Es triste ver como la violencia guarimbera dejó tras de si una larga secuela de muerte y destrucción en la ciudad de San Cristóbal y otros pocos municipios del país. A pesar del rechazo general por parte de la población tachirense, las guarimbas y las barricadas en las calles y avenidas de la ciudad estuvieron a la orden del día, negando a las familias y a las comunidades derechos humanos y políticos básicos, establecidos en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela..
En ese escenario de tierra arrasada, los violentos grupos opositores, apoyados por paramilitares, terroristas y francotiradores, fueron creando su reino del terror. Poco a poco los guarimberos se fueron atomizando (convertidos en una masa de individuos psicóticos y disociados) que se juntaron en el asfalto caliente para planificar la muerte de las personas y el incendio de instituciones públicas y privadas. Esa es la triste verdad. Los grupos opositores estuvieron demasiados violentos y compartieron su odio y frustración en las barricadas de la muerte. Todavía están demasiados irracionales para pensar en otra cosa que no sea la destrucción sin objetivo alguno, por ello en su locura irracional asumen un papel de víctimas y de sufrimiento, dando una sensación que no hay futuro ni esperanzas.
A pesar que hay sectores empeñados en la violencia como método para tumbar el gobierno legitimo, constitucional y revolucionario de Nicolás Maduro, la inmensa mayoría de los venezolanos rechaza contundentemente este tipo de lucha terrorista. También rechaza la rebelión civil y el agavillamiento como formas de expresión política, porque si nos detenemos en estos dos conceptos, vamos a encontrar que en el caso del municipio San Cristóbal (parte alta) los mismos se encontraron y se juntaron en las llamas ardientes de las barricadas. La rebelión civil denota un rechazo a la autoridad legítima y legal; inclusive, es un intento armado para destruir el orden establecido. Una vez colocada la barricada con apariencias de “protesta pacífica”, se le rocía la gasolina del agavillamiento, que es una asociación criminal para conspirar.
En el caso de la ciudad de san Cristóbal, con todos sus focos y barricadas que se montaron, la situación se complicó porque de manera manifiesta el alcalde de la ciudad se convirtió, no sólo en un fraude, sino en un verdugo para su propia ciudad, que fue arrasada, incendiada y maltratada. Él había prometido una San Cristóbal más segura, más bonita, más transitable, pero todo se fue por la poceta. El alcalde no hizo nada para impedir esta situación de barricadas, de incendios, de saqueos y de muerte; al contrario, se hizo eco de la muerte y del terror, avivó las llamas, se encerró en su manto de conspiración y en un arrebato de alucinación de polvo blanco, desafió al Estado venezolano, a la Constitución Nacional, al TSJ y todo el entramado jurídico.
Actuar al margen de la Carta Magna y las leyes de la República tiene sus complicaciones, sus costos y sus consecuencias. Nadie goza de inmunidad celestial para atentar contra la paz y la tranquilidad de un pueblo, ni mucho menos valerse del cargo de alcalde para llevar a la ciudad a las llamas del infierno y a las puertas de la guerra civil. Por ello, además de preso y destituido, el alcalde debe ser juzgado, condenado e inhabilitado, porque representa un grave peligro para la salud política y democrática de todos los tachirenses. Es una amenaza para la paz desde sus tiempos de estudiante y sus materias favoritas eran la guarimba y la candela. Hay que juzgarlo, condenarlo, destituirlo e inhabilitarlo por los delitos de rebelión y agavillamiento, para que nunca más vuelva a atentar contra su pueblo y contra su patria. Preso, destituido e inhabilitado, esa es la verdadera paz y la auténtica justicia. Los cobardes y miserables terminan así, tras las barrotes de una celda fría. Allí debe quedar hasta que pague los crímenes que se cometieron en su locura irracional.