Esta es la historia de un soldado muy fiel, muy aplicado, leal, que batallaba todos los días con un espejismo. Su Comandante lo dejó en una trinchera y le advirtió “desde aquí dispara contra el enemigo que está en la trinchera opuesta; es muy sencillo sólo debes saber en cuál trinchera estás tú y en cuál el enemigo, y no dejarte confundir”.
Esta es también la historia de un cerebral civil al que su jefe lo dejó en la trinchera y le advirtió: “tu trabajo principal en esta guerra es dejar claro dónde está la trinchera nuestra y dónde la trinchera enemiga, la capitalista”. Y añadió: “no será muy difícil, aquí te dejo este Plan y este objetivo, serán suficientes para que no yerres el rumbo”.
Y es la historia de miles, quizá millones que cuando el Comandante murió creyeron en el soldado y en el cerebral, tanto como creen en el Comandante ausente.
La batalla estaba ganada, había un Plan, un soldado encargado de la trinchera, un cerebral encargado de la idea, una masa lista para la acción, la derrota no era opción, pensar en ella era una insolencia.
Y así comenzó aquella batalla legendaria.
El cerebral, temprano, se fue a las tierras de las patas cortas y abandonó la trinchera, allí adormitado fue saludando a otros cerebrales, era una tarea muy exigente; la tierra de las patas cortas es muy concurrida por adormitados, debía vestirse de gala, ser diplomático, simular cansa más que ser auténtico.
El soldado, sin Plan ni objetivo, sólo con la claridad de la trinchera opuesta, salía todos los miércoles y le lanzaba piedras al enemigo, no se rendía, se tranquilizaba, la victoria era segura.
El soldado comenzó a notar que las piedras llegaban con más fuerza y más rápido a la trinchera contraria, al principio lo atribuyó a su mayor empeño, eso lo entusiasmó. Un miércoles, cuando asomó para lanzar las piedras, notó que la trinchera enemiga estaba unida a la suya, ahora todo era lo mismo, las dos trincheras aplaudían sus piedras y se asustó, se desconcertó. Ahora las piedras que lanzaba al enemigo no lo perjudicaban, al contrario lo alimentaban, se habían perdido los límites.
De un salto salió de su trinchera y paseo por los alrededores, encontró el valle lleno de santuarios individuales, los millones que había dejado solos en su pelea con la trinchera enemiga, habían cavado su propia solución individual.
Comprendió que algo andaba mal pero no encontraba el origen. Siguió lanzando piedras que ahora caían en su propia trinchera que se iba derrumbando poco a poco, transformándose en ironía.
La guerra no estaba perdida, sólo habían conseguido la paz, dijo uno de los cerebrales desde un refugio dentro de la trinchera, ahora común. La paz es lo principal.
Todos estuvieron de acuerdo, la paz, la paz, el diálogo, producir. No importa que la riqueza se quede en la trinchera ahora común y para el valle lleno de santuarios egoístas sólo vayan las lágrimas y las migajas.
Con los tiempos varios de aquellos santuarios vencieron su egoísmo, se unieron y formaron una nueva trinchera que retomó el Plan que tenía más de veinte siglos, “amaos los unos a los otros”, y rescató el objetivo que algunos llaman Socialismo, y otros con más razón llaman Cristianismo.
Y así termina ese cuento: nadie recuerda el nombre del Soldado, el olvido cubre al cerebral, y la historia sigue su curso…
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