Luis apareció por allí entre uno de esos salones de clase que él detestaba. Fue por allá en 1987, en San Cristóbal. Merodeaba con un libro en la mano, los gruesos lentes de miope, las fecundas preguntas y el trato afable. Y fue como una gran iluminación aquel encuentro. Yo me había confundido creyendo que era un matemático y resultó ser un poeta.
Desde entonces seríamos amigos, hermanos gemelos para todas las luchas, para todos dolores, desamparos, tribulaciones. No éramos iguales, muy diferentes más bien, pero coincidíamos en lo esencial.
Luego era un muchacho, lo fue hasta su muerte, de una fina ironía, de un conocimiento profundo de la estupidez humana, y sobre ella construía todas sus tesis. Los fundamentos ideológicos debían contemplar como elemento principal la estupidez humana contra la cual ni los mismos dioses pueden.
Un pensador, en una palabra.
A él no se le escapaban detalles y en las reuniones políticas no dejaban lanzar puntillas a los sesudos analistas que todo lo entienden y todo lo tratan de explicar, y sobre todo que hablan y hablan hasta aturdimiento, y piensan que los analistas europeos son una gran vaina.
En una reunión de esclarecidos pensadores en Caracas, uno de ellos tomó la palabra y el cerebro le estallaba: no sabía cómo terminar una de sus larga peroratas y nadie se atrevía a pararle el trote. El diarreico analista nombró a Camilo Torres (y evidentemente se trataba del sacerdote guerrillero), y se explayaba sobre el personaje de manera meteórica y ditirámbica, cuando Luis Vargas valientemente le salió con una estocada, y le interrumpe: “-Estoy muy confundido, ¿usted nos está hablando del Camilo Torres de la guerra de Independencia?”, y aquello cayó en la reunión como un pistoletazo, y hasta allí duró (provocando risas) la disertación del genial académico.
En otra ocasión nos encontrábamos en La Habana departiendo en un restaurante, con una gruesa delegación venezolana en la que se encontraban diputados, poetas, cantantes y un grupo de expositores de la Universidad Socialista del Pueblo de la cual formaba parte Luis. Entonces una irisada poetisa de Puerto Cabello comenzó a hablar de su libro que llevaba por título “Yo sentí a Martí”, y a Luis le dio por equivocarse y llamarlo “Yo senté a Martí”.
Luis le tenía pánico a los malos “poetas”.
Así era aquel noble, sencillo, humilde y querido amigo. Un portento de bondad, de cariño, de dulzura y amor. A Luis no se le amaba sino que se le idolatraba. Inocente, cordial, ameno, muy culto, agudo y filoso en sus juicios. Llegaba a la casa de los amigos con una bolsa de papel en la que se presentaba con una mano de cambur, algunas guayabas o mangos, dulces de coco o galletas de avena. Era su avío. Con su bolsita en la mano nunca tenía por qué preocuparse por tener que ir a un restaurante. Esa era su comida, su almuerzo, su cena.
Y cualquier lugar era bueno para él echarse y pasar la noche. Eso sí, nunca dejaba de llevar un cargamento de libros. Y tampoco había hora para dormir, tan excelente conversador que era. Vivió y murió como un muchacho.
Ayer estuve ante su féretro y entre muchas coronas de flores estaba la foto que le tomé en Guayaquil, en la él aparece jugueteando con una guacamaya que le había arrancado su lapicero. Recordé aquella copla de Gustavo Adolfo Becquer en lo que “Cerraron sus ojos/ Que aun tenía abiertos;/ Taparon su cara…/ Ante aquel contraste/ De vida y misterios,/ De luz y tinieblas, [medité] un momento:/¡Dios mío, qué solos/ Se quedan los muertos!”
Y no entiendo por qué se van a quedar solos los muertos. Me pareció una mala composición, y allí frente a Luis lo descubría perfectamente. No Gustavo Adolfo, es todo lo contrario: ¡Qué solos se quedan los vivos!
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