Viajar enseña la tolerancia.
Benjamin Disraeli
El sábado, hice un viaje muy placentero, con mi compañera a Caracas, con la finalidad de llevar el vehículo, donde viajamos a su dueña, para luego regresar de pasajeros. El recorrido se hizo relativamente corto, porque la comodidad produce cierta tranquilidad. La primera parada, fue en un sitio muy conocido y visitado en el tramo que, todavía es una vetusta carretera con un asfalto muy deteriorado, y rustico que, parece un verdadero camino: "La aguadita". Compramos un "café con leche" grande; lo compartimos, mientras degustábamos unas sabrosas arepas, hechas en casa, en la madrugada. No, consumimos más nada, a pesar de un provocativo pernil, doradito, dando vuelta, como para despertarle el apetito a todo el que llegaba, así, hubiese terminado de comer.
En el corto tiempo que pasamos en el sitio, muy pocos vehículos se detuvieron; algunos pasajeros, se acercaban al mostrador a comprar, entre ellos un señor, alto, vestido de blanco, pidió un pan con pernil, el cual parecía que lo traía dibujado en la mente; se lo devoró muy rápido, con la desesperación de un glotón; al momento le pasaron otro, corriendo la misma suerte, para complementar el desayuno con un refresco, absorbiéndolo con tanta rapidez que, parecía rescatado de un desierto. otros pedían un cafecito, con la voz muy apagada, dando muestras de frustración, sin poder asimilar los exagerados precios.
La siguiente detención, fue para abastecer de combustible el auto, limpiar los parabrisas, y curiosear algunos precios, por demás escandalosos, empezando por un "marrón grande" ¡Mil bolos!, como dice un amigo, con los ojos que, casi lagrimean: ¡Un millón!; no acepta el cambio de la moneda. Apenas llegamos a la capital, entregamos el coche, para emprender el retorno, y empezar a vivir una verdadera odisea; no se puede llamar de otra manera; se parece a todo, menos a un paseo. Al llegar al terminar de "la bandera", cualquiera se da cuenta de lo difícil y complicado a la hora de viajar; se entra y se sale del edificio, para abordar las unidades, por un pasadizo convertido en un río humano, donde la gritería, supera a cualquiera gallera en plena riña de gallos; se ven las caras de una sociedad en crisis; no se puede esconder el subdesarrollo, y la falta de conciencia ahoga. Apenas subimos a la buseta, se sentía el aire contaminado, por el humo de los motores diésel. El calor se hacía insoportable. Apenas arrancamos, comenzó el "concierto" dirigido por el colector, y algunas veces por el chofer: reguetón, changa, y cuanto "disparate" cargan, sin faltar los vallenatos a todo volumen; nada de nuestro folklore, en un recorrido de casi 5 horas. Al pasar Maracay, empezaron a montarse los buhoneros de carretera con su "rosario" en la boca, tratando de convencer a los pasajeros con sus ofertas: comidas, bebidas, golosinas, y por si acaso papel higiénico: ¡Aprovecha, 4 rollos por 500 Bs!, un ofrecimiento es engañoso.
La buseta, hizo su única parada, precisamente en el sitio, donde nos habíamos detenido en la mañana; la noche se presentó, con una luna un poco tímida, con algunas nubes de compañía. Todos los pasajeros bajaron, entre ellos una jovencita, con un bebe recién nacido, acariciándolo con toda la ternura de una madre primeriza. Dos muchachas, y un jovencito se acercaron al mostrador a preguntar por las arepas, en el rostro se les reflejaba el hambre: la respuesta: ¡2500!, se vieron las caras, y preguntaron por el pan con pernil; casi salieron espantados, cuando escucharon: ¡3000 Bs! En la improvisada reunión que, esperaba ansiosa reanudar la marcha, se acercó un señor, alarmado por los precios, lo que motivó a un muchacho, a salir del silencio, hablando con la voz entrecortada: ¡Me dio miedo, seguir preguntando; una empanada 1000 bolos! Todos soltaron la carcajada. El viaje continúo entre: vallenatos, changa, y reguetón. Al llegar al terminal se escuchó: ¡Se acabó el sufrimiento!