Entrado el Siglo XVIII, Simón Sáenz, un personaje caprichoso y seductor de profesión, andaba en búsqueda de aventuras sexuales; venía de haber engendrado a cuatro hijos, y en ese camino de combate cuerpo a cuerpo en que batallan los sexos, se encontró a María Joaquina de Aispurua, una hermosa quiteña, hija de españoles, quien se convertiría en la madre de Manuela.
Con palabras aterciopeladas que se escapaban furtivamente de los labios, se dio el desespero del amor, febril, y luego: el desmayo de la cópula, y concibe. Nace Manuela. No sabía Simón Sáenz, el Don Juan de Quito, que pasaría a la historia, no por él, él no valía nada, pero su hija Manuela, en cuyos brazos se enredarían las estrellas más altas, llegó al mundo como una mujer llamada a hacer de la pasión una gloria, un tormento…su ternura hace que nuestros hombres y mujeres balbuceen palabras simples y le entonen canciones de libertad.
Al nacer Manuela Sáenz, el 27 de diciembre de 1797, queda bajo el cuidado de su madre; siendo todavía una niña, presencia los primeros acontecimientos revolucionarios cuando el 25 de marzo de 1809, ante sus ojos, llevan prisioneros a Juan Pío Montufár “El Conde de Selva Negra”, al Coronel Nicolás de la Peña y al Doctor Juan de Dios Morales junto a otros cuatro revolucionarios. Era un grupo de hombres, guiados por un sentimiento patriota, por el sentimiento de la tierra propia. Esa escena se grabó en su alma y en su conciencia floreció un sentimiento de heroísmo, de admiración, de gallardía, al ver aquellos patriotas que llevaban presos con la cabeza erguida, fruncido el ceño, porte gentil, rasgo de caballero. Todos se veían imponentes; que de haberlo permitido su madre habría aplaudido…pasaron por su mente ideas, como la de preguntarse ¿qué sentimientos impulsan a su padre a ser enemigo de estos hombres, y a quienes su madre concede todos los méritos?.
Luego acontece un enfrentamiento cerca de Quito, donde son derrotados los patriotas. Podríamos decir que fue la primera batalla por la independencia, el 16 de octubre de 1809; estos hechos acrisolan el fervor patriota en la vida de Manuela Sáenz, dejando una profunda huella de la cual no se liberará nunca más, el de ser libre, ser rebelde, revolucionaria, amar con delirio. Lo que hará que Simón Bolívar la llamara “amable loca”.
Manuel Sáenz arriba a la pubertad aprendiendo todo lo que le enseñaban a una mujer en su época, en una sociedad machista: aprendió a tejer, rezar, bordar y a conocer los secretos de la cocina. Era muy inteligente, muy inquieta. Pero Manuela sabía también montar a caballo, le gustaba caminar por la montaña, participar en las cosechas, disfrutar el aire frío. Manuela, siendo una niña, estaba preparada para cualquier cosa, para realizar cualquier tarea.
Doña Joaquina siempre fue permisiva con su hija y otorgaba licencia a sus andanzas con Jonatás y Nathán, sus eternas compañeras. Hasta cuando vivió, su hija recibió de ella ternura y todo el cariño que habitó en su corazón.
Era el mes de septiembre de 1812, cuando Carlos Montufár llega a Quito en su afán por salvar los residuos de un ejército patriota perseguido por los realistas y asediado por las traiciones. En ese combate, luchan hacendados y sirvientes, todo el pueblo al lado de las fuerzas de la patria. Junto a ellos están Doña Joaquina y Manuelita. Son los primeros encuentros directos de Manuela con una realidad, es decir, con la guerra.
Tenía Manuela 15 hermosos años, quince años de vida que le fue dibujando una exuberante belleza, de ojos centelleantes, cuerpo esbelto, curveado, brazos perfectos…esta belleza indescriptible, de deliciosa sonrisa, a la vez poseía un recio don de mando y disposición a encerrarse con la soldadesca en Quito para defender al ejército patriota. Allá, el 8 de noviembre, los españoles van al asalto final a Quito. A los patriotas no les queda más que huir en una penosa retirada donde van Doña Joaquina, Manuela y las siempre fieles Jonatás y Nathán.
Transcurrido cierto tiempo, la familia regresa nuevamente a Quito y a su hacienda. Allí se entera Manuela de la crueldad con que los españoles trataron a los vencidos. Escenas de cabezas arrancadas de quienes fueron sus amigos, escenas de terror que Manuela no podrá olvidar nunca y que servirán para odiar toda la vida a los colonialistas españoles.
A Manuelita le seguirán llegando días amargos; a la edad de 17 años, su familia la interna en el sombrío Convento de Santa Catalina, con el argumento de que perfeccionara la lectura y la escritura…para ese entonces, ocurre en Jamaica uno de los treinta intentos para asesinar a Simón Bolívar por parte de los españoles.
Don Simón Sáenz y Doña Joaquina hallan en Quito a un médico inglés llamado Jaime Thorne, con quien acuerdan entregarle en acto nupcial a Manuelita. El Doctor Thorne era un hombre muy acaudalado, inteligente, de buena presencia y buenos modales. Sin embargo, esta noticia la recibió Manuela con mucha frialdad, a la vez que le parecía ridícula. Se casa, sin haberlo visto ni amado. Como en efecto, nunca lo amó.
Mientras esto ocurría en Quito, Simón Bolívar realizaba una de las proezas más grandes que haya acometido general alguno, como fue el Paso de los Andes, para al final, infringirle una descomunal derrota al realista General Arreiro, en la inolvidable Batalla de Boyacá, y así conquistar la libertad de toda Colombia. De allí, el Libertador regresaría a Venezuela, y, en la hoy llamada ciudad Bolívar, crea la Gran Colombia.
Siguen las batallas. Esta vez el Mariscal Sucre, quien en el Volcán Pichincha, libra una batalla contra los españoles, con una característica singular, y es que debido a la ubicación geográfica del terreno, todos los habitantes de Quito pudieron presenciarla. Fue inmensa la algarabía cuando vieron a lo lejos, en las torres de una iglesia, como se enarbolaba el pabellón nacional en señal de la victoria patriota. Ecuador, otro país que se declaraba libre y soberano.
Manuela participa de ese alborozo. Acude a los hospitales a visitar los heridos y a entregar víveres a las tropas. También donaría mulas de su hacienda para reponer las pérdidas. En esa faena conoció a quien se convertiría en su mejor amigo: el General Antonio José de Sucre, quien con tan solo 29 años de edad, dos años mayor que ella, sería además su leal confidente, y quien la nombraría la esposa del Libertador.
El 16 de junio, llega el Libertador a Quito montando un caballo blanco llamado "Pastor". Imponente la regia figura de un hombre pequeño de 1,67 de estatura, de contextura delgada. Todo el pueblo se aglomera para ver a los victoriosos pasar, aplauden, le arrojan flores. Tiene la voz vibrante, monta erguido, otea la poblada. Así lo visualiza el pueblo, así lo ve Manuela, quien desde un balcón observaba el paso de los vencedores. Cruzan las miradas, sus ojos chispeantes se encuentran, y luego una sonrisa. Aquel momento fue definitivo para que se sellara una pasión entre ambos.
En la noche se conocieron, bailaron, se quisieron. El Libertador se enamoró en el momento en que se hallaba en el apogeo de sus victorias. Bolívar había amado antes a María Teresa, su esposa fallecida; estuvo enamorado de Fanny du Villars, su adorada prima; de Josefina Machado, conocida por los soldados como "Pepita"; de Manolita Madroño de la Sierra, peruana, pero a ninguna había amado tanto como a Manuelita Sáenz.
Manuelita era una mujer fuera de serie, fuera de época, a ella no le importaba que la llamaran “la amante del Libertador”, eso la tenía sin cuidado, a ella lo único que le importaba era amarlo, que la dejaran quererlo sin límite de espacio, sin medida alguna.
Bolívar sale a la búsqueda de los reductos españoles, quienes acaudillados por Benito Boves, sobrino del famoso general realista muerto en la Batalla de Urica, se había alzado en la Ciudad de Pastos. Pero el General Sucre se le anticipa y derrota al sobrino de Boves.
Bolívar se dirige a Quito, donde vivió días de locura con su amante trofeo, con el eterno amor de su vida, con Manuelita Sáenz. Estando allí, llegaron noticias de una nueva insurrección en Pastos, a los que Bolívar, sable en mano como no lo había hecho antes ningún general, les dio un escarmiento matando a casi toda la soldadesca y amenazando con fusilar al que no se entregase para deportarlo.
Manuelita, de ser la bulliciosa agitadora, la enfermera, la guerrera, el jinete que se disfrazaba de hombre para entrar en batalla con los bigotes postizos, se consideraba miembro del ejército Libertador, se consideraba la más entusiasta cooperadora de Simón Bolívar, su Generala, dispuesta a servir y salvar la obra de su amante. Será una de las más exaltas patriotas.
Ya a Bolívar se le comenzaban a notar síntomas de la enfermedad, narra la historia, y escribe Joaquín Mosquera, cuando pregunta al Libertador antes de la Batalla de Pativilca "¿qué piensa usted hacer ahora?" y "avivando los ojos le respondió: triunfar”.
Antonio José de Sucre, para todos “El Mariscal”, para los historiadores “el lujo del ejército patriota”, arenga a su tropa antes de la batalla. El enemigo lo componen nueve mil trescientos diez realistas. De nuestro lado, sólo cinco mil setecientos ochenta patriotas, de quienes el Libertador dijo, “esos soldados no volverán a su patria sino cubiertos de laureles, pasando por arcos triunfales. Vencerán y dejarán libre el Perú, o todos morirán” son palabras textuales del padre de la Patria.
Y con el grito de “a paso de vencedores” salimos victoriosos, a pesar de que los realistas casi nos duplicaban en número. Aquí se destaca la participación de Manuelita, quien con una lanza en mano, libra batalla de tú a tú contra la caballería de la realeza española. Del ejército colonizador no quedó sino el recuerdo.
Manuela está inscrita en las páginas de la historia y para ello Bolívar le deja estas frases en sus cartas “y te amaba más por tu genio encantador que por tus atractivos deliciosos”.
Manuelita era quien custodiaba el archivo del Libertador, era algo más, casi podemos decir que su jefe de seguridad. Esto la llevó a salvarlo de atentados, emboscadas, y al mismo tiempo a conocer a sus enemigos.
Fue Manuelita quien salvó a Bolívar una de las veces que intentaron asesinarlo. Bolívar se levantó de su hamaca, acostándose en su lugar uno de sus servidores, quien recibió una puñalada mortal al ser confundido con él.
En otra oportunidad, Manuela, para salvar a Bolívar de un atentado, lo sacó por una ventana, teniendo que refugiarlo bajo un puente húmedo, hecho que agravó sin duda alguna su enfermedad pulmonar.
"Yo amé al Libertador; muerto, lo venero." estas palabras de Manuelita expresan la fuerza con que amaba, no creía en las preocupaciones sociales, “y no soy más ni menos honrada por ser el Libertador mi amante”. Esta entereza y firmes palabras reflejan a una mujer fuera de época viviendo sobre los siglos.
El 17 de diciembre de 1830 muere Simón Bolívar, el Padre de la Patria. El Libertador de América. Su amante, su mujer, su Libertadora, su coronela, lo leía en una carta enviada desde Santa Marta, Colombia, a Bogotá. Bolívar
muere de tuberculosis. Rodeado de seis de sus generales y coroneles, dos capitanes, dos tenientes y parte de su personal de confianza...
Manuela quiso cerrarle los párpados suavemente al morir, Manuela quiso derramar sobre su cuello un último suspiro y quiso besarlo con sus labios tiernamente y acariciar con sus pestañas las mejillas, rozar su espalda con sus uñas y decirle al oído “te quiero, te quiero” para que se llevara el
eco de su voz a la eternidad.
La muerte de su amante significaría para Manuela transitar un sufrible calvario. Su hermano muere en lucha contra las fuerzas de Santander. Ella, seis meses después, es confinada a una cárcel llamada irónicamente "El Divorcio" y luego expulsada a Jamaica. El delito para la expulsión era haber amado al Libertador.
Una tarde de 1847, unos bandidos matan en Quito al Doctor Thorne. En su testamento, este médico deja todas sus propiedades y bienes de fortuna a Manuelita, pero ella las rechaza íntegramente, a pesar de la pobreza en que vivía.
Veintiún años duró el destierro de Manuelita. Nunca se separó de sus fieles compañeras Jonatás y Nathán, sólo la muerte las separó. Nunca más Manuela volvió a vestirse de capitana, nunca más a ponerse bigotes, ni usar pistolas, ni montar a caballo. Su fin llega cuando un marinero enfermo, cuyo nombre nadie supo, desembarca con difteria en un pueblito del Perú llamado Paita, y Manuela, junto a sus fieles sirvientas contraen la enfermedad y mueren el 23 de noviembre de 1856.
Los restos de Manuelita, es decir sus cenizas, son simbólicas, se trata de dos cofres con tierra de Paita donde falleció. El 13 de mayo del 2.010, las cenizas simbólicas de la libertadora del Libertador, recorren Ecuador; escoltadas por mujeres militares, atraviesan 13 provincias y permanecen varios días en Quito. El 24 de ese mismo mes, una de las urnas será depositada en el "Templo de la Patria", un museo enclavado en las faldas del volcán Pichincha, donde se libró la batalla final por la independencia del país.
El segundo cofre, es trasladado a Caracas y depositado al lado de donde yacen los restos del Libertador de América desde el 24 de julio del 2010.
Manuelita fue una mujer extraordinaria, tan extraordinaria, que el Presidente Constitucional de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, la ascendió al grado de Generala.
Dijo nuestro presidente:
“Manuela Sáenz reivindica históricamente el papel de la mujer en los procesos revolucionarios de nuestros pueblos. Manuela no es Manuela, Manuela son las mujeres indígenas, las mujeres negras, las mujeres criollas y mestizas que lucharon, luchan y seguirán luchando por la dignidad de sus hijos, sus nietos, su patria”.
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