La universidad es una institución llegada con cierto retraso a Venezuela. Se instaló ella en nuestro territorio durante el año 1725, cuando varias ciudades latinoamericanas disfrutaban, desde mucho tiempo antes, de la experiencia educativa brindada por la universidad. Igual ocurrió en nuestro caso con la imprenta. Arribó este artefacto a nuestras costas en septiembre del año 1808, a poco de iniciarse el proceso independentista. Ya para entonces circulaban, desde mediados del siglo XVI, en ciudades como México, Buenos Aires y Lima, periódicos, folletos y libros editados en imprentas instaladas en estos lugares. Pero es que además, en Venezuela hubo una sola imprenta y una sola universidad en el largo tiempo colonial, ambas en la ciudad de Caracas. Se explica tal situación porque el territorio venezolano, no gozó de las preferencias de los monarcas españoles, pues unas provincias, como las nuestras, que apenas producían cantidades modestas de cacao, añil, tabaco, café y algodón, no atraían las miradas de tales reyes, como sí lo hacían México y Lima, ciudades tan ricas en oro y plata, que de sus puertos salían periódicamente, vía España, navíos repletos de oro y plata, en cantidades suficientes como para que, pasados los años, se pudiera construir un puente capaz de unir América con Europa, según Galeano.
Por sus características, el impacto de la universidad en la realidad socioeconómica venezolana fue modesto, tanto en el tiempo colonial como en el siglo XIX. Es que la educación universitaria estaba reducida a los pocos mantuanos que existían entonces, pues solo los miembros de esta clase podían demostrar que estaban limpios de toda “mala sangre”, y además, pagar los altos costos que suponía seguir los estudios universitarios. Los números señalan que desde su erección hasta 1810, esto es durante casi un siglo, obtuvieron su título universitario apenas unas 1600 personas. De allí que innumerables pueblos y ciudades venezolanas no vieran caminar por sus calles, en todos estos años, a ningún abogado, médico, filósofo o teólogo, profesiones éstas en las cuales confería título la universidad colonial caraqueña. Ante tales carencias, sucedió entonces que los alarifes actuaron como ingenieros, los yerbateros como médicos, los pulperos como farmaceutas, los carniceros como cirujanos y los peluqueros como juristas.
Esta situación continuó más o menos parecida durante hasta bien entrado el siglo XX, cuando el país estuvo regido por verdaderos gamonales, tipo José Antonio Páez, José Tadeo Monagas, Julián castro o Juan Vicente Gómez, hombres sin muchas luces y mucho menos preocupados porque nuestro país avanzara en materia educativa. El que sí se preocupó bastante por darle un gran empuje a la Universidad de Caracas, fue el Libertador, Simón Bolívar, al punto que el historiador venezolano Ildefonso Leal, Cronista de la Universidad Central de Venezuela y actual director de la Academia Nacional de la Historia asevera que “En toda la larga y accidentada historia de Venezuela no ha habido un Jefe de Estado con las miras progresistas de Bolívar, que tanto se haya preocupado por el destino y la marcha de la Universidad Central” (1983). Es que el Libertador, a diferencia de los gamonales nombrados, era un verdadero estadista; él no llegó a la política para favorecer sus intereses pecuniarios; su interés era la fragua de una gran república, en cuya concreción puso en juego su inteligencia y acción. Bolívar pensaba y actuaba no para favorecer a sus familiares o a los de su clase, sino en función del interés colectivo nacional.
Ejemplo de esto fue lo que hizo, estando en su ciudad natal, el año 1827, respecto a la Universidad de Caracas. Le asignó a esta institución, para que se desentendiera de los vaivenes del presupuesto público, propiedades, como: haciendas, casas, hatos, cuyo arrendamiento le garantizaban ingresos por demás suficientes para su sostenimiento en condiciones bastante holgadas. Pero, lamentablemente, otro gamonal, Antonio Guzmán Blanco, amante de los dineros públicos, en su condición de presidente de Venezuela, le confiscó a la universidad estos bienes, con lo cual la hizo retroceder a los tiempos cuando era ella una pobre institución, incapaz siquiera de garantizar a sus profesores sus escuálidos sueldos. Y a poco vino la estocada mal hiriente, la que le profirió el bárbaro mayor, Juan Vicente Gómez, una bestia vestida de hombre, que presidió Venezuela durante veintisiete años. Cerró la universidad; le molestaba mucho a aquel ignaro gamonal las pocas luces que destellaban desde este recinto; muchos estudiantes y profesores fueron a dar entonces a las mazmorras de la Rotunda, pues habían cometido el pecado de quererse ilustrar, de aspirar adquirir las luces del conocimiento, y eso no lo podía admitir aquel bárbaro, cuyo lema gubernamental se reducía a la escueta frase: “Paz, tierra y trabajo”, y que, a fin de cuentas, quería decir exactamente, paz, en las cárceles, tierra, en el cementerio y trabajo forzado en las carreteras.
Por supuesto, este rosario de dificultades por las que pasó la universidad venezolana tuvo que generar numerosas anomalías al país, tales como: déficit de profesionales universitarios, carencia absoluta de egresados en especialidades requeridas para ejecutar un plan de desarrollo económico, formación deficiente y sin pertinencia y, muy bajo impacto de la institución en la realidad socioeconómica nacional. Sin duda que ese fardo ha pesado mucho, sus secuelas deben estar aun haciendo de las suyas en estos chaparrales venezolanos, donde estamos todavía a distancia de alcanzar una república con ciertos aires modernos.
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