En El fin de la utopía de 1968 Herbert Marcuse decía que en ciertas plazas de Vietnam los bancos no daban lugar sino a dos personas, para que terceros no perturbaran a los enamorados. Tal vez Marcuse, vale la pena releerlo, no conoció los triclinios romanos, donde yacían tres para lo que se pudiera ofrecer…
«¿Dónde juegan los niños?», preguntaba Cat Stevens en 1970. Los niños son expulsados del trabajo, salvo los explotados, enterrados vivos en maquilas, haciendo malabarismos en bocacalles, como otrora en Venezuela. Ya no. ¿Por qué no son compatibles los niños y el trabajo? Es por una duda que tengo.
Hay también ropas de juguete, femeninas principalmente. Los tacones, ponle, que no sostienen sino que hay que sostenerlos.
Hay otras ejercicios de juguete: la Ciudad Universitaria de Caracas, por ejemplo, en que lo estético hace una sola máquina con lo útil, en su Aula Magna, nuestra Capilla Sixtina. Así la llamaba el arquitecto William Niño.
Nuestras estirpes indígenas, aquí cerca, inventaron la hamaca, barata, cómoda, transportable, fresca, donde se duerme, se descansa, se juega…
En las marchas políticas se salta, baila, ríe, juega. Al menos en algunas. Hay otras en que la gente transita carilarga y amargada. Tú sabrás en qué marchas marcharás.
Hace años Farruco Sesto nos propuso a los que editábamos libros en el Ministerio del Poder Popular para la Cultura que eligiésemos aquellos que siempre soñamos ver publicados. Ha sido un juego apasionante y por tanto socio del rendimiento.
Hay que meditar sobre esto, como el diseño de bellos sistemas de computación para trabajar felices. Es necesario y posible. Pensarlo y hacerlo para seguir siendo un país cada vez más feliz.
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