Ese día el Dios blanco todopoderoso con su espada de acero desgarró el vientre de la Pachamama, la madre tierra en permanente juventud.
Con la bendición del Dios Blanco que se alimenta de oro, plata y piedras preciosas comenzó la conquista, destrucción y muerte del nuevo mundo. El cautiverio de los aborígenes confinados a las reservas indias; las mitas, los resguardos, las encomiendas donde debían producir el ciento por ciento para gloria del imperio español y del Dios blanco todopoderoso. Gracias a la inmensa misericordia de los clérigos y frailes los bárbaros herejes recibieron el sacramento del bautismo y fueron salvos de las llamas del infierno. Los gentiles a la fuerza aprendieron el nuevo credo de los cristianos: trabaja, produce, recoge, levanta, arrastra, muévete, sírveme, persígnate en nombre del Dios Blanco y el emperador de España.
Los colonizadores “abrieron el camino a la civilización justiciera” borrando para siempre su historia, su lengua, sus nombres, sus vestidos, sus comidas, sus dioses, los sueños, la magia. La indescriptible belleza de ese mundo sobrenatural quedó reducida a cenizas en las hogueras inquisitoriales. Nadie podía contradecir los designios del Dios blanco todopoderoso y a sangre y fuego se consumó el genocidio.
Se instituyó una sociedad de castas donde la raza blanca ocupó el lugar privilegiado a la diestra del Dios blanco todopoderoso. De ahí para abajo se situaron los estratos más despreciables: los mestizos, indios, cholos (cuyo origen es el cruce de un perro chandoso con uno fino) mulatos, zambos, los negros bozales o salvajes, congos, mandingas, carabalíes, lucumíes, balantas, y todos los cruces habidos y por haber: tercerón, cuarterón ochavón, púchela o pardo, coyote, jíbaro, lobo, chino, tente en el aire, saltatrás, o sea, la escoria humana emparentada con las bestias de carga.
Los indígenas o lacayos del rey de España y el Dios blanco se vieron obligados a respetar la jerarquía y postrarse de rodillas ante su merced, vuecencia, mi amo, mi señor, únicos representantes del poder político y religioso.
El español o chapetón o gachupín, el amo o el gamonal, el obispo, el fraile ejercieron el concubinato polígamo, el derecho a pernada, el amancebamiento y la barraganía. Los machos hambrientos de placer tenían que desfogar sus instintos básicos. El producto de esta unión ilegítima con las razas inferiores es el llamado bastardo. El bastardo es un ser indeseable que nunca contó con el afecto paterno y que tuvo que consolarse en el regazo de las mancilladas madres (“la llorona”). Hijos de la bastarda América procreados sin amor, bastardos no reconocidos fruto del pecado, el rapto y el secuestro.
El resultado de este mestizaje es un hibrido de características esquizoides víctima de un terrible trauma afectivo. Son hijos huérfanos y abandonados de sangre impura lo que les provoca un terrible complejo de inferioridad y una baja autoestima. Una huella indeleble que perdura en el inconsciente colectivo de nuestro pueblo.
De ahí que el mestizo, el zambo, el indio, el negro y todas sus combinaciones manifieste un incontenible deseo por blanquearse (¿humanizarse?), travestirse; cambiándose los nombres y los apellidos, ávidos por imitar el canon de la belleza blanca, el mito de la belleza blanca y aclararse la piel con pomadas milagrosas, alisarse el pelo, teñírselo de rubio- si son negras- colocarse lentillas azules, renegar de su origen porque no son dignos de entrar en el paraíso (blanco).
¿Cómo borrar ese maldito estigma que llevan marcado en su piel a fierro candente? El blanqueamiento de la sociedad es el supremo ideal pues adquiriendo una nueva identidad podrían ser redimidos del retraso y la ignorancia.
Ese desprecio por nuestras raíces ancestrales proviene de un conflicto racial que subyace en los genes, en el ADN, en los cromosomas y espermatozoides y que también se traduce en el rencor, la rebeldía y la lucha de clases. La Pachamama ha sido violentamente poseída por el diablo blanco, los colonizadores blancos, el Dios blanco, la virgen blanquísima y el Jesucristo también blanco y de ojos azules.
En la época de la colonia los derechos que le correspondían a cada persona estaban ligados a la clasificación racial étnica. A los españoles o europeos blancos, católicos y apostólicos gachupines o chapetones se les otorgaba el derecho exclusivo a la educación, los cargos administrativos, la milicia, el sacerdocio, mientras a las razas inferiores que carecían del rancio abolengo ocupaban los oficios más rastreros y despreciables.
Se estructuró un régimen de apartheid donde una minoría blanca tutelaba a los indios, a los negros, a los mestizos y todos sus derivados pues se les consideraban menores de edad, seres inferiores sin uso de razón e incapaces de gobernarse a si mismos.
En el imperio español la limpieza de sangre era un mecanismo de discriminación legal. Los individuos que iban a ocupar cargos públicos tenían que certificar ante la Real Audiencia que no estaban manchados ni con una sola gota de sangre india, negra, gitana, mora o judía. Se examinaban fondo sus antecedentes, su árbol genealógico (por tres generaciones) sus apellidos, su procedencia, sus padres, sus ancestros. Sólo se admitían blancos químicamente puros, es decir, de sangre azul, cristianos viejos, nobles, aristócratas e hidalgos de pedigrí y apellidos rimbombantes que se jactaban de haber mantenido impoluta la honra y el honor de la familia.
Si existía alguna duda al respecto el Tribunal de la Santa Inquisición era el encargado de emitir la sentencia definitiva. En el caso de encontrase algún rastro de impureza en el individuo este tendría que cargar el sanbenito “para que siempre halla memoria de la infamia de los herejes y su descendencia”. Los indios, los negros, mulatos, zambos o cholos conversos aunque hubieran jurado fidelidad al rey de España y demostraran su infinito amor por el Dios blanco siempre fueron vistos como sospechosos de prácticas heréticas o paganas.
Durante la colonia y también tras la independencia, se desarrollaron oficialmente planes de limpieza étnica y exterminio de las razas inferiores pues eran consideradas un obstáculo para el progreso y el buen gobierno. Tanto es así que las nuevas constituciones republicanas consideraban un ciudadano libre a todo aquel que sabía leer y escribir y no ejercía labores manuales propias de indios, negros, mulatos o zambos. Nuestros mitos fundacionales se estructuraron sobre bases racistas con una clara tendencia a la eugenesia.
“El Dios blanco le otorgó al blanco la autoridad y la sabiduría, la civilización es blanca como el purísimo manto de la virgen María, la racionalidad y la bondad son blancas mientras que los indios, mestizos, negros y zambos y sus derivados representan la maldad y la barbarie. “Razas degeneradas y holgazanas propensas al vicio y la borrachera que necesitaban ser domadas a punta de latigazos”
El blanqueamiento genético y cultural sólo ha servido para perpetuar las desigualdades en una sociedad ya de por si injusta y excluyente. Los criterios raciales blancos son los que prevalecen por encima de la diversidad y el mestizaje. Estas taras se han reproducido con mayor énfasis en este siglo XX donde los medios de comunicación alienantes trasmiten esa imagen subliminal del blanqueamiento como fórmula del éxito.
Nuestra identidad se ha construido en base al racismo condenado a las grandes mayorías a ser extranjeros en su propia tierra, hijos ilegítimos de la bastarda América empobrecidos y subdesarrollados.
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