Bolívar tuvo oportunidad de leer, durante sus estancias europeas, la obra de escritores comprometidos con el pensamiento Ilustrado. Como producto de tales lecturas, pasó a ser un optimista respecto al poder de la educación como palanca del progreso y del bienestar común.
Los Ilustrados sostenían que la ignorancia era la fuente de todos los males sociales, por tanto, tal ignorancia tenía que ser erradicada si se quería contar con un país donde sus habitantes disfrutaran de una situación de prosperidad. El medio para erradicar la ignorancia, causa del atraso, del despotismo, de la tiranía, de las enfermedades, etc., era la educación, instrumento por demás poderoso, pues en sus manos estaba el remedio contra todas las calamidades. Con este convencimiento, fue que Bolívar, culminadas las guerras por la independencia, dedicó parte de su tiempo a pensar más sobre el fenómeno educativo, a elaborar discursos sobre este tema, y a promover la creación de instituciones educativas, llámese escuelas o universidades, en las recién creadas repúblicas suramericanas. Entendía el Libertador que para construir Repúblicas era necesario primero formar personas identificadas con las bondades de la organización política republicana. Había entonces que hacer un gran esfuerzo a este respecto, pues se venía de una situación donde el pueblo había permanecido “uncido al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio”, resultado de tres siglos de dominación colonial, y por cuya razón no había podido adquirir ese pueblo “ni saber, ni poder, ni virtud”.
Y con esas preocupaciones en su cabeza llegó Bolívar a Venezuela a comienzos del año 1827. Regresaba a su ciudad natal, expulsados los españoles del sur del continente, con el propósito de resolver el conato de rebelión fraguado por José Antonio Páez ante una convocatoria del Congreso de la República para que explicara en la capital, Bogotá, algunos de sus actos como Jefe Militar del Departamento de Venezuela. Pero en Caracas se encontró el Libertador con una situación universitaria por demás ruinosa, originada por la precaria situación económica de Venezuela en esos años posteriores al conflicto independentista, además de que dicha institución caraqueña se encontraba completamente desconectada de la realidad política por la que discurría el país. El origen de esa desconexión residía en la falta de disposición de los docentes universitarios para poner en sintonía la Universidad con la nueva situación política venezolana inaugurada con la conformación de la República de Colombia. Ya habían pasado más de cinco años de la Batalla de Carabobo, pero los universitarios se comportaban como si nada hubiera cambiado. Ninguna iniciativa se activaba desde el recinto educativo con miras a reformar su reglamento interno, sus carreras, el contenido de las cátedras, el sistema de ingreso estudiantil, la normativa para los actos de grado, etc. No se observaba voluntad de cambio de parte de los miembros del claustro. Se explica este conservatismo de los universitarios por su procedencia española y por su condición mantuana. Era la Universidad de Caracas, todavía en los albores de la República, un reducto de los españoles peninsulares y criollos, una de las principales instituciones del sistema colonial, encargada de adoctrinar a sus miembros y al resto de la sociedad en las ideas clericales y monárquicas. Allí sólo ingresaban como docentes y estudiantes hombres identificados con el sistema colonial, defensores de la doctrina católica, fidelísimos súbditos del monarca español. Por esto fue que hubo de venir un factor externo a la institución a activar los cambios, a poner en sintonía la institución con el sistema político recién inaugurado, y ese factor fue nada menos que Simón Bolívar, el Libertador.
Cuando Bolívar arriba a su ciudad natal, los ingresos de la Universidad eran tan pobres que ni siquiera alcanzaban para cancelar el modesto sueldo de los profesores. La deuda alcanzada por este concepto sumaba varios miles de pesos, situación que provocaba, en primer lugar, el cierre de algunas cátedras, y, en segundo lugar, la renuncia de algunos docentes. Ese año 1827, cursaban estudios en la institución, apenas 348 estudiantes y sólo 22 de estos recibieron título, bien de Bachiller, de Licenciado o Doctor. Tales cifras son bastante reveladoras si consideramos que el presupuesto de la Universidad provenía en su totalidad de los pagos realizados por los cursantes. Para tratar de paliar un poco la difícil situación económica, el gobierno procedió entonces a disminuir el costo de la matrícula escolar y a exonerar en muchos casos los desembolsos que debían cancelar los estudiantes en el momento de recibir sus grados académicos. Pero tales medidas no surtieron ningún efecto, pues el número de estudiantes universitarios no creció significativamente, se mantuvo siempre, en los años siguientes, alrededor de los cuatrocientos.
Para cambiar ese deplorable cuadro universitario, ruinoso en su aspecto económico, y timorato en materia política, se requería de un fuerte golpe de timón, de medidas audaces, que no podían provenir de unos docentes, en su mayoría teólogos y juristas, identificados plenamente con el sistema colonial. Nadie mejor indicado para hacerlo que el ilustre caraqueño, un revolucionario a carta cabal, un hombre dispuesto a derrumbar obstáculos de todo tipo, apoyado en esta tarea por otro valiente reformador, el Dr. José María Vargas. Ambos, se empeñaron entonces en la tarea de vestir con ropaje republicano a la Universidad. Lo primero que hicieron fue cambiar el viejo nombre de Real y Pontificia Universidad de Caracas y sustituirlo por el de Universidad Central de Venezuela. Luego, suprimieron la regla que impedía a los Doctores en Medicina ser electos para el cargo de Rector de la Universidad, pues era de sumo interés para Bolívar ver al médico José María Vargas en el ejercicio de la rectoría de la institución. Y, en tercer lugar, abolieron el instrumento legislativo por el cual se regía la Universidad desde el año 1727, llamado en su tiempo las “Constituciones de la Universidad de Caracas”, que fue sustituido por los Estatutos Republicanos de la Universidad Central de Venezuela, aprobados por el Libertador el día 24 de junio de ese año 1827.
Con estos estatutos la Universidad Central de Venezuela inicia entonces un proceso de ruptura con su pasado clerical, monárquico, exclusivista, racista, a la vez que empieza a vestirse a la moderna. Cierto es que este proceso no se tradujo en un rompimiento inmediato y completo con el pasado de la Universidad, pues, entre otras cosas, en los nuevos Estatutos se conservaron intactas algunas disposiciones de la normativa colonial, como fueron las referidas al sistema de exámenes, al calendario escolar, a los procedimientos para conferir los grados, al uso del Latín en la elaboración de las tesis, a la vestimenta académica, y respecto a las normas para otorgar cargos profesorales y directivos. Sin embargo, no es menos cierto que en esos 289 artículos que componían los Estatutos, se incluyeron innovaciones importantes, entre las cuales destacan: la eliminación del cargo de Cancelario, un funcionario religioso con tanto poder como el del Rector, una especie de representante del Papa en la Universidad, por lo cual su eliminación significaba un rompimiento con la injerencia de la Iglesia dentro de la Universidad; la abolición del requisito de la “limpieza de sangre” para cursar estudios en la institución; se disminuyó el costo de los grados académicos, esto con el fin de hacer más atractivos los estudios universitarios a los sectores sociales menos pudientes; se crearon nuevas cátedras, como la de Anatomía, Derecho Público y Matemáticas; se incrementó el sueldo de los profesores; y, finalmente, se dotó a la Universidad de un cuantioso patrimonio económico, conformado por numerosas viviendas ubicadas en ciudades muy importantes de Venezuela; varias haciendas sembradas de caña, cacao, tabaco y otros rubros comercializables; bienes pertenecientes al Colegio de Abogados y a los Jesuitas expulsados de Venezuela; rentas provenientes de las Obras Pías de Chuao y Cata, y otras fuentes de recursos económicos, suficiente como para que las actividades de la Universidad no dependieran, de ahora en adelante, de los oscilantes y disminuidos presupuestos de la República. Con estos enormes recursos económicos, además de adquirir completa autonomía económica, se esperaba que la Universidad ampliara la matrícula estudiantil y ofreciera a los nuevos aspirantes otras alternativas de estudios profesionales, más consustanciados con las nuevas circunstancias políticas del país. Fue éste, a no dudarlo, el proyecto educativo universitario más ambicioso ejecutado alguna vez en suelo venezolano, pero en verdad no se podía esperar otra cosa de aquél grande hombre. En este caso, Bolívar hizo honor a su condición, comportándose como el Libertador que era, y en verdad fue gracias a su interés en este importante asunto que la Universidad de Caracas iniciará finalmente su proceso de liberación de las amarras coloniales. El interés era liberarla de su doctrinarismo católico, de su exclusivismo racista, de su veneración al dominador monárquico, de su postración al sacrosanto enfoque aristotélico-tomista, en fin, liberarla de su condición de enclave cultural español en Venezuela. Pero, para lamento de las futuras generaciones, Bolívar murió muy temprano, tres años después de estos acontecimientos, y, como acertadamente afirma el historiador venezolano, Ildefonso Leal, “el ideal Bolivariano no fue respetado después por las montoneras insubordinadas, el caudillismo bárbaro y la autocracia militar, signos trágicos de nuestra historia política, que despojaron a la Universidad de su autonomía y de sus propiedades” (1983). Y por esto entonces veremos a la Universidad, en el resto del tiempo del siglo XIX, convertida en una pobre dependencia del Ministerio de Instrucción Pública, con un mezquino presupuesto, con los mismos escuálidos estudiantes, carente de libros y demás recursos pedagógicos, dedicada casi exclusivamente a graduar abogados, esto es, simples amanuenses de los caudillos locales, regionales y nacionales, la casta de iletrados que se adueño del país en esos tiempos del XIX.
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