Nuestro Chávez nos hablaba mucho de "Los Miserables", de Víctor Hugo, en la que la humildad y la misericordia son los protagonistas, en tiempos de revolución. Nos habló de la vida de Jean Valjean y en particular recuerdo una conversación entre el buen obispo y un viejo revolucionario en su lecho de muerte. Está en la Primera Parte, Libro Primero, capítulo X.
El obispo, un hombre bueno, santo diría yo, que teniendo una asignación cuantiosa del Estado, lo daba todo a los pobres y a la caridad. Mas era, como es costumbre en el clero, conservador. Era Monseñor Myriel, obispo de Digne, llamado Bienvenido por el pueblo, su segundo nombre, sobre quien sólo cosas buenas se decía, a veces exageradas, como ocurre con los rumores, que los hay buenos, para los seres muy buenos, y malos, para los no tan buenos. Víctor Hugo, un revolucionario, sabe ver el alma de uno que dice no serlo.
Sabemos que fue la bondad del obispo la que cambió la vida de Jean Valjean. Cuando la sociedad lo condenaba por haber robado un pan para dar de comer a los suyos, el santo padre sólo vio en él a un hermano. Valjean, abusando de su hospitalidad, le robó la vajilla de plata, que a decir del propio obispo, él mismo le había robado a los pobres, quienes serían los reales dueños. Pero en lugar de acusarlo, vio más allá de sus "pecados", vio lo que realmente había en su alma, y simuló ante las autoridades habérselos regalado y le reclamó haber olvidado los candelabros. Al dárselos, para que los vendiera, le mintió: "No olvides nunca que me has prometido emplear este dinero en hacerte un hombre honrado" … y "hermano mío, ya no perteneces al mal sino al bien. Yo compro tu alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios". Estas palabras, este gesto santo, acompañará a Jean Valjean en toda su vida, que todos deberíamos leer en este maravilloso libro "Los Miserables".
El "convencional", llamado "G", de cuya conversación con el obispo nos ocupamos, un octogenario, era también motivo de rumores, por su pasado revolucionario. Vivía aislado y el obispo había estado tentado en visitarlo en varias oportunidades. Mas no fue hasta que llegó el rumor de que el anciano estaba muriendo que se decidió a ir a visitarlo para predicarle y prepararlo a morir. "Es esta la primera vez que alguien entra en mi casa", dijo el anciano al ver entrar al obispo, que no sabía que tal era, por la humildad con que solía vestir Monseñor.
El obispo, sabiendo que se encontraba ante un ateo, que había votado en contra del Rey y por la República, lo trató al comienzo con recelo. "Moriré dentro de tres horas", dijo el anciano, tan cercano a su fin, pero que había conservado todos los movimientos y ademanes de una perfecta salud. Parecía morir porque quería, nos dice Víctor Hugo.
Con sarcasmo, el obispo lo felicita, porque después de todo el anciano no habría votado por la muerte del rey. Pero G le pide que no lo felicite tan pronto, pues "he votado el fin del tirano: la ignorancia… El hombre no debe ser gobernado más que por la ciencia".
- Y por la conciencia – corrige el obispo.
- La conciencia es la cantidad de ciencia innata que tenemos en nosotros mismos. - Replicó el anciano. Me imagino que en ese momento el obispo se dio cuenta que no estaba ante un mortal común.
- Al votar por la República he votado el fin del tirano, es decir, el fin de la prostitución de la mujer, el fin de la esclavitud del hombre, el fin de la ignorancia del niño… Al votar por la República voté por todo eso. ¡He votado por la fraternidad, la concordia, la aurora. He ayudado a la caída de los prejuicios y de los errores. El hundimiento de los unos y los otros, produce luz. Hemos hecho caer el viejo mundo; y el viejo mundo, vaso de miserias, al volcarse sobre el género humano, se ha convertido en una urna de alegría!
- De alegría no pura – dijo sabiamente el obispo, con amargura aludiendo a lo imperfecto de las revoluciones, los excesos que se cometen. – Demoler puede resultar útil, pero yo desconfío de una demolición con la cual está mezclada la cólera. – Lenguaje muy propio de un cura, diría yo.
- Podría decir que es una alegría turbada, - replicó el anciano G - la obra ha sido incompleta, convengo en ello; hemos demolido el antiguo régimen de los hechos; no hemos podido suprimirlo completamente en las ideas. No basta con destruir los abusos; hay que modificar las costumbres. El molino ya no está, pero el viento continúa soplando. – No puedo evitar que venga a mí en este instante la imagen de Nuestro Chávez cuando relataba este pasaje… Veo claramente su cara cuando leía la frase "el molino ya no está, pero el viento continúa soplando", y podía leer en su mirada la sabia interpretación de los signos de los tiempos. – Y en cuanto a la cólera – continuó G – el derecho tiene su cólera, señor obispo, y la cólera del derecho es un elemento de progreso… la Revolución Francesa es el paso más grande dado por el género humano desde el advenimiento de Cristo. Progreso incompleto, sea, pero sublime. Ha despejado todas las incógnitas sociales… Ha sido buena….
¡Ha despejado las incógnitas!, dijo el anciano. Aquí recuerdo a Nuestro Libertador en Monte Sacro: "Este pueblo (el europeo, occidental) ha dado para todo, menos para la causa de la humanidad…, bien poco, por no decir nada. La civilización que ha soplado del Oriente, ha mostrado aquí (en Europa) todas sus fases, ha hecho ver todos sus elementos; mas en cuanto a resolver el gran problema del ser humano en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despeje de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo." Allí Bolívar nos recuerda, con el obispo, tal vez, que tal despeje de las incógnitas sociales avanzó, sí, con la Revolución Francesa, pero quedó en suspenso…
- El obispo, con amargura nuevamente, le replicó sobre los abusos cometidos por la violencia revolucionaria.
- Ah, ¡También usted! – dijo G – Esperaba esta palabra. Una nube se ha formado durante mil quinientos años. Al cabo de quince siglos, ha estallado la tormenta. Usted procesa al rayo.
El obispo se estremeció en su sinceridad. La verdad lo golpeó. Casi se arrepentía de haber ido.
El "convencional" G continuó: - No le gusta la aspereza de la verdad. Cristo la amaba. Tomaba un látigo y limpiaba el templo. Su látigo, lleno de relámpagos, era un rudo declarador de verdades.- Recuerdo en efecto mis reflexiones acerca del "lenguaje violento de Jesús" contra los fariseos y escribas, el guáramo de profeta de mi Maestro.
- Insisto – continuó el viejo G – Me ha nombrado usted los abusos contra algunos. Entendámonos. Lloremos por todos los inocentes, por todos los mártires, por todos los niños; lo mismo por los de arriba que por los de abajo. Convenido. Pero nuestras lágrimas deben comenzar mucho antes de los sucesos a que usted se refiere (se refería G a los mil quinientos años y más). Lloremos por todos, y si la balanza debe inclinarse, que sea del lado del pueblo. Hace más tiempo que sufre…. Fuera de la revolución, que, tomada en su conjunto, es una inmensa afirmación humana, los abusos cometidos son una réplica ante la opresión... la Revolución Francesa ha tenido sus razones. Su cólera será absuelta por el porvenir…
Ahora es el turno de recordarme de Fidel Castro, absuelto por la historia…..
El obispo, hombre humilde, está abatido por los argumentos. Pero le queda uno. El anciano es ateo:
- El progreso debe creer en Dios – afirma con sinceridad y energía el obispo.
El asombro lo fulminó cuando escuchó lo que sigue de boca del revolucionario. El viejo, moribundo, fue sacudido por un temblor ante esa verdad. Miró al cielo, y una lágrima germinó lentamente en aquella mirada. Cuando el párpado estuvo lleno, la lágrima resbaló a lo largo de su lívida mejilla y dijo casi tartamudeando, con la mirada perdida en las profundidades:
- ¡Oh, tú! ¡Oh, ideal" ¡Tú solo existes!... El infinito existe. Está allí. Si el infinito no tuviera un yo, el yo sería su límite; no sería infinito; en otros términos, no existiría. Pero existe; luego hay un yo. Este yo del infinito es Dios.
Santo silencio. Era evidente que el viejo acababa de vivir, en un minuto, las pocas horas que le quedaban, dice Víctor Hugo.
- He pasado mi vida en la meditación, el estudio y la contemplación… Había abusos, los combatí; había tiranías, las destruí; había derechos y principios, yo los proclamé y los confesé. El territorio estaba invadido, yo lo defendí. No era rico, soy pobre… He socorrido a los oprimidos. He desgarrado la sábana el mantel del altar, pero ha sido para vendar las heridas de la patria… En ocasiones he protegido a mis propios adversarios… He hecho el bien que he podido….
Al final, el viejo pregunta - ¿Qué me viene usted a pedir?
Y el obispo, arrodillándose:
- Su bendición.
Cuando el obispo levantó la cabeza, el rostro del anciano había tomado un aspecto augusto. Acababa de expirar. Cumplió su palabra: tres horas.
El obispo regresó absorto a su casa, meditó toda la noche. Cuando la gente le preguntaba con curiosidad qué había pasado con el viejo G en su visita, se limitó a señalar el cielo.