Los robots y las máquinas se rebelan contra quienes los programan. Pasa en miles de películas y relatos de ciencia-ficción. Hoy se renueva el temor por el desarrollo exponencial de la inteligencia artificial, que sigue siendo más artificial que inteligente. Varios gigantes de la informática invierten en un área que presagia pingües ganancias. Responden a una atávica antropomorfización mítica de los objetos desde la prehistoria.
HAL 9000 es una de esas máquinas en la película 2001: odisea del espacio, de Stanley Kubrick. HAL 9000 se le amotina a Dave, el protagonista: «Lo siento, Dave, me temo que no puedo hacer eso». Las letras HAL son cada una de las que preceden a IBM. Kubrick estaba mentando a un leviatán humano acorazado de chips.
Nunca son máquinas solas con auto-ego-referencia. La Deep Blue de IBM, por ejemplo, la primera en derrotar a un humano al ajedrez, no es una máquina sola porque fue alimentada con un monto desmesurado de información, de partidas, con que ninguna persona cuenta. Cada jugada es ilustrada por miles de lances similares exitosamente resueltos previamente por gente de carne y hueso.
Hasta ahora ninguna máquina ha actuado sola sino con la programación de experiencias humanas. Está bien, Google, por ejemplo, sabe más que tú de ti porque no recuerdas qué buscabas el 29 de febrero de 2012 a las 3 p.m., pero Google sí. Lo amenazante es que esa información pueden consultarla los poderes fácticos socios de Google, como el Imperio, ponle. O alguna corporación. O Google misma.
Hasta ahora ningún algoritmo se ha vuelto por su cuenta contra quien lo programó. Cuando una máquina actúa contra la humanidad es porque fue cebada para eso.
Como lo que está pasando ahora contra Venezuela, frente a quien un aparato imperial automatizado y obstinado se abate con furia y sin tregua, usando sus robots de la MUD y de la oligarquía española. Guerra económica, mediática, política, diplomática, amenaza militar, de bombardeos humanitarios. Son instrucciones automatizadas, como quemar gente viva, como el grupo de sindicalistas incinerados por la revolución de colores en Ucrania, en 2014. Lo intentaron aquí con bebés y con estudiantes. Cuestión de tiempo.
No son carambolas sino brutalidad artificial.