Estaba Fermín Toro en España el año 1861. El gobierno nacional, presidido por Manuel Felipe de Tovar, le había designado como plenipotenciario de Venezuela para resolver asuntos diplomáticos con el gobierno de ese país. En carta a su esposa e hijos, residentes en Caracas, se quejaba de su propia situación y la de su tierra natal. Esto era lo que él decía: "Mucho me ha regocijado que ustedes hayan pasado alegres pascuas. Yo las he pasado tristes, pero a Dios Gracias con salud, no obstante de tener siempre el atormentado pensamiento siempre allá en esa tierra infeliz (Venezuela) que parece no preocuparse de nutrir a sus hijos, sino para darles la aptitud y la fuerza de destruirse mutuamente". Era que por esos años se desarrollaba en nuestro país otra guerra fratricida, muy cruenta, que se llevó consigo unos cien mil venezolanos muertos, y desde allá en el otro lado del océano, Fermín Toro vislumbraba los peligros que su familia y el pueblo en general corría aquí en nuestro país. Otra vez Venezuela en guerra. Otra vez volvían los venezolanos a cometer el error de tratar de resolver sus diferencias a través de las armas. Otra vez otra tragedia azotaba el suelo nacional. Por tanto, tenía razón el Diplomático de mostrar sus molestias por la situación de su infeliz patria. Venezuela apenas había recorrido treinta años de vida republicana y ya llevaba a cuestas numerosas convulsiones políticas que impedían a sus sufridos habitantes transitar una vida más o menos sosegada. La experiencia de la República, conquistada luego de una cruenta guerra de más de una década, no había traído los beneficios prometidos y esperados por la mayoría del país. Tres revoluciones sumaba ya la joven república: la Revolución de las Reformas (1835), la Revolución de Marzo (1858), la Revolución Federal (1859-1863), además de la renuncia de un presidente (José María Vargas en 1836), el asesinato del Congreso Nacional (1848). Fueron estos unos acontecimientos que convulsionaron la nación, generaron zozobra, produjeron muertos, destruyeron fuentes de trabajo, afectaron el comercio, desequilibraron la producción, enlutaron familias. Esa recurrencia encadenada de fatales acontecimientos, en tan poco tiempo de vida republicana, fue lo que llamó la atención de un hombre de paz, de inmensa entereza moral, de extraordinaria inteligencia, como lo fue Fermín Toro.
En las líneas citadas anteriormente resumía entonces Fermín Toro lo que ya era lugar común en este pequeño y desgraciado territorio. Parecía que del proceso independentista habíamos aprendido apenas su aspecto más trágico: matar, guerrear, imponer, violentar. Un aprendizaje que pusieron en práctica los gobiernos y políticos del XIX como los del siglo XX.
Esa prevalencia del uso de la fuerza para dirimir diferencias, para resolver conflictos, para arreglar cuentas ha sido el signo de la política venezolana desde entonces. De allí las numerosas revoluciones ocurridas en suelo nacional desde los albores republicanos hasta los tiempos presentes. Tenemos, además de las mencionadas, la Revolución Azul (1868), la Revolución de Abril (1870), la Revolución Reivindicadora (1879), la Revolución Aclamacionista (1886), la Revolución Legalista (1892), la Revolución Nacionalista (1897), la Revolución Restauradora (1899), la Revolución Libertadora (1902), la Revolución de Octubre (1945), la Revolución del 23 de enero (1958), y ahora la Revolución Bolivariana. Total: una cifra muy abultada: 14 revoluciones en menos de dos siglos de historia, 14 convulsiones trágicas en todos los sentidos. Y si a ello le sumamos los numerosos levantamientos militares, los varios intentos de golpes de Estado, las diferentes rebeliones populares, además de las 25 constituciones aprobadas en el país, el saldo es por demás asombroso. Ese saldo nos pinta una nación en eterna turbación, nos habla de un país sometido al círculo vicioso del conflicto; de un país en riña permanente, de un país cuya población no convive sino que rivaliza entre sí, de un país cuyas clases dirigentes no acuerdan sino que pelean, de un país sin espesor democrático, de un país cuya institución política predominante es la guerra. "Aquí se hace política es con guerra", parecen sentenciar los miembros de los grupos dirigentes. Por eso los militares han estado ocupando puestos destacados en la administración pública nacional siempre. No es por casualidad ni porque estos tengan méritos para desempeñarse en este mundo, sino porque son ellos los hombres de la guerra, es decir, de la política venezolana.
Ha pasado mucho tiempo desde que Fermín Toro escribió aquella carta a sus familiares, una carta que pareciera haber sido escrita en los tiempos que corren ahora en 2017. Hay mucho de parecido entre esa Venezuela del XIX con esta de hoy día. Parecido es el ambiente sociopolítico, parecidos los dirigentes políticos, parecido es el discurso político: Combate, lucha, choque, pelea, contienda, guerra, batalla, exterminio, enemigos, traidores, son las expresiones que llenan los discursos pronunciados por los que se suponen contrincantes: gobernantes y opositores. Sobre todo este es el estilo del funcionariado gubernamental. Según tales, Venezuela está en guerra, nos encontramos librando la parte segunda de la guerra de independencia. Ésta no se completó con Bolívar, quedó a medio camino y en consecuencia hoy toca concluirla. Toca a los Bolivarianos rojos, herederos impecables del Libertador, llevarla a feliz término. De manera que la disposición anímica de todos estos hombres y mujeres es salir a la calle diariamente a afrontar las pequeñas batallas de ese gran conflicto: que si la guerra económica, que si la guerra del pan, que si la guerra de la burguesía, que si la guerra del dólar, que si el ataque imperial, que si la batalla de las ideas, que si la batalla de la OEA, etc. De manera que, según tal visión de país, la lucha continúa, nos mantenemos en plan bélico. Y las combatientes y combatientes están desplegados a lo extenso del país. Nada de acuerdos, ningún diálogo, batallar es la orden; aniquilar al enemigo es el objetivo.
Según vemos entonces, Fermín Toro fue otro que aró en el mar. Sus advertencias no fueron escuchadas. Él aspiró que desde el gobierno se preocuparan ante todo por nutrir muy bien a sus habitantes, que nutrieran a entera satisfacción cuerpo y espíritu de estos, que lo nutrieran con alimentos y con libros, y que desecharan al mismo tiempo esa vieja y perniciosa práctica de formar a los hijos de Venezuela "con la aptitud y la fuerza para destruirse mutuamente". Pero esto último fue lo que se practicó antes y se realiza ahora. Y a la vista de todos están las nefastas consecuencias de esa forma de ver y practicar la política. Un país de carencias es lo que tenemos. Un país privilegiado por la naturaleza pero destruido por sus administradores. ¿Qué Hacer entonces para salir de este círculo vicioso de revoluciones y fracasos? Nuestra modesta respuesta es que debemos beber de las aguas ofrecidas por los hombres y mujeres ilustres de este país. Volver a las lecciones y ejemplos de venezolanos como Fermin Toro, Simón Rodríguez, Andrés Bello, Juan Germán Roscio, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry. Volver al ejemplo de los hombres y mujeres ilustres de este país, de esos que no pidieron nada para sí, sino que aportaron con total desprendimiento su obra y pensamiento a proyectos altruistas, magníficos, hermosos. Se trata en verdad de limpiar la política, de cualificar la política, de adecentarla.