¡Ay! ¡Ay Utopía, que levanta huracanes de rebeldía!…
…Sin Utopía, la vida sería un ensayo para la muerte.
J.M. Serrat
Cuando quisimos tomar el cielo por asalto
Fue a fines de la década de los 60 del siglo pasado cuando el sistema político–económico desarrollado el siglo anterior e impuesto al mundo luego de la Segunda Guerra Mundial comenzó a rechinar estrepitosamente. Las juventudes, provenientes sobre todo del propio sistema y descreídas de sus propuestas, iniciaron en todas partes (tanto en el centro como en la periferia) acciones para enfrentarlo, constituyéndose (sin saberlo entonces) en la primera gran manifestación social globalizada de nuestra cultura occidental.
Esa lucha se realizó fundamentalmente a través de tres frentes:
1) La renuncia a los valores y las formas de vida propuestas por el sistema y la búsqueda de modos alternativos de asumir la existencia. Esto se tradujo sobre todo en el propio seno del establishment, en los movimientos hippies y de música contestataria.
2) El enfrentamiento a los sistemas instituidos de estado y gobierno, fundamentalmente en forma de protesta urbana, que se expresó a través del movimiento estudiantil en todo el mundo más o menos “desarrollado”.
3) El enfrentamiento armado al status quo, traducido en los distintos movimientos guerrilleros y de resistencia distribuidos a lo largo y ancho del planeta, tanto en su forma rural como urbana.
La respuesta del sistema fue rápida y feroz.
Ya a fines de la década del 70, los movimientos hippie y de música contestataria habían sido anulados, sobre todo a través de la mercantilización de sus propuestas y su absorción por el sistema. La ropa hippie se vendía en la Quinta Avenida de New York en las boutiques de lujo, sus manifestaciones se banalizaban o ridiculizaban a través de la TV y el cine de Hollywood y la industria cultural del disco copaba y dirigía la producción musical, convirtiendo los temas críticos, innovadores y contestatarios en productos de consumo masivo.
El movimiento estudiantil, que estuvo a punto de derrumbar gobiernos y generar cambios sociales profundos, fue aplastado a punta de represión y de plomo (como en la Plaza de Tlatelolco en México) y en algunos casos recurriendo a señeras figuras arquetípicas de la derecha (como en Francia usando a Charles De Gaulle).
Las guerrillas fueron combatidas con brutal ingerencia en los países periféricos. Torturas, asesinatos, desapariciones y la instauración (sobre todo en Latinoamérica, pero también en África y Asia) de violentas dictaduras militares que se impusieron a los movimientos guerrilleros y de resistencia. Fueron así derrotadas militarmente, con gloriosas excepciones como en el caso de Vietnam.
En este contexto, en el período inmediatamente posterior, la ascensión a la presidencia de los Estados Unidos de Ronald Reagan y el nombramiento de Margareth Teacher como primera ministra británica fueron la punta del iceberg que estructuró el período global neoconservador que se caracterizó por el auge y hegemonía del neoliberalismo corporativo a escala planetaria. En el ínterin (y bajo su influencia) se produjo la caída de la Unión Soviética y de los países comunistas de Europa Central, finalizando allí el período histórico de la Guerra Fría que venía estructurando la geopolítica mundial desde el fin de la segunda gran guerra. Se estaba pasando de un mundo bipolar, al intento del mundo unipolar hegemónico. Esta intentada hegemonía llevó hasta desarrollar el imaginario plasmado en el Fin de las Ideologías y el Fin de la Historia de Francis Fukuyama. El sistema imperial–unipolar–neocapitalista parecía haber llegado a su cenit, no existiría nada más allá de él.
La historia da vuelta la tortilla
Pero la historia siguió adelante con un movimiento de reflujo. El período que iba a durar poco menos que el resto de la historia (un sueño al estilo del “Milenio del Tercer Reich” pronosticado por los nazis) se agotó por su propio impulso en unos pocos años. Ya a fines de la década de los noventa, en el propio siglo XX, aparecieron los síntomas de que la pretendidamente monolítica estructura de poder impuesta al mundo, estaba resquebrajándose.
El fracaso absoluto de las recetas económicas aplicadas con rigor por los organismos transnacionales dependientes del centro de poder (FMI, Banco Mundial) fue un primer síntoma de la falacia de la propuesta neoliberal. El pretendido “goteo” desde los grandes capitales hacia el resto de la sociedad nunca se realizó, por el contrario la acumulación del capital en cada vez menos manos (un puñado reducido de corporaciones transnacionales) marcó una tendencia imparable que continúa hasta hoy. Las promesas de mejor vida para todos a través del sistema del libre mercado y el capitalismo feroz no sólo fueron incumplidas, sino que se globalizó la progresiva exclusión de cada vez mayor número de personas, como contra cara de la acumulación mencionada.
A fines de la década de los 90 comienzan a gestarse –mientras simultáneamente se va produciendo un reblandecimiento progresivo de los poderes centrales– los movimientos sociales de resistencia que constituirán las nuevas alternativas de poder en el Siglo XXI. A partir de 1998 (para poner una fecha de referencia) con el ascenso al poder en Venezuela del proceso bolivariano se inicia –sobre todo en Latinoamérica– un nuevo tiempo. Como fichas de dominó, a lo largo del continente van cayendo las “democracias autoritarias” que habían sustituido a las dictaduras militares de los 70 y los movimientos sociales generados desde las bases aprovechan sobre todo el arma del voto –un mecanismo diseñado en principio para sostener a las democracias representativas– para llevar al poder a figuras y movimientos alternativos a los partidos tradicionales. Tres países, Venezuela, Bolivia y Ecuador, llevan adelante reformas constitucionales que intentan cambios estructurales en sus respectivas sociedades. En Centro América retoman por las urnas el poder los sandinistas. En el resto del continente asumen el timón propuestas progresistas de centro–izquierda (Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay) y el mapa geopolítico cambia. Vuelve a florecer con una fuerza inusitada en nuestra región la propuesta integracionista e independentista, abandonada desde los tiempos de la emancipación libertadora.
A la vez, ya entrada la primera década del siglo XXI, continua el progresivo receso del poder imperial, reflejado en principio por el sistemático fracaso de sus aventuras guerreristas (Irak, Afganistán) y luego por la crisis económica global que comienza en 2006, que no parece detener su espiral de descenso y que está afectando sobre todo al corazón de los países centrales. A lo largo del planeta se mantiene el reflujo. En lugares como Ucrania por ejemplo, donde se había implantado una de las “revoluciones de colores” promovidas por el poder imperial, el voto popular restituye a los derrocados.
A la vez, se hacen presentes dos factores aceleradores de los cambios. Por una parte la violencia de los sistemas climáticos, que hacen eclosión multiplicando su poder destructivo, producto de las graves alteraciones ecológicas generadas por el capitalismo corporativo industrial. Inundaciones, sequías, aumentos y descensos nunca vistos de las temperaturas, recrudecimiento de fenómenos cíclicos como El Niño y La Niña, huracanes y tifones, están hoy presentes en el escenario global dejando un desenlace catastrófico a su paso, con una secuela inmensa de pérdidas de vidas y de recursos materiales. Por otra parte, la eclosión de la progresiva escasez de recursos –también producto directo de un sistema productivo–consumista rapaz y depredador– está igualmente presente, llegando a provocarse crisis globales, no sólo de los recursos energéticos como el petróleo, sino de algunos tan indispensables como los alimentos o el agua.
Un huracán social recorre las regiones del Medio Oriente y el Norte de África, llevando a un nuevo reordenamiento del mapa geopolítico, tanto de la región como mundial. El conflicto de las potencias centrales en Libia, que intenta expandirse a Siria e Irán representa un nuevo eslabón de la continuamente fracasada estrategia de guerras imperiales.
Finalmente, a partir del 2006 se inicia una crisis financiera que parte del estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos pero como bola de nieve arrastra al sistema financiero internacional, que al ser asistido por los estados de los países centrales coloca a éstos en inmensas situaciones de déficit. Frente a la crisis el sistema económico “huye hacia delante” intentado aplicar medidas de recorte en los gastos sociales de los estados, bajo el pretexto del “ajuste” repitiendo aquellas medidas neoliberales del FMI y el Banco Mundial ya fracasadas anteriormente en otras regiones del planeta (habiendo sido nuestra América Latina una de las más perjudicadas por ellas en los 70 y 80). En definitiva, la crisis económica del sistema mundial parece encaminarse a una situación terminal del establishment y del sistema capitalista.
Reinventando la Utopía
En este contexto de cambios, derrumbes y esperanzas es que creemos necesario acelerar y profundizar las reflexiones y la discusión sobre la posible nueva sociedad del futuro. La crisis política, social y económica que cabalga transversalmente en el planeta, posiblemente vaya mucho más allá de estas tres áreas concretas. Estas crisis parciales que afectan a nuestra sociedad global están inmersas en el entorno general de una crisis cultural. La caída de aquellos valores que proporcionaron el motor para el desarrollo de nuestra cultura occidental, caracteriza nuestra inserción en la llamada posmodernidad. Si lo miramos con una perspectiva histórica, es posible que nos encontremos en medio de una etapa final de civilización. Partiendo del modelo del Estudio de la Historia de Arnold Toynbee[1], es muy posible que estemos realmente viviendo la desintegración de nuestra Cultura Occidental. Cada vez que esto sucede en la historia, en el seno de la desintegración de una civilización está naciendo la próxima (el proceso de paternidad–filiación entre civilizaciones, definido también por Toynbee).
Pensamos que es entonces el momento de preguntarnos y debatir sobre las características de las nuevas formas sociales, políticas y económicas (y por supuesto prioritariamente de las culturales) que puedan sustituir a las que están colapsando. Este es el propósito del presente trabajo. Presentar algunas ideas para encender la reflexión y la discusión sobre nuestro futuro, el de nuestros hijos y descendientes y la posible creación de una sociedad mejor.
Aquellos que creemos que esta es hoy una tarea que merece prioridad, debemos preguntarnos y cavilar sobre cual sería esa nueva sociedad que queremos construir.
Sin recetas ni modelos de relojería
Cuando dirigimos nuestra atención hacia esa sociedad posible (que algunos llaman el Socialismo del Siglo XXI) lo primero que notamos es que los esfuerzos que se están realizando para los cambios no están caracterizados por una visión ideológica única, ni por una propuesta teórica común que los determine. Contrariamente, no existen definiciones previas sino que aparentemente se está construyendo en cada lugar sobre la marcha, lo que conlleva la necesidad de utilizar en cada paso el método de ensayo y error.
Esta situación pone muy nerviosos a algunos compañeros de camino, que claman por la necesidad urgente de definir categorías, metodologías, y sobre todo un modelo teórico (que sea “científico”) y que nos explique a todos como es la sociedad, como debería ser, y qué y como hacer para transformarla.
Sin embargo están olvidando que una de las razones que debilitaron profundamente a las izquierdas en el siglo pasado (aquellas que quisimos tomar el cielo por asalto) fue precisamente la proliferación y rigidez de los modelos teórico-ideológicos considerados cada uno de ellos como “la única verdad” por sus seguidores. Comunistas, socialistas, trotskistas, maoístas, guevaristas, anarquistas y demás, se aferraban cada uno su particular visión del mundo, que los separaba y alejaba (y a veces enfrentaba) conspirando contra la posibilidad de una lucha en común.
Claro que esta es una razón meramente táctica para no creer demasiado en la necesidad de modelos generales explicativos. Pensamos sin embargo que existen razones mucho más profundas y complejas para dejar de lado esa necesidad y creer que al respecto, el Socialismo del Siglo XXI parece estar bien encaminado. Es allí dónde opinamos debe darse el debate y exponemos algunas ideas provocadoras.
La crisis de la óptica racionalista-positivista y los nuevos paradigmas
En el siglo XIX, la explosión del capitalismo industrial, el maquinismo y los grandes cambios tecnológicos resultantes, cabalgaron sobre un desarrollo inusitado del pensamiento y la ciencia positivistas, y su versión materialista del universo. La razón, una de las dos fuerzas “amorales y dinámicas”[2] surgidas en el renacimiento, terminó allí de hacerse la única vía reconocida socialmente para generar el conocimiento. Ese siglo fue el del esplendor de esta visión, que llegó a concebir al universo como una inmensa máquina de relojería, idea plasmada con absoluta precisión en el pensamiento del gran astrónomo y matemático Pierre Simon Laplace: “Se podría concebir un intelecto que en cualquier momento dado conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza las posiciones de los seres que la componen; si este intelecto fuera lo suficientemente vasto como para someter los datos a análisis, podría condensar en una simple fórmula el movimiento de los grandes cuerpos del universo y del átomo más ligero; para tal intelecto nada podría ser incierto y el futuro así como el pasado estarían frente sus ojos.”
Más adelante, a partir del inicio del Siglo XX, el desarrollo exponencial de la tecnología la fue identificando progresivamente con el conocimiento y la ciencia (dejando a éstos cada vez más reducidos a los grupos de especialistas). Esto ha permitido la persistencia de visiones que van quedando atrás en el conocimiento contemporáneo, pero que se han convertido en mitos sociales “verdaderos”. Existe por un lado una inercia al cambio de las ideas y por otro la creación de una gran matriz de opinión que hace que aún mucha gente pensante, siga creyendo en ese mundo “objetivo”, “causal”, “materialista” del siglo XIX y en la existencia de teorías que sean capaces de explicarlo y prever con precisión su devenir.
Esto se ha hecho más evidente en las ciencias sociales, que junto a las otras “humanísticas” han sufrido mucho ante la inmensa “ventaja” que tomara el positivismo del siglo XIX. Así, ellas han intentado ser tan “efectivas”, “racionales” y cuantificables (matematizables) como lo fueran en esa época las ciencias fácticas. Esta intención sigue manteniéndose hoy, más de un siglo después.
Mientras tanto las ciencias fácticas y el conocimiento en general fueron sufriendo durante todo el siglo XX una evolución que las ha llevado a generar inmensos cambios de sus paradigmas[3] y sus visiones del universo (cambios tan trascendentes que llevaron por ejemplo a Fritjof Capra a exponer cuánto de la mística hay en la física contemporánea).
La permanencia en el conocimiento usual en las ciencias sociales de la visión positivista sin embargo sigue ahí, estando presente, y es aquella que presiona por la búsqueda de explicaciones generales y modelos teóricos que “resuelvan” todas las interrogantes.
Sin embargo es mucho lo que podemos hacer
El fin de la visión positivista-objetivista no es el fin del mundo. El conocimiento viene desarrollando otras formas de abordar nuestra relación con el universo. El uso de modelos sistémicos y la Teoría del Caos por ejemplo, nos permiten comprender que si bien cuando los sistemas complejos no lineales entran en estado caótico, no son por definición predecibles (en ellos predomina el efecto mariposa, la mínima alteración en alguna variable puede causar cambios completos en el estado del sistema) de todas maneras podemos acotarlos. Es lo que se denomina determinación de las atractrices del sistema, que consiste en establecer los límites en los cuales se producirán sus variaciones.
De esa manera y respecto a lo que nos ocupa, si bien no estamos en condiciones de predecir la sociedad del mañana, ni elaborar una teoría “explicativa” de su funcionamiento, existen sí posibilidades de realizar algunas aproximaciones. Sobre todo considerando, no como podrá ser, sino por su opuesto, como no podrá ser.
Esto será lo que intentaremos exponer en las próximas entregas de este trabajo.
[1] Arnold Toynbee, Estudio de la Historia (Compendio), Alianza Editorial, Madrid, 1970.
[2] Ernesto Sábato, Hombres y Engranajes, Alianza Editorial, Madrid, 1973
[3] La mejor exposición que conocemos sobe esos grandes cambios está expuesta en El Paradigma Emergente, de Miguel Martínez, Editorial Trillas, México, 1993