"El gobierno envía una señal como lo es la liberación de los presos, pero de seguidas reincide en su ya tradicional práctica de dejarlos pegados al grillete de las presentaciones en los tribunales, la prohibición de dar declaraciones y de salir del país"
"Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos."
John Rawls
"no, no, no no me trates así"
"La libertad es una realidad radical. No surge de las estructuras o de los sistemas: son éstos, más bien, los que han de brotar de ella. Por eso la libertad no puede ser otorgada por ningún poder humano; no hay que esperar a que nos la concedan o nos la permitan: hay que tomársela de una vez por todas."
Alejandro Llano
I. LA LIBERACIÓN DEL SECUESTRADO
El asunto es la libertad.El maestro Nakamoto (no Satoshi) solía contar la historia del secuestrado. Vendado y amordazado, sufría en el zulo. Pero, de pronto, se presentó la salvación. Alguien le quita los tapones de los oídos: "Vine a liberarte. No quiero que estés sordo". A continuación se marcha. El secuestrado sufre más que antes. No puede moverse; oye ruidos de pasos y suspira por un salvador a la vez que teme por su vida.
Se presenta un segundo liberador, que le quita la venda de los ojos: "Me he compadecido de tí, quiero que veas". Acto seguido, se esfuma en la oscuridad. El secuestrado se angustia aún más. Ahora oye ruidos y ve sombras, pero no puede gritar ni moverse.
Viene el tercer liberador, que le quita la mordaza. Protesta el secuestrado: "¿De qué me sirve oír, ver y hablar, si estoy atado? Por favor, desátenme".
Llega, al fin, un cuarto liberador, que lo suelta. "¡Venga, deprisa, huyamos antes de que lleguen los guardianes!". Pero el secuestrado, ya libre, titubea. "¿Cómo voy a escapar yo sólo, sin soltar primero a los de la habitación de al lado, presos como yo?".
Liberación a medias no libera. El budismo enseña a percatarse de las ataduras como primer paso. Pero, si no me desatan sufro más tras haberme percatado de las ataduras. Al desaparecer éstas, empieza la libertad; pero, si la disfruto sin preocuparme de la liberación de los demás de nada me sirve. Dice el bodisatva Amida: "¡Que no me salve yo sino se salvan todos".
I1. EXCURSO SOBRE EL CIVISMO
No pretendemos, desarrollar una historia de la palabra civismo. De hecho, un análisis etimológico de ella nos permitiría observar que ha adquirido diferentes significados a lo largo de la historia y que estos significados no son exactamente iguales entre sí. Podríamos decir que se trata de una palabra polisémica, que esconde un campo semántico muy rico, que sería necesario explorar y profundizar con la finalidad de no perder aspectos que podrían pasar desapercibidos en una descripción demasiado acelerada.
La palabra civismo proviene, originalmente, del concepto latino civitas, que, además de significar «política» o "el arte de gobernar", se usa para referirse a las virtudes de la sociabilidad, la bondad, la urbanidad, la cortesía y la civilidad. En la etimología de la palabra aparecen dos connotaciones que no son exactamente iguales. La civilidad es el arte de gobernar, es decir, de gestionar el poder, de distribuir correctamente los recursos públicos, de vivir conforme a la ley. Pero ya desde el origen, la palabra civilitas se relaciona con el cultivo de unas determinadas virtudes. Lo que de hecho se nos está diciendo de una manera clara y diáfana es que el civismo es un modo de vivir virtuoso, excelente y que, como tal, es deseado.
Según otras definiciones, el civismo es el celo por los intereses y por las instituciones de la patria. En este tercer sentido, el civismo no se relaciona directamente con el arte de gobernar ni tampoco con el ejercicio de unas virtudes determinadas, sino con la actitud de defensa de unas instituciones. No hay duda de que el civismo comporta un respeto hacia las instituciones, pero no puede ser reducido al celo patriótico. La estimación por el propio país, la estima de las propias instituciones es inherente al ciudadano cívico, pero esta estima no debe entenderse de una manera exagerada, porque entonces el civismo deja de ser una práctica virtuosa, abandona el término medio y cae en el exceso. Ser cívico es, por encima de todo, respetar a las personas del mismo ámbito, pero también las instituciones que conforman el cuerpo social.
El civismo es el ejercicio de una virtud, la de la ciudadanía. El ciudadano se define por los derechos y por los deberes. Ser ciudadano significa asumir una serie de derechos como propios, pero también implica interiorizar y exteriorizar los propios deberes. El civismo podría definirse, entonces, como la expresión libre y voluntaria de los deberes sociales y políticos. Cuando esta expresión es impuesta o se desarrolla bajo coacción, no se puede hablar de civismo propiamente dicho. Un ser humano puede calificarse como cívico cuando cumple sus derechos sociales y políticos espontáneamente y no por el miedo a la censura o a la denuncia.
Hay muchos comportamientos en la vida cotidiana que expresan el civismo de un pueblo. Cuando una persona, por ejemplo, recicla correctamente la basura o recoge una lata que hay delante de su casa, está actuando cívicamente, porque lo hace no por el miedo a la sanción o por coacción, sino porque lo tiene interiorizado. El civismo se concreta, entonces, en un conjunto de prácticas externas, pero que brotan de una conciencia que ha interiorizado lo que significa vivir en comunidad. Cuando el origen de estas actitudes es el miedo a la sanción o la coacción de una autoridad, no se puede hablar de actitud cívica. El hombre cívico es cívico cuando está con los demás, pero también cuando está solo.
La posibilidad del civismo está condicionada, por la efectividad de los derechos de los ciudadanos. En consecuencia, en Estados totalitarios, donde los derechos de los ciudadanos están profundamente vulnerados, no hay civismo propiamente dicho, sino miedo a la autoridad, y se actúa desde el miedo y no desde la libertad. El totalitarismo hace imposible el civismo. Aparentemente, una sociedad de este tipo puede parecer ordenada, pero este orden no brota de la soberanía popular, sino que es impuesto por el dictador. Por eso, no debe confundirse el civismo con el orden social. Hay un orden que nace del miedo hay un orden que brota del civismo de la gente.
El civismo es, sobre todo, un tipo de relación. El ser humano, como animal político, es capaz de establecer relaciones de naturaleza muy variada con su entorno más inmediato. No toda forma de relación puede calificarse igualmente de cívica, sino solamente la que es respetuosa con los derechos de los demás y es cuidadosa con los que comparten el mismo espacio. Este tipo de relación tiene diferentes destinatarios, pero se caracteriza por ser una relación de respeto y participación. El hombre civico tiene relaciones de respeto con todo su entorno, pero además se interesa por la cosa pública, participa en la sociedad y en la vida política con el fin de transformarla y hacerla más humana.
Respeto y participación son, los derechos fundamentales de la actitud cívica. Una relación de respeto no se puede identificar con una relación de indiferencia. La indiferencia, se opone al civismo, porque la indiferencia es pasividad, es desinterés por el destino y por la suerte de los demás. Respeto hacia los demás quiere decir tener cuidado de sus derechos fundamentales, y no simplemente desinterés. Por eso, el respeto comporta una cierta preocupación. Cuando decimos que tenemos un vecino muy cívico, no estamos diciendo que es alguien totalmente indiferente con nosotros, que prescinde absolutamente de nuestra presencia, sino que es respetuoso con nuestros derechos y que, en caso de necesitarlo, podemos contar con él.
La participación también es un elemento sustentador del civismo. Participar quiere decir, etimológicamente, tomar parte en la cosa, implicarse en asuntos de carácter colectivo que pueden beneficiar la vida de cada día, la propia y la del resto. Donde hay participación, hay una sociedad activa y madura. La desidia, el hermetismo en el propio yo, el aislamiento al abrigo de la propia intimidad imposibilitan el crecimiento y el desarrollo de las sociedades. Solo si los ciudadanos se implican en la mejora de la cosa pública y utilizan su voz, pacífica pero tenazmente, las sociedades cambian y se transforman.
III. REFLEXIONES SOBRE LA LIBERTAD
La ciudadanía consiste en un equilibrio precario entre derechos y obligaciones. No hay uno sin el otro. No se puede ser ciudadano si no se aceptan las obligaciones que esa identidad entraña, y no se pueden reclamar derechos si no se reconoce el intercambio natural y lógico de éstos por responsabilidades.
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¿Qué hay que hacer en el ámbito de la política y del gobierno para que las personas sean tratadas más como ciudadanos y menos como súbditos?
La libertad es, uno de los principios esenciales del civismo. Puede formularse de la siguiente manera: "En una sociedad cívica es un deber respetar las decisiones libres y responsables del otro, mientras no afecten negativamente al bien común". Sin libertad no hay civismo posible, no hay ejercicio de la ciudadanía posible, porque lo que diferencia al ciudadano del súbdito es, esencialmente, el derecho a la libertad. El ciudadano tiene derecho a pensar, a expresarse y creer libremente, a tomar autónomamente decisiones personales, mientras que el súbdito no tiene libertad real, sino que vive servilmente, se limita a obedecer la autoridad y a cumplir por temor los preceptos que esta impone.
Hay autores que consideran que la libertad pone en peligro el civismo, Sin libertad no hay civismo. La libertad es su condición de posibilidad; también debemos decir que un exceso de libertad o un ejercicio irresponsable de la misma, sin medir las consecuencias que se derivan de determinadas decisiones, puede, ciertamente, hacer tambalear la buena convivencia y el civismo.
Hay quienes consideran que la libertad del mundo contemporáneo es el chivo expiatorio de todos nuestros males y que el civismo se constituye sobre la base de una autoridad fuerte, que vigila a los ciudadanos que se pasan de la raya. Este civismo sin libertad es falso, es un pseudocivismo, porque, tal y como se ha dicho antes, esta relación armónica y equilibrada con los demás y con la naturaleza que es el civismo no puede imponerse por la fuerza, sino que debe ser asumida libremente. Cuando la raíz del civismo es el miedo al sopapo, el civismo aún no ha nacido.
El civismo sólo puede construirse en una tensión dialéctica entre libertad y autoridad. No hay civismo si no se respeta el principio de libertad, pero tampoco puede haberlo si no se respeta, mínimamente, la autoridad. El respeto a la autoridad, no obstante, no es la defensa del autoritarismo, del mismo modo que el respeto a la libertad no es la defensa de una libertad sin límites. El civismo debe forjarse sobre una autoridad, pero no sobre una autoridad arbitraria, sino sobre aquella que es legitimada por el propio pueblo.
Ser cívico es aceptar la autoridad, es vivir dentro del marco que ella impone, pero no por miedo a las consecuencias de transgredirla, sino porque sus dictados son coherentes y razonables y son el resultado de un consenso dialógico en el seno de la sociedad. Cuando el ciudadano observa que la autoridad competente no se aviene a los criterios del bien común, tiene mecanismos para expresarse libremente y, mediante su participación activa, puede cambiar esta disposición en el futuro. Ser cívico, pues, no significa obedecer ciegamente los imperativos de la autoridad competente, sino vivir conforme a la autoridad, pero desde la razón, ejerciendo públicamente la facultad de pensar.
La libertad es un derecho fundamental que no solo está expresado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), sino mucho antes, en las primeras Constituciones y Convenciones democráticas de nuestra civilización. Podríamos decir que es un principio esencial de las sociedades modernas y democráticas como, de hecho, también lo son los principios de equidad y de fraternidad, aunque el de libertad ha sido más patente en las grandes Declaraciones y Convenciones europeas e internacionales. En la Declaración (le independencia de los Estados Unidos de América, por ejemplo, ya se puede leer: "Todos los hombres son creados iguales,... con ciertos derechos inalienables... a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad". Antes de la Declaración de independencia, se hizo pública la Declaración de derechos de la Constitución de Virginia (el 12 de junio de 1776), redactada por George Mason. En ella puede leerse: "Todos los hombres son iguales por naturaleza, libres e independientes y tienen ciertos derechos inherentes de los que, cuando entran en un Estado de sociedad, no pueden verse privados o despojados por su posteridad, y son el gozo de la vida y la libertad, como los medios para adquirir y poseer propiedades y la búsqueda y la consecución de la felicidad y seguridad... Todo poder es conferido al pueblo y consecuentemente deriva de este". Entre los muchos deberes humanos enumerados estaba el derecho a la libertad religiosa, a la elección de líder y a la libertad de prensa.
En la historia del derecho a la libertad, también debe citarse la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada en Francia el día 27 de agosto de 1789, justo después de la Revolución Francesa. En ella se puede leer: " Los hombres nacen y son libres e iguales en sus derechos... Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión". También en nuestra Constitución de la República Bolivariana de Venezuela la libertad de pensamiento, de expresión y culto son derecho fundamentales que comportan también unos deberes inalienables. El derecho a mi libertad comporta, necesariamente, el deber de respetar la libertad del otro. En esta tensión entre la propia libertad y la ajena se construye el civismo.
La persona cívica exige que se respete su derecho a la libertad, pero cuando realmente se muestra su civismo es cuando respeta las decisiones, las expresiones y los pensamientos libres del otro, incluso en el caso de que no sintonice con ellos. Respetar las decisiones libres del otro cuando tienen un grado de afinidad con la propia forma de vivir, no comporta muchos problemas. Lo que verdaderamente comporta libertad es aceptar las decisiones libres y responsables de los otros (de mi hijo, de mi vecino o de mi compañero, por ejemplo) cuando son contrarias a lo que yo pienso. Es en estas circunstancias donde realmente se pone a prueba la calidad de nuestro civismo.
El principio de libertad es limitado a posteriori. No puede comprenderse este principio al margen de los otros, sino en interacción con los otros. Desde , toda persona tiene el derecho a pensar, a actuar y a expresarse en libertad, mientras que este ejercicio no ponga entre paréntesis los otros principios. En muchos casos, no es fácil determinar estas fronteras, pero hay muchas situaciones en que se detecta que esta libertad ha transgredido otros principios, como el principio de integridad o el de equidad. Puedo expresarme libremente, pero no puedo negar la libertad al otro. Puedo conducir libremente, pero con mi conducción no puedo poner en peligro la integridad física del otro. Puedo educar libremente, pero no puedo discriminar a nadie, porque los educandos tienen el derecho a ser tratados equitativamente. En todo ejercicio libre es necesario calcular las consecuencias de los actos para que no se pongan en duda los demás principios.
Una libertad que, por ejemplo, pase por alto la dignidad de toda persona, no se puede considerar, stricto sensu, libertad. Una libertad que vulnere la integridad del otro, tampoco se puede presentar como libertad cívica. Es necesario que la libertad sea ejercida en un marco de respeto a los demás principios. Cuando esto se pierde de vista y uno de ellos pasa a ser entendido como único, se pierde el equilibrio fundamental sobre el cual se sostiene el civismo.
El civismo incluye también el derecho a la desobediencia civil y a la objeción de conciencia. El ciudadano no es un autómata, ni una entidad mecánica que desarrolla mecánicamente sus funciones sociales, sino que el ciudadano es, por encima de todo, un sujeto ético, capaz de pensar por sí mismo y de valorar el sistema de vida en el que vive y las leyes a las que está sometido. Le es lícito objetar libre y responsablemente. Le es lícito desobedecer pacíficamente a la autoridad, cuando cree que en conciencia la debe desobedecer.
En muchos momentos históricos, los movimientos de desobediencia civil, cuando han adquirido dimensiones de masa, han sido determinantes para cambiar un orden jurídicamente injusto o socialmente reaccionario. En este sentido, educar en el civismo es educar en el ejercicio de una libertad responsable. Es necesario mostrar a las nuevas generaciones que la libertad es un tesoro valioso, pero, a la vez, muy frágil, que es necesario conservar cuidadosamente y administrar sin abusar de él. El civismo solamente puede ser ejercido correctamente si la sociedad está formada por personas que conciben críticamente su mundo y ejercen lúcidamente su capacidad de pensar y de expresarse.
IV .BIBLIOGRAFIA
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F Torralba Roselló,El civismo planetario: explicado a mis hijos PPC