que los nacientes administradores transmitían el conocimiento a sus hijos para mantener su status,
hasta la actual clasificación de currículos de acuerdo a las
condiciones sociales de la escuela, pasando por las ceremonias de
iniciación o el predominio de la enseñanza religiosa, se respira
exactamente la misma tendencia: hacer ver el conocimiento como
prerrogativa de…, y como cuestión limitada según la clase a la que se pertenece.
Cada gran movimiento contó con su propio modelo educativo; así, los sofistas para los comerciantes griegos, los retores para los oradores romanos, los monjes y doctores para el medioevo, los técnicos y especialistas para la burguesía, y hoy por hoy, los profesionales para el capitalismo. Cada cual al servicio de la clase que le paga y le manda, cada cual siendo corrillo y
portavoz de los ideales de su época.
Parece
que no ha existido nunca una labor más infeliz y peor vista que la de
maestro. La antigüedad la despreciaba como cualquier otro trabajo
servil; durante el feudalismo se limitó al catecismo y la doctrina
religiosa. Durante la época de los grandes “pedagogos” –es decir,
Condorcet, Pestalozzi, Herbart-, los maestros fueron instructores de
niños y jóvenes que debían aceptar su pobreza; pagados por la burguesía
en el XIX y XX, tuvieron que encontrar métodos y
técnicas para mejorar la productividad, porque lo único que estuvo
detrás del revuelo de la "escuela nueva", de los “intereses del niño”,
el “trabajo colectivo” y demás, fue el enmascaramiento de una práctica
de explotación e hipocresía, que todavía perdura en nuestros días bajo
el fantasma de las políticas institucionales, la neutralidad de las
escuelas, la “inocencia” de los estudiantes o el respeto a las
diferencias religiosas.
Mientras
en las escuelas se siga obviando ese recorrido histórico
que hemos tratado de esbozar aquí, mientras los maestros se sigan
señalando como responsables de la “pureza” de los niños, sin tener
siquiera la posibilidad de proyectarse abiertamente, esto es, mientras
se siga manteniendo fuera de las aulas LA DIVISIÓN Y LUCHA DE CLASES,
tanto estudiantes como maestros se estarán sustrayendo de su realidad, y
por ende, legitimando su propia explotación. Marx decía que cuanto más
quebrado se halla el orden de las cosas existentes más penetra la idea
de la clase dirigente en la hipocrecía, y eso es, ciertamente, lo que
tenemos a nuestro alrededor, una escuela entendida desde la lógica
hipócrita y vergonzosa del capitalismo.
_________