Desde hace más de dos meses me impuse el rigor de no escribir nada sobre los pesares nacionales, las tristezas colectivas, las derrotas diarias, el flagelo del alto costo de los productos y bienes; en fin, el desmadre de la economía venezolana. A diferencia de algunos fanáticos y enfermos de política, no tengo la fiebre electoral tan alta, y más bien la veo pasar como hilo de agua que en la tierra caliente se evapora. Los vítores por las elecciones de gobernadores y alcaldes pasarán como ese pequeño hilo de agua, y nosotros los pobres no comemos ni solventamos nuestras penurias con esas "victorias" pasajeras. Muchos recursos del Estado gastados en campañas y muchas bajezas también del lado contrario, que para nada sirven en lo sustancial de la vida, del día de la vida, más allá de defender y apoyar un proyecto de país que luce cojo y aporreado por sus propios errores, y una cartilla pro imperialista del otra lado, que luce miserable y abominable.
El diario peregrinar por el pueblo y los pueblos nos va dejando el sabor amargo de una realidad impensable, insoportable e insufrible. El cartón de huevos ya alcanzó los doscientos mil bolívares, lo mismo que una bujía para el carro. El litro de aceite para motor sobrepasa los quinientos mil bolívares lo mismo que el kilo de pernil. Un bombillo y una crema dental cuestan lo mismo. A nuestras caries sumaremos la oscuridad, y a nuestros pasos sumaremos siempre el hambre. Y de cochino no comeremos ni las orejas. ¿Habrá en el mundo alguna Navidad más triste que esta?
Desde la barrera vemos la algarabía mediática y callejera por el efecto de meter presos a algunos corruptos, pero nada se dice de meter presos a los ladrones. ¿Quiénes son los ladrones? Los comerciantes, en cualquiera de sus modalidades: mayoristas, distribuidores, expendedores, bachaqueros, y afines. Me encontraba en Unicasa de Pampatar-Porlamar mientras el público adquiría pan árabe al precio de diez mil bolívares el paquetico, y de pronto un empleado recogió todos los paquetes y se los llevó a algún lado en un carrito de hacer mercado. A la media hora los puso en el mismo lugar al precio de veintitrés mil bolívares. Alguien, en una cola de caja, exclamó: "Eso fue porque el dólar llegó ahorita a 120 mil". ¡Bendito sea Dios! ¿Qué pasaría si esos salvajes ponen el dólar a un millón?
En la isla de Margarita hay una hambruna increíble. Nunca sentí tan hondamente en los huesos y en mis vísceras la condición de pobre como en estos últimos días. No hay huevos, carne, pollo, enlatados ni nada que comer. Las pocas verduras que llegan andan por las nubes. Ya empezó la temporada de veda de sardinas, de modo que tampoco se puede comprar sardinas. El pescado está a tan alto costo que tampoco es accesible. Para adquirir el poco pescado que hay para la venta al público insular, pues los pescadores prefieren exportan el producto, se requiere efectivo. Hay que ir tres días seguidos al bando a sacar en efectivo necesario para cubrir el costo de un kilo de pescado. Ahora si estoy considerando en serio la idea de vender mi casa y largarme para siempre de la isla de Margarita. Esto no lo aguantan ni los camellos, con mi respeto para los camellos, pos supuesto.
Demás está decir los precios de las ropitas para niños y adultos, medicinas, bebidas alcohólicas y no alcohólicas, comidas en restaurantes, playas y mercados populares. Todo el país tiene este mismo síntoma: Nos invadió la miseria, la hambruna, la más perversa de las pobrezas colectivas. Si bien hay abundante circulante, eso es un engaño. Nada se puede comprar ya con tres billetes de cien mil. El cambio de aceite del vehículo (un Malibú viejo, por ejemplo, año 1985), cuesta tres millones de bolívares sin incluir el filtro, y si le cambiamos batería y bujías añada un costo más de tres millones de bolívares. Si ese es el carro de un taxista, y ese es el costo mínimo para mantenerlo operativo, ¿cómo hace el taxista pata mantener a su familia? ¿Cómo se mantiene un maestro, un profesor, una enfermera, un bombero, una secretaria, un obrero u obrera con salario mínimo?
¿Cómo hacemos los poetas para sobrevivir, si ya estamos pasando aceite?
¿Cómo sobrevive un jubilado en su vejez, con su tiempo perdido?
¿Cómo se desarrolla un niño, sometido a la desnutrición y la falta de futuro?
¿Cómo se puede escribir de un país sin sentir sus lágrimas, sus llagas más crudas, sus heridas más sangrantes, en medio de una guerra de burócratas que sólo tienen ojos de sapos, de lechuzas, para vociferar sus rencores?
¿Cómo hacer silencio si el alma nos grita sus penas?
¿Navidad? ¿Dónde, Niño Jesús?