El legado de la historia nos permite discernir sobre la heredad de nuestros antecesores y no cabe duda, la verdad de aquella está vinculada a los acontecimientos actuales. A partir de la aparición del hombre sobre la Tierra y la formación de las primeras sociedades primitivas, es indiscutible la inexistencia el concepto de propiedad de la tierra. Simplemente, de ésta se beneficiaba quien la trabajaba, nadie tenía derechos sobre esos terrenos. Cuando se conforma la monarquía dirigida por un Rey comienza las grandes calamidades. Al lado de este soberano se agrupan los llamados nobles, condes, barones, lores, marqueses, duques, entre otros, cuya única finalidad era arrebatarle a los demás las tierras que no eran de nadie y así apropiarse indebidamente de lo ajeno. Grandes extensiones fueron agrupadas en señoríos llamados “ducados”, “baronías”, y “marquesados” y estos a su vez divididos en los archiconocidos “feudos”, los cuales les fueron entregados a ciertos señores para que los administraran. Estos personajes, convertidos en “señores feudales”, buscarán a los labradores, quienes en realidad serán los responsables de bregar en los terrenos de los señores feudales, son los llamados “siervos de la gleba”. Tales terrenos no eran propiedad de nadie, sino concedidos por Su Majestad en calidad de “tenencia”, de allí la palabra “terrateniente”. Los siervos trabajarán para sus amos y les entregarán gran parte de su trabajo, es decir granos, cereales, pienso, ganado, etc. Evidentemente, menospreciando las actividades realizadas por el vasallo. Bajo estos términos se concibió la división de la sociedad medieval: en nobles, guerreros (militares), señores feudales, clérigos y siervos, estos último, la parte más débil y desprotegida. El siervo debía entregarle gran parte de su trabajo al señor feudal; el señor feudal al noble; el noble al rey y este último, a otro soberano si existía (por ejemplo el rey de Escocia al de Inglaterra), dado que la tierra pertenecía únicamente al Rey. A tal grado llegó la iniquidad que los señores feudales cobraban impuesto por todo lo que se les ocurría, hasta el llamado peaje cuando un extraño pasaba por sus feudos. Nada diferente a lo ocurrido con la mafia actual, de ellos aprendieron.
Los grandes favorecidos de esta repartición ilegal fueron los obispos. El rey, una vez que robaba terrenos ajenos le entregaba una parte al “sagrado pontífice”. Pero la iglesia no sólo se beneficiaba con la repartición indebida. Cuando algún noble fallecía le concedía al obispo una porción de sus propiedades para alcanzar la gloria eterna. Además, cuando la hija de un aristócrata deseaba consagrar su vida en un convento, el matrimonio con Cristo se concertaba, siempre y cuando el padre de la novia entregara una dote; por lo general, grandes extensiones de terreno, un castillo o un cofre lleno de joyas. De allí la idea del celibato. El hijo (a) de un noble, en ejercicio del sacerdocio o hermana, lo más conveniente para la iglesia era que, una vez fallecido el padre aristócrata, el heredero, clérigo o monja, no tuviera descendiente, de esta manera todos los bienes heredados pasaban totalmente a la iglesia. A tal grado llegaron las propiedades de la iglesia católica durante la época medieval que el treinta por ciento, hasta casi la mitad de las tierras productivas de la Europa oriental era propiedad de la iglesia.
Si analizamos lo ocurrido en aquel período de oscurantismo y si le aplicamos las leyes vigentes estaríamos en presencia de unos truhanes, reyes, marqueses, duques señores feudales agrupados para delinquir. A partir de ese momento todo beneficio o usufructo obtenido con las tierras mal habidas son consecuencia de un delito. Es decir, una acción ilícita.
Luego de aquella repartición, evidentemente ilegal y la adquisición de bienes proveniente del delito, continúa el avance de la sociedad medieval. El mundo evoluciona hacia a una sociedad de comerciantes y artesanos. Se crean nuevos espacios donde vivirán nuevas clases sociales. Los señores feudales les venden a los comerciantes y artesanos una parte de sus terrenos, bajo ciertas condiciones, para formar las llamadas ciudades amuralladas o “burgos” y sus residentes son los llamados “burgueses”. Como se ve la ilegalidad sigue estando presente, los nobles les venden a otros unos terrenos adquiridos por vía ilícita.
No cabe duda, durante el Medioevo no existieron leyes que protegieran a los siervos. La vida trascurría sobre la base de las costumbres impuestas por el señor feudal, a tal grado que tales costumbres se transformaron en leyes. De allí la expresión “la costumbre se hace ley”. Es decir el poderoso, el noble, el señor feudal después de cometer su tropelías (el robo de tierras) dictaba los códigos de comportamiento que los más débiles, los siervos, debían cumplir. Nada diferente de lo que ocurre en las sociedades actuales. El FMI y los grandes centros financieros son los que establecen los estatutos que los países débiles deben cumplir. Nada ha cambiado sobre la Tierra.
Los cambios en la humanidad jamás han sido fáciles, los perros nunca se dejan arrebatar los huesos. La sociedad debía cambiar, pero los señores feudales y los obispos le clavaban sus dientes evitando que se les arrebatara el hueso. No hubo más remedio que el uso de la violencia de las personas que veían que su trabajo no era compensado como se debía. Comienza así la lucha de clases entre el poderoso y el menesteroso.
El modelo anterior, es decir el modelo europeo, el del despojo, es traído a América por el conquistador español, portugués, inglés, francés y holandés. Como bien se sabe, en relación a Suramérica, se parte de un hecho ilegal: el papa Alejandro VI le concede (regala) a los reyes de España y Portugal las tierras descubiertas y por descubrir del Nuevo Mundo (tratado de Tordecillas). Una vez que llega Colón a lo que se llamará América, los reyes de España inventan el llamado “Repartimiento y Encomienda” para entregarle al usurpador unas tierras y unos aborígenes, en calidad de esclavos, quienes tenían siglos viviendo en plena libertad. Como se ve, el mundo se edificó sobre una ilegalidad: la transgresión que partió del poderoso para que al final la convirtiera en ley para avasallar a los más necesitados.
Me he paseado escuetamente por la Europa medieval y realicé comentarios sobre América, pero debo detenerme en lo que se llamó la Capitanía General de Venezuela. Nada diferente a lo ocurrido en México, Guatemala, Perú, Bolivia, Ecuador, entre otros. Unos tunantes advenedizos, con la anuencia de la Corona Española, arribaron a la “tierra de gracia” para despojar de sus territorios a los caribes, cumanagotos, yekuanas, pemones, teques, entre tantos de los pueblos originarios que hacían vida en esas comarcas. Entre aquellos aborígenes no se concebía el concepto de propiedad privada, la existencia se regía bajo un concepto comunitario y la tierra servía para obtener un beneficio colectivo. Al llegar el conquistador y luego el colonizador, transformó aquellas tierras dadas en repartimiento y encomienda, en propiedad privada, similar a lo ocurrido en la Europa medieval. Como se ve, nuestra historia parte sobre la aquiescencia dada por los reyes de España a un grupo de bellacos organizados para delinquir, para luego obtener beneficios de hechos provenientes del delito, como fue el robo descarado de tierras.
En la actualidad, todavía existen algunos burgueses de pacotilla quienes exhiben con orgullo algún vetusto y amarillento título real para justificar su heredad proveniente de la época colonial. Aquellos aristócratas de utilería no advierten que todos sus bienes terrenales derivados de la posesión de cualquier territorio venezolano, proceden de la acción de unos bandoleros organizados para delinquir. No cabe duda, el usufructo de tales tierras provienen del delito. Bajo las premisas anteriores la mayoría de los habientes de la Tierra son ilegales, dado que exhiben un documento de propiedad devenido de un hecho ilícito. No está equivocado mi comandante Chávez al expropiar a los latifundistas, simplemente lo que está haciendo es devolverle a la patria y a los pueblos originarios lo que en ley les pertenece. Larga vida a mi comandante.
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