¡Qué vaina con la muerte! Insiste en llevarse a gente buena. No dejó terminar enero sin arrebatarnos a Jesús Romero Anselmi. ¡Y qué vaina con la vida! Con este bendito día a día que mueve a postergar lo importante ante lo “urgente”. Importante y urgente era visitar a Romero en su lecho de enfermo para ratificarle cariño infinito y, de paso, arrancarle alguna anécdota o consejo postrero. Pero qué va. Grecia Pineda, periodista y gocha como él, intentó que varios nos acercáramos en cambote, pero al final no se pudo.
Al vacío que Chucho nos deja se agrega la certeza de que muchos pudimos hacer algo más, y no lo hicimos, para retribuirle en vida el privilegio de su camaradería. Qué vaina con la vida, Romero. Y qué vaina con la muerte.
Ojalá exista el cielo para que tú, católico y revolucionario, desde allí ilumines a quienes lloramos tu partida. Y, si no, nos queda tu ejemplo: caballero humilde, combativo, respetuoso, comprensivo, desprendido y cuántos adjetivos más que sólo seres especiales se ganan sin disenso.
Pierde el periodismo un reportero cabal, apasionado como el más jojoto y riguroso como el más sabio. Y pierde el ideal del socialismo un modelo viviente de plena coincidencia entre prédica y testimonio de vida. Chucho carecía de contradicciones en ese plano. Impostura o disimulo no iban con él. Así como lucía en pantalla, así era.
Cierta vez, la derecha hizo circular un listado de figuras del Gobierno con abultadas cuentas en dólares en el exterior. La sola presencia de Romero en esa lista era indicio de falsificación. Por él uno podía poner tranquilo las manos en el fuego.
Nuestro primer contacto fue hace casi 20 años. Él, veterano reportero, varias veces ganador del Premio Nacional, dirigente del Colegio de Periodistas. Yo, estudiante de Comunicación Social, pichón de reportero en ejercicio ilegal del oficio, como era y sigue siendo usual. Corría 1993 y había en puertas cruciales elecciones presidenciales. Competían Rafael Caldera, Claudio Fermín, Andrés Velásquez y Álvarez Paz. Por aquel tiempo presidía el CNP Eduardo Orozco, actual jefe de la ONG antichavista “Expresión Libre”.
A días de la elección, Orozco envió al entonces Consejo Supremo Electoral una carta donde prohibía entregar las acreditaciones oficiales para la cobertura de los comicios a los reporteros que no tuvieran carnet del CNP. Prohibición que impedía el derecho al trabajo a un mar de periodistas de casi toda la prensa escrita, radio y TV. Hubo un pataleo general que obligó a convocar a una asamblea gremial en la sede administrativa del Parlamento,en la esquina de Pajaritos. Allí se hizo sentir la estatura humana de Jesús Romero Anselmi.
Tras encendidas intervenciones, tronó su voz ronca y serena. Romero preguntó a sus compañeros del procerato gremial cuántos de ellos seguían siendo reporteros. Ninguno, o casi ninguno, se dio por aludido. “¿Vamos a ser nosotros, que ya no pateamos la calle, quienes impidamos a esos muchachos ejercer el periodismo?”, soltó. Como por arte de magia, aquel hombre de grueso bigote, sin canas aún, venció la tozudez de los gremialistas más talibanes. Los “ilegales” pudimos, así, cubrir las elecciones. Romero quedó retratado de cuerpo entero.
Ocho años después, en 2001, coincidimos en VTV. Previo al programa En confianza, que ese año empecé a conducir, Romero abría la planta con un espacio madrugador de análisis de prensa. Poco después el comandante Chávez lo nombró presidente del canal. Sin esfuerzo surgió entre nosotros una relación especial, que se consolidó en los duros tiempos vividos a partir de 2002. Lo demás es historia conocida. Si bien no murió en aquel abril de golpe de Estado, ni en los 63 días del sabotaje petrolero, Romero sí ofrendó la vida por la Revolución, por el periodismo y en particular por ese canal, que convirtió en hogar y voluntario calabozo, incluso después de haber sido relevado de sus responsabilidades. No pocas veces su ausencia se debía a que andaba en lo que más le gustaba: reportear. En Los Ruices dejó su salud, ya mermada por el vicio del cigarro. Vivió sólo 64 años.
Philippe Ariés, en su libro Morir en Occidente, cuenta que en el siglo XIX era común que los enfermos terminales pasaran sus últimos días rodeados de amigos y familiares, incluidos niños, como muestran los óleos de la época.
En nuestro tiempo, se va volviendo costumbre abandonar a gente querida en sus momentos finales, en nombre de lo urgente y lo importante, para condolernos luego, cuando todo está consumado. Una visita, un abrazo o un breve saludo telefónico valen más que el pésame a un familiar lloroso. Qué vaina con la vida. Gracias a ella, de todas formas, por permitir esos años de lucha y alegrías compartidas. Y gracias a ti, Romero, por todo. Seguimos pa’lante con tu enorme ejemplo siempre presente. Ojalá estemos a la altura de ese legado.
Ciudaccs@gmail.com