La cuarta república, que se la bebió hasta la embriaguez política, pudo resumir en él los peores vicios que sórdidamente administraba con una audacia inusitada. En nada aparecía, pero en todo a trastienda o no, participaba. Hizo linderos con algunos sectores del puntofijismo porque nunca cuadró con ellos las formas de repartir el poder en donde sólo migajas le proponían. Y eso, para un hombre con elevados apetitos de mando era inconcebible. Siempre sus posiciones políticas estuvieron en los hilos de una acrobacia politiquera que rendía sus mejores frutos entre los personeros políticos menos conservadores. Así pudo a ratos igual entenderse con las viejas izquierdas, como también con sectores de AD, discordantes del romulismo más execrable de los años 60. Pero nunca ha sido un hombre de izquierda. Ya casi retirado de la vida política y en edad avanzada, denotó zamarro, una posibilidad de reinsertarse en la vida pública a través de un líder que como Hugo Chávez, descollaba en los años noventa y con habilidad se le acercó en busca de un poder que la vida le negaba obstinadamente a pesar de sus peripecias para lograrlo. Y Chávez, colmado de una amplitud que destelló por esos años, en aras de avanzar en sus más sublimes propósitos, atendió su acercamiento. Por eso, amplísimas facultades de poder otorgó Chávez al anciano político, desde Ministro del Interior hasta la más alta representación de la Asamblea Constituyente a finales del siglo pasado. Pero el octogenario político quería más. Y ese más, se correspondía con una vieja deuda con sectores oligárquicos puntofijistas que alguna vez le favorecieron en sus avideces. Que pedevesa siguiera igualita saturando las alforjas de la oligarquía criolla e internacional, era uno de sus petitorios más acariciados. Pero Chávez develó el timo. Y Miquelena, atendiendo a las sórdidas lecciones de Jóvito Villalba, su venerado maestro en tales lides, asomó con encono los tentáculos oscuros de la traición. Salió corriendo a declararse enemigo de Chávez y de la revolución. Si bien no participó directamente en el golpe carmoniano de 2002, por lo menos lo avaló con fuerza, y en el paroxismo del resentimiento más iracundo declaró, a tenor de la falacia que urdió la derecha, que Chávez “terminó en asesino”. Hoy Luis Miquelena, en los últimos años de una vida políticamente improductiva, no muestra historial trascendente. Y la traición, muchas veces surgida en su conducta política como la extenuante expresión de ambiciones frustradas, marcará para colmo de sus males, el indeseado estigma que político alguno en los últimos años haya exhibido.
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