Discurso en ocasión de la entrega del XVIII Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a Eduardo Lalo, por su novela Simone.
Caracas, 2 de agosto de 2013
Pienso en todas las veces que he leído el concepto «Puerto Rico». Son miles, acaso decenas de miles de veces y, sin embargo, estas palabras son leídas o escritas fuera de aquí; es más, son prácticamente desconocidas o sugieren imágenes muy débiles, que poco tienen que ver con lo que significan para mí estos vocablos. Pienso esto cuando leo, escribo, escucho ese nombre de país que más allá de sus fronteras (y acaso también dentro de ellas) significa tan poco. ¿Qué forma de silencio o, lo que es igual, qué forma de dolor es este?
Eduardo Lalo, Simone, Caracas: Celarg-Monte Ávila, 2013, p. 26.
Podría citar muchos otros fragmentos de esta novela que premiamos hoy, en que se expone lo que el antropólogo francés Marc Augé ha llamado los no-lugares. Quizás los no-lugares más típicos sean los aeropuertos y los centros comerciales, iguales en todo el planeta, sin país, sin raíces, sin cepas, sin identidad, en donde todos los sabores son los mismos, en donde uno apenas sabe dónde está. También ciudades, países y continentes enteros pueden ser no-lugares. Han demostrado el paradójico sabor insípido.
El concepto puede ser ampliamente llevado y traído, sobre todo traído a nuestros espacios antropológicos de la América Latina y el Caribe. De pronto nos hallamos con poblaciones completas invisibilizadas. Son «los seres invisibles» que canta nuestro poeta Gustavo Pereira (http://j.mp/159PdYQ). Algunos desmoralizados y cínicos han dicho que «esto no es un país sino un gentío» o que «a este país hay que esconderlo». Pero volvamos a los seres invisibles que enumera Gustavo Pereira:
Tan invisibles y tan numerosos y tan laboriosos y tan persistentes como las gotas de la lluvia, y a quienes debo —o tal vez deba decir debemos— el papel donde escribo, el lecho donde duermo, el zapato que calzo, el plato donde como, el techo que me alberga y hasta el espíritu que me alienta (http://j.mp/159PdYQ).
Es también aquel Garabombo el Invisible de Manuel Scorza o el Juan Nadie que personificaba Jorge Tuero en una televisión venezolana que alguna vez tuvo conciencia y ahora da golpes de Estado contra la conciencia.
Son seres a quienes se niega precisamente el ser. Son invisibles porque pretendemos que no son. Pero el ser, decía Parménides, se empecina en ser, ese es precisamente su ser. Los medios niegan a los invisibles, los matan en efigie y no los dejan ver: según las promociones del antiguo Consejo Supremo Electoral no votaban ni mestizos ni indios ni negros. Solo blancos, preferiblemente rubios y bellos. Casi siempre varones. Era un modo de exhortar a los invisibles a no votar.
Pero hay un momento en que no solo son invisibles los explotados y discriminados sino los explotadores también.
Vladimir Lenin decía que no debemos desechar la cultura burguesa tanto como no debemos desechar sus medios de producción y reproducción, las fábricas, los comercios, los medios de comunicación. No debemos entregar la música de Mozart a una burguesía que lo detenta pero no lo merece. Es decir, la burguesía se adueña de academias, conservatorios, teatros, medios de comunicación, editoriales, etc., en donde se produce, reproduce y circula cierto repertorio bien delimitado de signos comunmente llamados Cultura con C mayúscula o incluso alta cultura. Entonces podemos incurrir en la ingenuidad de rechazar a esa llamada alta cultura, las bellas artes, las bellas letras y demás, como si fuese algo que no es para los invisibles. En eso nos volvemos cómplices de la burguesía que sostiene que «la miel no se ha hecho para el hocico del burro». Lenin proponía, por tanto, expropiar todo eso a la burguesía y decir con Nicolás Guillén que por fin «tengo lo que tenía que tener». Por eso la Revolución Bolivariana abrió para siempre este Teatro Teresa Carreño a los invisibles.
Pero es que el capitalismo contemporáneo ha abolido todo eso también. Ya ni siquiera le interesa demasiado detentar la llamada alta cultura. Ha invalidado, por ejemplo, las editoriales que le permitían ese dominio simbólico. La mayoría de las editoriales publican libros inanes de supuesta autoayuda, best-sellers, pulp-fiction, libros de aeropuerto o de estación de trenes, olvidables, destinados al desván, al baratillo, al polvo. Libros para no-lugares. Lo mismo ha ocurrido con el resto de la cultura: ¿qué cine estamos viendo sin mirar? ¿Qué música estamos oyendo sin escuchar? Porque mirar y escuchar implican atención, compromiso con lo percibido, estudio, concentración. Nos ofrecen, por poner un ejemplo de algo que se propone destruir nuestra música del Caribe, una fabricación que llaman «salsa erótica», que ni es salsa ni es erótica. Además, es una redundancia, porque una salsa que no es erótica no es salsa. Luego de que oímos aquel fasto musical que ha sido y es la música del Caribe que inundó el mundo, desde el danzón hasta las Estrellas de Fania, ahora tenemos que sufrir la salsa erótica, que de erótico tiene solo la alusión machacona y brutal a una genitalidad sin fábula. El cine se circunscribe a dibujos animados iguales todos a todos, a películas en que lo único que causa algún interés son efectos especiales cada vez más aparatosos y agresivos. Violencia gratuita, aventuras previsibles, también sin fábula pero en 3D.
El fascismo ordinario, para tomar el título de aquella película soviética magnífica de Mijaíl Romm, quema libros (http://j.mp/12WgKuS). Saca el revólver cuando oye la palabra cultura, ruge «¡muera la inteligencia, viva la muerte!». Pero el fascismo de hoy, el que nos amenaza todos los días en todas y por todas partes, tiene una tonalidad más aviesa: no ordena quemar a París como Hitler. Hace algo más sinuosamente perverso: nos insensibiliza para el canto, la danza, la plástica, la belleza. Nos enseña que toda magnificencia criolla, popular, que va a la raíz de nuestra condición humana, es «niche», «tuqui», «capocha», «tierrúa», es decir, vergonzosa. Cualquier joropo, cualquier seis por derecho, cualquier tonada llanera, cualquier polo margariteño, cualquier plena o bomba puertorriqueñas son bochornosos, y hay que esconderlos. O esterilizarlos, como hizo la salsa erótica con la salsa. Ese esperpento que es la salsa insípida.
Hay un poema de Aquiles Nazoa en que un nuevo rico de los años 50 contempla un horizonte vistoso y prorrumpe: «¡Qué paisaje tan bonito!/¡Lástima que no tenga motorola!». Motorola era aquel aparato de discos que en Venezuela llamábamos rock-ola y en otros países jukebox, que ya no existen, salvo en tiendas de antigüedades. Es decir, un paisaje hermoso era incompleto si no se convertía en un no-lugar.
Porque una de las características de esta neobarbarie es la anestesia del gusto. Por eso derriba edificios patrimoniales para sustituirlos por no-lugares, por eso ignora y nos obliga a ignorar los rincones entrañables de las ciudades. Como decía José Ignacio Cabrujas de Caracas, en uno de los dos únicos poemas que le conozco: «La fundamos y media hora más tarde/extraviamos el acta en la casa del notario,/para que nadie pudiera conocerla,/ni siquiera nosotros mismos, sus habitantes».
Cada vez que derriban uno de esos edificios son miles de nuevos pacientes que suplican tratamiento sicológico para aliviar su pérdida afectiva ante el no-lugar. La batalla cultural que tenemos que enfrentar es por la recuperación del gusto perdido. Por reconquistar nuestra soberanía editorial incautada por las grandes multinacionales de la edición, los grandes conglomerados comunicacionales que han hecho de la mentira una mercancía de consumo único y obligatorio.
Lo advierte Joseph Roth, en La filial del Infierno en la Tierra, citado en la novela de Lalo: «Un pueblo que como jefe del Estado vota a una efigie que en su vida ha leído un libro, ¿está tan lejos de quemar libros?» (p. 115). No sé por qué me suena familiar…
No hace falta siquiera quemarlos, basta hacer como una actriz cuyo nombre omito con misericordia, que declaró oronda que para personificar la novela La Trepadora de Rómulo Gallegos, en una adaptación para televisión, no tenía que leer el libro. Leer libros, proclamó ufana, es anticuado.
Examinemos este párrafo:
Claudio Pérez, enviado especial de El País a Nueva York para informar sobre la crisis financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: «Los tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al vacío desde uno de los imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas». Retengamos un momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi, avizorando las alturas, con las cámaras listas, para capturar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatilizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresas e innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma mejor el tema de mi charla: la civilización del espectáculo.
Quien escribió esas palabras es el marqués Mario Vargas Llosa, quien cuando no remeda a los peores políticos, suele ser tan lúcido como consta en esta cita (http://j.mp/165IQ5w). Sí, Su Ilustrísima: Rescatemos a nuestros países de los no-lugares de la neobarbarie.
En la Historia sin fin Michel Ende habla de la «invasión de la nada», una irrupción imperiosa del no-ser, una antimateria que va devorando todo lo que es. Es el desbordamiento de un innumerable no-lugar. A veces imagino una pesadilla: un centro comercial interminable, en que nos extraviamos y jamás hallamos la salida. El protagonista esencial de nuestro tiempo pudo ser Edward Snowden, durante el tiempo en que estuvo atrapado en un no-lugar, un aeropuerto igual a todos los aeropuertos. En una situación similar León Trotsky fue confinado a la isla turca de Prinkipo y allí tituló el último capítulo de su autobiografía como «El planeta sin visado», porque ningún país le concedía visa. Snowden tiene asilo apalabrado en Sudamérica porque este continente decidió desde hace tiempo dejar de ser un no-lugar. En América Latina y el Caribe, y tal vez solo aquí en todo el planeta, estamos reafirmando nuestras raíces, nuestro gusto, nuestra sensualidad, nuestro hedonismo, nuestra enjundia, nuestra estética, asimilando a Europa y los Estados Unidos como proponía el Manifiesto antropófago del poeta brasileño Oswald de Andrade en 1928: devorándolos, asimilándolos, apropiándonos de ellos (http://j.mp/1cn0I0t). Un jazzista dijo una vez: «Cuando un músico africano toca un instrumento europeo lo convierte en un instrumento africano».
Europa y los Estados Unidos deben contemplar la conveniencia de subdesarrollarse un poco. Aunque sea un poco. Han llegado a tales primores de racionalidad económica que hay bancos con miles y cientos de miles de viviendas al lado de miles y cientos de miles de personas sin vivienda. Te tildan de salvaje si denuncias o te ríes de ese disparate. «Basta ya de mentes estólidas», cantaba Alí Primera. Quién sabe si hasta te llaman terrorista.
Está bien, somos salvajes, porque como decía Crisanto Báez, el personaje de Gallegos en Cantaclaro, eso de inteligente y bruto «tiene su según y cómo» y con este argumento llanero intuido por Gallegos termino mis palabras. Crisanto Báez habla a un caraqueño racionalista, positivista, que se queja de que los llaneros se den dos explicaciones inconexas para el mismo fenómeno: el zumbido de las abejas aricas y el rezo del Ánima Sola. Crisanto Báez, impaciente, le responde y explica:
Mire joven. Yo no sé explicarme, pero usté procurará comprenderme. Pa entender eso que a usté le parece tan difícil, hay que ser bruto. Porque eso de hombres inteligentes y brutos tiene su según y cómo. Inteligente es el que comprende unas cosas y bruto el que no entiende sino otras, que puen ser las mismas, aparentemente. Usté se empeña en explicarse lo que no está a su alcance, porque, convénzase: ni el agua corre parriba, ni el inteligente aprende a ser bruto. Usté oye el zumbido de las aricas, ya que las ha mentado, y nosotros también, mejorando la compaña; pero usté nunca escuchará el rezo del Ánima Sola porque lo supirita su inteligencia (Crisanto Báez, en Cantaclaro, cap. II, de Rómulo Gallegos).
Y después insistimos cómodamente en que Rómulo Gallegos era positivista…