Pero es también recordar cómo se puede ser crítico de la izquierda tradicional sin volverse un bufón poco confiable de la burguesía. Jean d'Ormesson, hombre francés y de derecha si los hay, hizo su particular obituario de Semprún sin hacerle concesiones a su opción política, pero con respeto. Es que Semprún merece respeto porque nunca se faltó el respeto. Ni se lo faltó a nadie. Criticaba y respetaba, que no es fácil, en este mundo donde predominan los Berlusconis y los Pablos Medinas.
Se me caerán los dientes de tanto repetirlo: no hay que envilecerse para oponerse a un gobierno. No hay que pasarse para la CIA para expresar indignación por el estalinismo. Ni hacer un pasquincito patético y sin destinatario porque pocos lo leen. Todo lo contrario, ha habido en Venezuela, sin ir más lejos, personas como Leo, Pío Gil o José Rafael Pocaterra que han ganado dignidad oponiéndose a diversos gobiernos.
Puede uno estar o no de acuerdo con las posiciones de Semprún a lo largo de su accidentada vida de hombre de izquierda, que no es fácil, pues siempre o eres demasiado de izquierda para unos o muy poco para otros. Pero la terminó diciendo y haciendo dos cosas importantes: en febrero declaró que las revueltas árabes crean un nuevo contexto para la valoración del mundo musulmán, que debilita la visión tendenciosa que equipara toda protesta islámica con terrorismo, pues se trata de revueltas democráticas, de alta tecnología y en las que la mujer cumple un rol decisivo. Podríamos matizar esta apreciación con la desconfianza que produce la celebración unánime que hace de esas rebeliones el totalitarismo mediático globalizado, lo que da que pensar en cosas de que no trata esta nota. Eso no le quita valor a la tesis, que sigue siendo relevante, porque tampoco es que los gobiernos que han ido cayendo eran muy presentables que digamos.
La otra cosa que hizo fue luchar contra el hambre en el mundo.
Aprendamos, pues, de sus errores y también de sus aciertos, porque son más y son valiosos.
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