Aceptemos en beneficio del argumento que esos reyes gandules se paseaban en coches de bueyes sobre mullidos almohadones y no atendían el negocio, gobernados por sus esposas y sus mayordomos de palacio.
Hoy vemos un rey-jarrón chino como JuanCa, que gana un platal por la absorbente ocupación de no hacer nada. Lo mismo pasa con Isabel II, en contraste con su predecesora Isabel I, la de la época precisamente isabelina, una señora intensamente diligente que planificaba cómo saquearnos en América junto con Francis Drake y James Bond. O Isabel de Castilla, otra dama sumamente avispada que pergeñó un imperio nerviosamente genocida y atracador. Tal vez si hubiera sido menos católica… Pero divago.
Ahora no solo vemos reyes. Aquí tuvimos un Luis Herrera, un Caldera y un Lusinchi cuya pachorra los hizo famosos.
El más patético es Barack Obama, cuya función en la vida consiste en leer en voz alta unos guiones que le suministran los que sí mandan; pasear en el Air Force I y en unas limusinas que son la admiración de Walter Martínez. ¿Qué más? Bueno, firma si acaso la orden de los bombardeos humanitarios, porque ni se pone su Nobel de la Paz. A cada rato tiene unas vacaciones carísimas, porque en eso y en mucho más es peorcito que Bush, a quien estoy tentado de decir: «Regresa, Bush, estás perdonado». Seguramente añoraremos a Obama cuando se vaya.
Ojalá mandaran sus consortes. Mandan los modernos mayordomos de palacio: los aparatos financieros, que ahora ponen directamente a los gobernantes, sin farsas electorales. Proclamaron a sus insípidos burócratas en Italia y Grecia.
Menos mal que aquí es todo lo contrario.
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